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La muerte tendrá que esperar, de Javier Valenzuela

La muerte tendrá que esperar, de Javier Valenzuela

Con La muerte tendrá que esperar, Javier Valenzuela nos propone una obra netamente vitalista, quizá la primera novela negra pospandemia. A un Tánger que va dejando atrás el coronavirus regresan con fuerza las intrigas internacionales. El comisario Romero, astro tenebroso de las cloacas del Estado, planea una reconciliación secreta en la ciudad norteafricana entre don Juan Carlos I y su examante Corinna. Requiere para ello los servicios de Adriana Vázquez, la femme fatale de Tánger, que ahora trabaja en las relaciones públicas del Mundial de Qatar. Conjuras, sexo, fútbol, bulos y criptomonedas se entretejen, al modo de Las mil y una noches, en este elegante neopulp en el que las mujeres, marroquíes y españolas, reivindican con vigor la libertad de decidir sobre sus vidas.

Zenda adelanta las primeras páginas del libro.

***

I

OPERACIÓN HESPÉRIDES

Adriana Vázquez plegó la mascarilla quirúrgica y la guardó en su bolso de mano, de donde sacó a continuación el botecito de gel hidroalcohólico que acababa de comprar en una farmacia del bulevar Unter den Linden. Con la ritualidad desarrollada a lo largo del año y medio anterior, Adriana vertió un poco de líquido en las manos —era levemente espeso— y, tras frotárselas a conciencia, abrió las palmas, las aproximó a la nariz y olió su perfume. Le encantó: era de refrescante té verde, tal y como decía la etiqueta en inglés que la había impulsado a comprarlo.

Amortiguados por la alfombra, no escuchó los pasos de la camarera del hotel Adlon, una joven cuya picuda mascarilla blanca contrastaba con la blusa negra de su uniforme de trabajo. La camarera mantuvo un sigilo felino al depositar sobre el cristal de la mesa un platito con una taza de capuchino y otro con una servilleta triangular de hilo, unos sobrecitos de azúcar y una cucharilla. Adriana le dio las gracias y se puso a contemplar la superficie del capuchino. Dibujada con canela, la silueta de la Puerta de Brandemburgo flotaba decorativamente sobre una espuma blanca.

La Puerta de Brandemburgo estaba, literalmente, a dos pasos, a la izquierda de la salida del Adlon, donde Adriana Vázquez se alojaba por motivos de trabajo: una reunión del equipo internacional de relaciones públicas del Mundial de Fútbol que iba a celebrarse en Qatar dentro de poco más de un año. El coronavirus había impedido durante dieciocho meses que el equipo pudiera reunirse físicamente, pero ahora, recién comenzado el mes de septiembre de 2021, la vida se ponía de nuevo en marcha con su amplio cortejo de supervivientes. La pandemia parecía quedar atrás, al menos en Europa, donde la mayoría de la población ya había sido vacunada, y las cifras de contagios, hospitalizaciones y muertes estaban a la baja. Con no pocas precauciones, iba recuperándose el pulso de los viajes, los negocios y las reuniones sociales, lo que había posibilitado aquella cumbre presencial berlinesa.

Adriana la había disfrutado como una niña disfruta del comienzo de sus vacaciones de verano. Los confinamientos en Tánger se le habían hecho tan penosos como al resto de los habitantes del planeta, y como tantos de ellos los había vivido con la angustia adicional de las dudas sobre el porvenir de su trabajo. Aunque el mensaje de los qataríes en las videoconferencias celebradas a lo largo de 2020 y la primera parte de 2021 había sido tranquilizador —las obras de las infraestructuras y los estadios continuaban sin retrasos en el emirato—, Adriana solo se había serenado de veras en la reunión del Adlon. Allí había quedado confirmado que el mundial iba a celebrarse como estaba previsto, entre el 21 de noviembre y el 18 de diciembre de 2022, el año próximo.

Tuvo que deshacer la Puerta de Brandemburgo para endulzar el capuchino con una pizca de azúcar moreno y comenzar a beberlo con parsimonia, disfrutando de la luz dorada que envolvía el lobby del hotel, de sus centelleos en lámparas y espejos, del sosiego que se desprendía de empleados y clientes, de la decoración, sobriamente art déco, y la elegancia no exhibicionista del establecimiento berlinés.

Lo tenía muy claro: prefería el encanto burgués de los clásicos hoteles europeos a la gélida funcionalidad de los albergados en los rascacielos de vidrio y acero que florecían en Doha, Abu Dabi, Dubái y Kuwait. Los nuevos ricos del golfo Pérsico detestaban la discreción y adoraban los oropeles. Aunque ahora trabajara para una de sus familias, Adriana los encontraba bastante paletos.

A Klaus sí que lo vio venir. Sus ojos, de color verde albahaca, brillaron de expectación al detectar que el alemán se acercaba a su mesa vestido con un traje azulado de lana virgen que debía de haber sido diseñado por Hugo Boss y se ajustaba a la perfección a su físico alto y delgado. Klaus, que no llevaba mascarilla, le envió una sonrisa juguetona y Adriana se la devolvió, acompañándola con un gesto de la mano que lo invitaba a sentarse a su lado, en un sillón de cuero de color caviar como el que ella ocupaba.

—Buenos días de nuevo —saludó él en inglés, mientras depositaba una tableta iPad sobre la mesa, al lado de un florero con tres rosas rojas.

—Buenos días —respondió ella, también en inglés—. Hace un día precioso, Klaus; ideal para dar un paseo. Pero, lamentablemente, no tengo tiempo. Ya he hecho el check out y me han bajado las maletas.

La sonrisa de Klaus vaciló, como una bombilla que parpadea, y terminó apagándose y dando paso a un mohín de pesadumbre.

—¡Maldita sea! Me hubiera gustado que almorzáramos en un restaurante italiano muy lindo de Kreuzberg.

—Pues no va a poder ser, querido. Pero, en fin, aún no tengo que irme. Disponemos de media hora hasta que venga el taxi a recogerme.

—Algo es algo —dijo él, cruzando las piernas y acomodándose en el sillón. Debía de estar acercándose a los sesenta años, pero su aspecto y actitud seguían siendo juveniles—. Tu vuelo a Tánger es directo, ¿no?

—No, en absoluto. Me espera un viaje horroroso. Primero tengo que ir a Barcelona y luego perder allí tres o cuatro horas para tomar un segundo avión hacia Tánger. Y lo peor de todo es que los dos vuelos son de Ryanair, más incómodos que el metro de París en hora punta.

—¿Es que tú has viajado alguna vez en metro? —Un guiño burlón flotaba ahora en los afinados labios de Klaus.

—Nunca en los últimos veinte años —respondió con rotundidad Adriana, que no había sucumbido a la moda del alisado y llevaba ligeramente rizada su negra melena. Se la ahuecó con coquetería antes de añadir—: Pero de adolescente usé mucho el metro en mi primer viaje turístico a París. Era verano, hacía un calor pegajoso, los vagones estaban abarrotados y apestaban a ganado. Creo que fue allí donde puse a Dios por testigo de que nunca más volvería a pasar hambre.

—Hiciste bien, muy bien —aprobó él con jovialidad—. Pero, dime, ¿no había otra alternativa para tu regreso a casa? Alguna que tuviera clase business.

—Ninguna. A no ser que les hubiera pedido a nuestros jefes que me fletaran un avión privado, pero supongo que eso hubiera sido abusivo.

Clavó sus pupilas en las de Klaus, y los dos se estuvieron escrutando en silencio un buen rato, prolongando así la complicidad carnal de la noche que habían pasado juntos en la habitación de ella. Adriana sintió una especie de cosquilleo: le gustaba aquel hombre, le gustaba mucho. En los ojos de él, del color de la miel, leyó que el sentimiento era recíproco.

—Aunque tú te merezcas un avión privado y mucho más, tienes razón —terminó diciendo él—. Quizá no hubiera sido muy diplomático pedírselo hoy a los representantes del emir Al Thani. Están bastante nerviosos por lo que ha salido en The Guardian.

—¿Qué es lo que ha salido? —Adriana lo ignoraba sinceramente.

Klaus recuperó el iPad, lo encendió, lo toqueteó y se lo ofreció. Ella leyó la información que figuraba en la pantalla. El diario británico recogía las denuncias de organizaciones de derechos humanos que aseguraban que miles de inmigrantes de India, Pakistán, Nepal, Bangladesh, Sri Lanka y otros países asiáticos habían muerto en accidentes laborales en las obras del Mundial de Qatar. En unos casos había sido por caídas o electrocuciones; en otros por asfixias causadas por las altas temperaturas; en algunos por suicidios derivados del estrés. Las autoridades qataríes, añadía la información, calificaban de exageradas las cifras de las organizaciones internacionales. En cuanto a las muertes por insuficiencia cardíaca o respiratoria durante el trabajo al aire libre en los meses veraniegos, las consideraban absolutamente naturales en el golfo Pérsico.

—Terrible —dijo ella con acento apesadumbrado al concluir la lectura; le habían parecido bastante más verosímiles las denuncias que las excusas. Dejó la tableta sobre la mesa y preguntó—: ¿Qué se supone que tenemos que hacer nosotros ante esta noticia?

—Nada, absolutamente nada, Adriana. No tenemos que sacar el tema ni en broma. La táctica del avestruz ya nos funcionó en marzo, cuando la selección de Noruega exhibió en Gibraltar camisetas protestando por las muertes en las obras del mundial. Recuerda que aquello no tuvo la menor repercusión política o mediática.

—No la tuvo, es verdad. Pero el tema tampoco está enterrado para siempre. Ya ves, hoy mismo ha vuelto a salir…

—Y volverá a salir cien veces más, como también las polémicas sobre las mujeres, los derechos humanos y el calor. Pero no llegarán muy lejos, no te preocupes. El fútbol ha ido construyéndose un estómago de piedra. —Klaus comprobó que contaba con la plena atención de su interlocutora—. El último mundial honrado fue el que le ganó Alemania a la Naranja Mecánica de Cruyff en Múnich, y eso fue en 1974. El siguiente, el de Argentina, ya resultó obsceno. Se celebró bajo una dictadura militar e incluyó una victoria por 6-0 de los anfitriones frente a Perú, amañada por el general Videla. Me temo que, desde entonces, las exigencias éticas cotizan a la baja en el fútbol internacional.

Adriana apuró los restos del capuchino, se limpió los labios con la servilleta de hilo, que quedó algo teñida de carmín, y dijo:

—O sea, que, si no nos queda más remedio, repetimos nuestro argumentario estándar para situaciones conflictivas. —Impostó una voz de monserga al añadir—: Damas y caballeros, estamos nuevamente ante informaciones falsas o exageradas, sensacionalistas en todo caso. Informaciones motivadas quizá por algún tipo de racismo consciente o inconsciente. Y es que parece que a algunos les cuesta asumir que un pequeño país árabe como Qatar pueda organizar el que va a ser un espléndido campeonato de fútbol… Etcétera, etcétera. Es esto, ¿no?

Klaus revalidó el discurso con un movimiento de la cabeza. Sí, habían ensayado las verdades a medias de aquel argumentario en la cumbre del Adlon. Luego extendió su mano y acarició la de Adriana.

—Comprendo —dijo— que te sientas mal pensando que están muriendo miles de personas para que un país rico pueda celebrar un mundial. Ciertamente, es una puta locura. Pero te lo repito: hace décadas que el fútbol dejó de ser solo un juego democrático, un deporte accesible a los pobres. Ahora tiene mucho más que ver con el espectáculo, el dinero y la política.

Ella asintió con la cabeza; lo sabía.

—¿Vendrías a Tánger si te invitara? —terminó preguntando en tono neutro—. Creo que te gustaría esa ciudad. Han aprovechado la pandemia para darle un buen lavado de cara a las partes más antiguas: la kasbah, la medina, la calle de Italia, la antigua avenida de España…

Un conserje se había acercado a la mesa y parecía hacer gestos de que el taxi de Adriana ya había llegado. Ella lo ignoró: aguardaba la respuesta de Klaus.

—Iría a África o adonde fuera, si tú me invitaras —dijo él—. Aunque tuviera que ir en un abarrotado vagón de metro.

—¿O en Ryanair, que es casi peor?

—O en Ryanair.

No se besaron ni abrazaron al despedirse, se limitaron a entrechocar los codos. Quizá como una costumbre automática adquirida durante la pandemia. Quizá por respeto al pudor religioso de sus patronos del Golfo. Quizá para disimular hasta qué punto había llegado su relación en aquel encuentro berlinés. Probablemente, por todo a la vez.

El conserje introdujo el equipaje de Adriana Vázquez en el maletero del taxi y ordenó al chófer que la llevara al aeropuerto de Berlín-Brandeburgo «Willy Brandt». La viajera se sentó en la trasera del Mercedes, comprobó que llevaba en el bolso el pasaporte, el certificado europeo de vacunación y el resultado negativo de la prueba PCR que se había hecho el día anterior. Entonces, suspiró hondo bajo la mascarilla: hasta la medianoche, si todo iba bien, no llegaría a su casa en la Vieja Montaña.

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Autor: Javier Valenzuela. Título: La muerte tendrá que esperar. Editorial: Huso. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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