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Tomar el té con el fantasma de Canterville

Tomar el té con el fantasma de Canterville

Sir Simon de Canterville dibujado por Steve Bryant para la novela gráfica adaptada por Michael Wilson en 2010.

“Y vio frente a él, en el pálido claro de luna, a un viejo de aspecto terrible. Sus ojos parecían carbones encendidos. Una larga cabellera gris caía en mechones revueltos sobre sus hombros. Sus ropas, de corte anticuado, estaban manchadas y en jirones. De sus muñecas y de sus tobillos colgaban unas pesadas cadenas y unos grilletes herrumbrosos”.

Así es el primer y terrorífico encuentro entre Mr. Hiram B. Otis —próspero hombre de negocios norteamericano y republicano— con el alma en pena que, desde hace tres siglos, atormenta a los habitantes de la mansión que acaba de adquirir cerca de Ascot, a 40 kilómetros de Londres. La escena cumple con todos los preceptos del canon de las historias de horror de la más pura tradición de la narrativa gótica del Romanticismo tardío y fue escrita, además, en plena era dorada del género, cuando los espantos imaginados por Bram Stoker (Drácula), Sheridan Le Fanu (Carmilla) o M.R. James (Cuentos de fantasmas) asustaban a diestro y siniestro casi recién salidos de sus criptas. Estos tres escritores, por cierto, habían estudiado en el Trinity College de Dublín, igual que el autor de la escena.

"Este fantasma es El fantasma de Canterville, el protagonista de, en mi modesta y discutible opinión, el mejor cuento de Oscar Wilde."

Sin embargo, el encuentro entre el espectro y Mr. Otis terminará de otra manera, porque este aparecido no es igual a cualquier otro de los muchos que también ululaban en las páginas de las penny dreadful (las novelitas baratas de terror) de la Inglaterra victoriana. Tampoco se parece a los que vendrían después, salidos de las pesadillas de Henry James en Otra vuelta de tuerca (1898). Este fantasma es El fantasma de Canterville, el protagonista de, en mi modesta y discutible opinión, el mejor cuento de Oscar Wilde, cuya primera parte (de las dos) se publicaba tal día como hoy —23 de febrero— de 1887 en la revista londinense The Court and Society Review, la misma publicación donde aparecieron muchos relatos de Robert Louis Stevenson. La segunda entrega llegaría la semana siguiente y cuatro años después, en 1891, el relato entero aparecería dentro de la recopilación El crimen de Lord Arthur Saville y otras historias junto a otras dos narraciones: La esfinge sin secretos y El modelo millonario. Como suele pasar con los libros de cuentos, su autor consideraba que El fantasma de Canterville no era el mejor y por eso lo relegó en el título del volumen. No obstante, el veredicto inapelable del tiempo y el éxito lo auparon hasta la primera posición. Hoy en día, todas las recopilaciones de la narrativa breve del autor irlandés le dan el protagonismo absoluto a esta genial fábula que supone la cumbre de la mixtura de dos ingredientes a priori imposibles de unir: el terror y el humor, aunque hay que puntualizar que es el particularísimo sentido del humor del literato irlandés.

Portadas de las dos entregas de El fantasma de Canterville cuando fueron publicadas en la revista The Court and Society Review en 1887, hoy hace 131 años.

Cuando Wilde publicó El fantasma de Canterville ya era un poeta consagrado, un conferenciante de éxito (había hecho una gira por Estados Unidos cinco años antes propia de una estrella de rock de nuestros días) y colaborador habitual de varios periódicos y revistas británicos. Además, era un rostro más que conocido en la alta sociedad londinense, gracias a su ingenio y su asombrosa erudición, y —todo hay que decirlo— también por su matrimonio con Constance Lloyd, la hija de un rico abogado irlandés que era, además, consejero de la reina Victoria. La dote de Constance (250 libras al año, una pequeña fortuna para la época) les permitía vivir con cierto lujo en la famosa casa del número 34 de Tite Street, en el exclusivo barrio de Chelsea. Aún faltaban unos pocos años para que Wilde creara un arquetipo de la Literatura Universal con su única novela, El retrato de Dorian Grey (1890) y alcanzara la excelencia en su producción teatral con Salomé (1891), El abanico de Lady Windermere (1892) y, sobre todo, con La importancia de llamarse Ernesto (1895). En cualquier caso, todo lo que vendría después estaba ya esbozado en este malévolo y jugoso relato que, como pasa en las grandes obras, cuenta una cosa para decir otra completamente diferente y, por el camino, nos hace pasar un rato magnífico perdiendo el tiempo de la mejor manera posible: leyendo.

"El fantasma que pasa a ser propiedad de la familia de Mr. Hiram B. Otis es Sir Simon Canterville, un noble del siglo XVI condenado a vagar por la que fue su casa debido a que mató a su mujer."

El planteamiento de El fantasma de Canterville lo hemos visto y leído en infinidad de ocasiones. Una familia digna de envidia (por juventud, riqueza o lo que sea) adquiere una vieja propiedad para hacer de ella el hogar de sus sueños y que termina siendo el pozo de sus pesadillas porque está encantada. Hasta aquí, todo discurre por los raíles del canon del cuento de terror que habla del Mal Lugar, tal y como lo define Stephen King. Sin embargo, Wilde ya da el primer volantazo en el párrafo de inicio. El viejo lord de rancio abolengo —propietario de Canterville-Chase— le advierte al inminente comprador que la casa está embrujada, a lo que el norteamericano responde que no le importa y que adquirirá las tierras, la vetusta mansión con su mobiliario y, por supuesto, también el fantasma “bajo inventario”, pues Mr. Otis viene “de un país moderno, en el que podemos tener todo cuanto el dinero es capaz de proporcionar”.

Y así ocurre. El fantasma que pasa a ser propiedad de la familia de Mr. Hiram B. Otis es Sir Simon Canterville, un noble del siglo XVI condenado a vagar por la que fue su casa debido a que mató a su mujer porque (no quiero ni imaginar lo que le pasaría a Wilde en estos tiempos de corrección política si tuviera Twitter por escribir algo así)  “era feísima. No almidonaba nunca lo bastante mis puños y no sabía nada de cocina”. Los hermanos de la difunta, en justa venganza, le encerraron en una mazmorra, encadenado a la pared a menos de un palmo de un inalcanzable plato con comida y un cuenco de agua y le dejaron morir de hambre. Ya en su nueva condición de alma condenada, Sir Simon, como buen inglés, se ha aplicado en cumplir con su obligación de atormentar a los habitantes de la mansión durante los siguientes 300 años, pero el genio de Wilde vuelve a brillar cuando cuenta que, para ello, Sir Simon ha desarrollado todo un elenco de personajes fantasmagóricos interpretados por él para dotar de variedad y calidad la casa encantada. De esta forma, Sir Simon es también “Rubén el Rojo con el niño estrangulado”; “Gibeén el vampiro flaco del Páramo de Bevley”; “El esqueleto suicida de Daniel el Mudo”; “Martín, el Demente”; “Isaac el Negro, el cazador del bosque de Hogsley”; “Ruperto el Temerario, el conde sin cabeza”; “Jonás el ladrón de cadáveres de Cherstey Barn” o “El benedictino desangrado”.  En más de una ocasión, el fantasma recordará sus hazañas del pasado como el susto que le pegó a la vieja señora de Tremouillac, quien “al despertarse a medianoche le vio sentado en un sillón, al lado de la lumbre, en forma de esqueleto […] y que de resultas de la impresión tuvo que guardar cama durante seis meses, víctima de un ataque cerebral. Una vez curada se reconcilió con la iglesia y rompió toda clase de relaciones con el señalado escéptico monsieur de Voltaire”.

Oscar Wilde en uno de sus retratos más famosos, realizado en 1882, que se hizo para promocionar la gira de conferencias que ofreció en Estados Unidos.

La primera lectura del cuento revela que Wilde hace una crítica ácida y condescendiente al nuevo imperio que, al otro lado del Atlántico, está empezando a nacer y que, unas décadas después, sustituirá al británico: los Estados Unidos. La familia que se ha instalado en Canterville-Chase es americana, rica, expeditiva, moderna, pragmática y, a ojos del fantasma (y de Wilde, aparentemente), espantosamente vulgar frente a los antiguos y venerables modos de la sociedad inglesa. Valga como ejemplo perlas como cuando Wilde dice del primogénito de los Otis, Washington, que “sus únicas debilidades eran las gardenias y la patria; aparte de esto, era perfectamente sensato”

"Todo en El fantasma de Canterville cumple una función específica. El cuento, más que una construcción literaria, parece una máquina de precisión en la que cada elemento está ahí por algo y el motor que anima a todos ellos es el propio Sir Simon."

No obstante, la crítica hacia la vulgaridad americana esconde otra, mucho más feroz, hacia la propia sociedad británica. Estamos en plena época victoriana, en la cumbre de su gloria y poder, pero Wilde ya adivinaba la inminente decadencia de un modo de vida que ya empezaba a dar señales de agotamiento y que su única función era ser tan inútil como el arte. Por ello, Wilde escribe que [los ingleses] “lo tenemos todo en común con América, excepto la lengua, como es de suponer”.

Todo en El fantasma de Canterville cumple una función específica. El cuento, más que una construcción literaria, parece una máquina de precisión en la que cada elemento está ahí por algo y el motor que anima a todos ellos es el propio Sir Simon, convertido en puro arte, que necesita superarse y modificarse constantemente dentro de su evidente decadencia —como prueban sus delirantes disfraces— para seguir provocando emociones, es decir, para seguir siendo arte y, así, sentirse útil a pesar de que, como el mismo Wilde decía, “todo arte es completamente inútil”. Y por eso es tan necesario.

El final trágico de Wilde es de sobra conocido, pero no me resisto a recordárselo. Su soberbia intelectual le llevó a creer que podía hacer pagar caro el insulto que recibió del noveno marqués de Queensberry, el padre de su joven amante lord Alfred Douglas. Por ello le demandó ante los tribunales por injurias (el noble le había acusado de sodomía). Entonces era ya era rico y famoso, pero aquel juicio se volvió en su contra y terminó acusado, precisamente, de homosexualidad, que era un delito penado por la ley de la época. Fue condenado a dos años de trabajos forzados y en aquel cautiverio nacieron otras dos obras maestras: La balada de la cárcel de Reading y De profundis. En una y otra no queda ni rastro del agudo ingenio divertido e inteligente de Wilde, pero sí hay una fuerza narrativa poderosa e intensa. Tras su paso por la cárcel, el escritor lo perdió todo. Su mujer y sus hijos, incluso, se cambiaron el apellido. Marchó al exilio y murió, solo y en la indigencia, en un hotel de París. Tenía 46 años.

El actor Charles Laughton interpretando a Sir Simon en la versión cinematográfica del cuento de 1944 dirigida por Jules Dassin.

A veces pienso que, por las razones diametralmente opuestas, Wilde hubiera acabado igual hoy en día. Quizá no en la cárcel, pero sí linchado por los ayatolás de la dictadura de lo políticamente correcto, que alcanza cotas estúpidas de severidad cuando retira cuadros de ninfas de exposiciones, censura desnudos de redes sociales o da patadas al diccionario enarbolando nobles banderas que terminan siendo trapos ridículos.

"Les recuerdo que Lord Francis Stilton apostó una vez con el coronel Carbury a que pasaría la noche jugando a los dados con el fantasma."
 Wilde creyó en pocas cosas (tampoco creía en fantasmas), pero una de ellas era en el poder redentor del arte porque, para él, era el epítome del individualismo, que es “una fuerza perturbadora y de desintegración. Ahí está su inmenso valor. Porque lo que se busca es alterar la monotonía del tipo, la esclavitud de la indumentaria, la tiranía de la costumbre y la reducción del hombre al nivel de una máquina”.

La versión completa de El fantasma de Canterville puede leerse en Internet pero, en honor al propio Wilde —y si no quieren que Sir Simon les atormente con alguna de sus aterradoras creaciones espectrales—, no cometan semejante vulgaridad. No se tomen a la ligera la advertencia. Les recuerdo que Lord Francis Stilton apostó una vez con el coronel Carbury a que pasaría la noche jugando a los dados con el fantasma; a la mañana siguiente lo encontraron en el suelo del salón de juego, completamente paralizado e incapaz de pronunciar nada más que “¡seis doble”! durante lo que le quedó de vida.

Primera edición del libro que incluía el relato de El fantasma de Canterville, editado en 1891.

Por poco más de lo que cuesta desayunar pueden adquirir una magnífica edición —en el viejo y decadente papel de toda la vida— de los cuentos del bardo irlandés (como la de Alianza Editorial, por ejemplo) y les garantizo que tendrán unas cuantas horas de diversión no sólo con las cuitas del pobre fantasma, sino con el resto de fábulas de un gran narrador. Y no necesitarán conexión wi-fi, ni cargador USB, ni dirección proxy ni necesidad de conectarse a Internet para leer artículos como éste. Denle una oportunidad a la elegante decadencia en sus modos más distinguidos y gocen de su exquisito aroma a rancio como el olor de las cadenas herrumbrosas con las que aherrojaron a Sir Simon hasta su muerte. Y si quieren redondear el placer, acompañen la lectura con un té (Earl Grey, por supuesto) y unos scones calientes y recién hechos con clotted cream y mermelada de fresa —o con sándwiches de pepino, si son más de gusto salado—. Verán cómo se divierten. De nada.

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