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La muerte en la horca del auténtico Mr. Hyde

La muerte en la horca del auténtico Mr. Hyde

A todos los escritores nos agradan las alabanzas hacia nuestra imaginación que, al menos en teoría, nos ha permitido construir nuestras historias y nuestros personajes. Y como a nadie le amarga un dulce, en la mayoría de los casos sonreiremos para agradecer el elogio con un silencio cómplice que, en realidad, esconde una falsedad. Es lo que hacemos habitualmente. Los narradores contamos mentiras para decir verdades, pero esas mentiras surgen de alguna certeza —literaria o real— con la que nos hemos topado en otra ocasión y que retorcemos (o dejamos tal cual está) para incrustarla en una de nuestras fábulas. Ni siquiera las ficciones más extremas, como la Tierra Media de El Señor de los Anillos, están libres de esa contaminación de la realidad, pues el propio Tolkien aseguraba que una buena parte de lo narrado en la novela, pese al envoltorio de elfos, enanos, hobbits y magos, lo había tomado de sus experiencias en las trincheras como soldado de la I Guerra Mundial. Todas las grandes figuras de la ficción tienen un hilo —a veces muy tenue— que las liga hacia algo o alguien que sí existió en la vida real. Y un buen ejemplo de ello —y mal ejemplo de todo lo demás— es la figura con la que entretenemos hoy el cautiverio de mi celda de Zenda y que halló la muerte hace casi siglo y medio en una horca escocesa.

"El ejemplo horripilante de la vida de Eugène Marie Chantrelle sería la piedra angular de uno de los clásicos de la Literatura Universal: El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Robert Louis Stevenson"

A primera hora de aquella mañana de finales de mayo de 1878 —esta semana hace 140 años— centenares de personas aguardaban ante los muros de la prisión de Calton, en Edimburgo, a que en la torre de la Casa del Gobernador se izara una bandera negra. Cuando el trozo de tela ascendió a lo alto del mástil, la multitud rugió con contenida y resignada satisfacción. El trapo oscuro significaba que se había cumplido la sentencia y que el reo se balanceaba con el cuello roto en el extremo de una soga. Sólo hacía 14 años de la última ejecución en público en la capital de Escocia y, por eso, los asistentes de más edad se quejaban de que aquello no era lo mismo. El condenado era Eugène Marie Chantrelle, un profesor de francés, de 44 años, que cinco meses antes había asesinado a su mujer envenenándola con opio disuelto en una limonada. Ocho años después, el ejemplo horripilante de su vida sería la piedra angular de uno de los clásicos de la Literatura Universal: El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Robert Louis Stevenson.

Eugène Chantrelle, el profesor de francés que inspiró a Mr. Hyde en 1877, un año antes de ser ahorcado.

Eugène Chantrelle y Elizabeth Dyer el día de su boda. Ella tenía 15 años y estaba embarazada de siete meses. Fue asesinada una década después.

Es evidente que Eugène Chantrelle no era uno de los habituales desarrapados que acababan sus días en Calton Gaol —como también se conocía a aquella cárcel que Julio Verne confundió con un castillo medieval cuando visitó la ciudad tres décadas antes— sino un miembro respetado de la burguesía de la ciudad escocesa y de los círculos intelectuales de la misma. Había nacido en Nantes en 1834, hijo de un rico armador que se arruinó cuando Eugène estudiaba Medicina. Ante la imposibilidad de seguir con estos estudios, el joven Chantrelle —ya exquisitamente culto— optó por la enseñanza y terminó dando clases de su lengua materna en la exclusiva Newington Academy de Edimburgo y asistiendo a las tertulias que organizaba Victor Richon, el viejo profesor de francés del mismo  Stevenson. En uno de esos encuentros se conocieron y acabaron aquella noche bebiendo en un pub hablando de sus traducciones favoritas de Molière. Por lo visto, Stevenson y Chantrelle repitieron el encuentro, aderezado con más cerveza y más literatura francesa durante algún tiempo, antes de que el también autor de La isla del tesoro se marchara a recorrer en canoa el río Oise de Bélgica a Francia junto a su amigo Walter Grindlay Simpson. De esta travesía nacería, por cierto, la primera obra de Stevenson: Un viaje al continente (1876).

"Durante el juicio se demostró que Chantrelle había matado, al menos, a otras cuatro mujeres "

Tiempo después, Stevenson llegó a decir que, para él, era evidente que Chantrelle “llevaba en la frente las marcas de la criminalidad, si no fuera porque antes había conocido a otro hombre, que era exactamente igual a Chantrelle y del que sólo pude aprender que era un modelo de amabilidad y buena conducta”. Aunque lo parezca, Stevenson no se contradecía. En efecto, el joven escritor había conocido en Eugène Chantrelle a dos personas: uno era el profesor de francés, educado, encantador y especialista en el teatro de Molière; el otro era un aterrador misógino que no sólo había asesinado a su mujer, sino que la había condenado a un verdadero infierno de malos tratos durante diez años. Y además, su esposa no había sido su primera víctima. Durante el juicio se demostró que Chantrelle había matado, al menos, a otras cuatro mujeres (una en Francia y las otras tres en el Reino Unido). Todas eran prostitutas y a todas las envenenó con tostadas de queso fundido que había envenenado con opio. La elección del pan con una gruesa capa de cheddar caliente no era casual: así ocultaba el sabor de la droga. Sus víctimas se dormían y no volvían a despertar jamás.

El escritor Robert Louis Stevenson en 1876 cuando conoció a Eugène Chantrelle.

Stevenson conoció a Chantrelle con 26 años y asistió a las cuatro jornadas del juicio en el que se condenó al profesor francés entre el 1 y el 4 de mayo de 1878. Tal y como cuenta uno de los biógrafos de Stevenson, Jeremy Hodges, el escritor salió traumatizado de aquellas jornadas en los tribunales. En el juicio (el jurado necesitó menos de una hora de deliberación para decidir que Chantrelle era culpable) se demostró que aquella persona aparentemente afable y educada era, en realidad, un monstruo cruel y cínico que no sólo había asesinado a su esposa, sino que además pretendía cobrar la póliza del seguro de vida haciendo pasar su crimen por un accidente.

"Chantrelle administró a Elizabeth Dyer una dosis letal de opio disuelta en una limonada la tarde del 31 de diciembre de 1977"

En efecto, Chantrelle administró a Elizabeth Dyer una dosis letal de opio disuelta en una limonada la tarde del 31 de diciembre de 1977. No obstante, la muchacha resistió más de lo que era de esperar y no se durmió hasta expirar (que era lo que Chantrelle pretendía) sino que sufrió una atroz agonía hasta que murió. Aún así, Chantrelle alegó que había fallecido a causa de la combustión defectuosa de una estufa de carbón, cosa que ocurría con cierta frecuencia en los hogares de la época. Esa patraña le había dado resultado en los cuatro asesinatos anteriores. Sin embargo, su historial de malos tratos hizo sospechar a la familia de ella, que acudió a la Policía. Cuando se encontraron restos de opio en el vómito se despejaron las dudas. Elizabeth Dyer, la mujer de Chantrelle, tenía 26 años. Se había casado con 16 después de que él la dejara embarazada con 15 cuando era su alumna en la academia privada a la que asistía.

Aquel episodio de la vida de Stevenson (que no estaba en Edimburgo cuando ejecutaron al que había sido su amigo) se hundió entre los pliegues de su memoria hasta que, siete años después, inspiraría la novela El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. 

Portada de la primera edición de la novela, que apareció el 5 de enero de 1886.

Burla burlando, como decía aquel soneto de Lope de Vega dedicado a Violante, en esta celda de Zenda he ido enumerando los cuatro arcanos de la Literatura de Terror. Con la visita al castillo de Bran en Rumanía hablamos del conde Drácula y, por tanto, del Mal Externo. Cuando celebramos el 200 cumpleaños de la Cosa sin Nombre, (el monstruo de Frankenstein), tratamos sobre el mal producido por el conocimiento prohibido. Pues bien, el tercer arcano del Terror no es otro que el que se inventó Stevenson con esta novela corta: el Mal Interior, el que proviene del interior del alma humana, del rincón más oscuro y salvaje. El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde es, en mi opinión, el epítome del horror más intenso y también el más exquisito, pues nada hay más aterrador que el miedo que nos podemos llegar a causar nosotros mismos.

"Stevenson volvió a escribir toda la obra en un periodo que oscila entre tres y seis días. Algunos de sus biógrafos apuntan que iba puesto hasta las trancas de cocaína cuando realizó tal proeza"

Dice Stephen King que Stevenson escribió esta novela corta pura y simplemente para ganar dinero, «a ser posible, a espuertas». Tanto es así que el primer borrador lo escribió en tres días, después de haber guardado cama durante una semana a causa de una hemorragia. Cuando la esposa del autor leyó el manuscrito, quedó horrorizada por lo que allí había y, por ese motivo, el escritor quemó aquellos papeles. No obstante, Stevenson volvió a escribir toda la obra en un periodo que oscila —según cada versión, hay varias— entre tres y seis días. Algunos de sus biógrafos apuntan que Stevenson iba puesto hasta las trancas de cocaína cuando realizó tal proeza. Otros, sin embargo, apuntan al ergot, que era un potaje hecho a base de cornezuelo del centeno, un hongo de este cereal cuyas propiedades alucinógenas son conocidas desde tiempos inmemoriales. Sea como fuere, el colocón valió la pena, porque lo que salió de allí fue una obra maestra y un mito universal.

La prisión de Calton en Edimburgo, donde fue ahorcado Eugène Chantrelle. Sólo se conserva la Torre del Gobernador, pues el resto del complejo fue demolido para construir el edificio que alberga hoy en día la sede del Gobierno de Escocia.

La primera edición de la novela llegó a las librerías el cinco de enero de 1886. Era una edición en rústica que costaba un chelín en el Reino Unido y un dólar en Estados Unidos. Durante las primeras semanas pasó desapercibida hasta que una crítica favorable aparecida en el periódico The Times el 25 de enero desató un verdadero furor. Aunque Stevenson era ya un autor popular gracias a La isla del tesoro, que había publicado cinco años antes, con el Dr. Jekyll y Mr. Hyde se convirtió en un verdadero fenómeno de masas. A mediados de 1886 se habían vendido más de medio millón de copias y, un año después, la versión teatral de la obra ya estaba en los escenarios de Londres y Boston. La expresión «es un Dr. Jekyll y Mr Hyde» es una frase de uso común en la mayor parte de los idiomas del mundo para describir un carácter bipolar y, aunque no lo parezca, la obra de Stevenson encierra, a su vez, otro mito universal que creemos antiguo pero, en realidad, es fruto de la creatividad del escritor escocés: el hombre-lobo.

"Tal y como le dice el Joker a Batman en otra de las geniales obras de Alan Moore (La broma asesina), todos nos podemos convertir en un monstruo si tenemos un mal día"

Al igual que los otros dos arcanos del Terror, la fábula de Stevenson ha sido adaptada en multitud de ocasiones, ya sea directamente o bien bajo otros disfraces pero que cuentan la misma historia como, por ejemplo en Psicosis de Alfred Hitchcock (1960), las historias de la Marvel de El Increíble Hulk, o la legión de películas y libros con los licántropos como protagonistas. Quizá para los más jóvenes, la versión del Dr. Jekyll y Mr. Hyde más reciente sea la que se inventó el genial guionista de cómics Alan Moore para sus dos volúmenes de La liga de los caballeros extraordinarios (1999) y su prescindible y lamentable versión cinematográfica protagonizada por Sean Connery. Moore convirtió a Hyde en un gigantón bestial de habilidades sobrehumanas y fuerza descomunal. Sin embargo, el Hyde de Stevenson es, precisamente, todo lo contrario. En los cánones de belleza de la Inglaterra victoriana (como ahora, vaya) dominaban la alta estatura, la delgadez y el aspecto saludable, y así es como es el Dr. Jekyll, mientras que Mr. Hyde es bajito, retorcido y de sonrisa desagradable. En la novela, de hecho, sólo está la siguiente descripción: «No es fácil de describir. Algo le pasa a su aspecto; algo desagradable, algo realmente desagradable. Nunca vi a un hombre que me desagradase tanto y, sin embargo, seguramente no sabría decir por qué. Debe de estar desfigurado en alguna parte; da la impresión de que es deforme, aunque no podría especificar en qué sentido. Es un hombre de aspecto extraordinario, y sin embargo, no puedo mencionar realmente nada fuera de lo común… Y no es por falta de memoria, pues confieso que es como si lo estuviera viendo ahora mismo». Y ya está. Sería otro grande de las letras inglesas, Rudyard Kipling, el que, en otro relato, definiría mejor lo que Stevenson apuntó en su novela: lo que incomodaba tanto al autor de esta descripción era la Marca de la Bestia, la cual llevamos todos dentro a la espera de las circunstancias apropiadas para que emerja en toda su salvaje ferocidad. En el caso del Dr. Jekyll era una poción, en los hombres-lobo la luna llena, y para cualquiera de nosotros… ¿quién sabe? Tal y como le dice el Joker a Batman en otra de las geniales obras de Alan Moore (La broma asesina, 1988), todos nos podemos convertir en un monstruo si tenemos un mal día. Un verdadero mal día, se entiende.

"El Dr. Jekyll no es «el bueno», sino un hipócrita que gracias a su poción milagrosa saca a pasear al Hombre-Lobo —Edward Hyde— que todos llevamos dentro"

La novela fue alabada, incluso, por la jerarquía eclesiástica, porque aseguraba que el libro mostraba los peligros de abandonarse a los más bajos instintos del hombre. De hecho, ha habido críticos que han denostado la obra al considerarla como una parábola religiosa disfrazada de novela sensacionalista. Es, sin duda, un cuento moral, pero más allá de lo evidente también es, como dice Stephen King, «un incisivo estudio de la hipocresía, sus causas, sus peligros y sus daños para el espíritu». De hecho, el Dr. Jekyll no es «el bueno», sino un hipócrita que gracias a su poción milagrosa (de la que Stevenson, por cierto, apenas cuenta nada, igual que Mary Shelley tampoco se preocupó de narrar cómo Victor Frankenstein conseguía dar vida a la Criatura) saca a pasear al Hombre-Lobo —Edward Hyde— que todos llevamos dentro para correrse la mayor y más sanguinaria juerga de la historia de Londres hasta la aparición de Jack el Destripador. Y encima irse de rositas. Exactamente igual que ya había hecho con cuatro prostitutas —y pretendía hacer de nuevo con su mujer— Eugène Chantrelle si la horca no le hubiera puesto remedio.

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