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La neuroliteratura no basta: por una literatura indómita

La neuroliteratura no basta: por una literatura indómita

En los últimos años ha cobrado fuerza un campo híbrido —llamémoslo neuroliteratura— que intenta desentrañar los secretos de la creación y la lectura mediante escáneres cerebrales y modelos cognitivos. Sus promotores plantean preguntas seductoras: ¿qué áreas se activan al leer una metáfora?, ¿cómo procesa el cerebro una narración compleja?, ¿qué sucede cuando empatizamos con un personaje? Armados con resonancias magnéticas funcionales (fMRI) y electroencefalogramas, estos investigadores nos invitan a creer que el arte literario puede traducirse al lenguaje de impulsos y sinapsis. La promesa es grande: un “salto cualitativo” en la comprensión de la lectura. Pero antes de celebrar, conviene interrogar la premisa: ¿qué se gana y qué se pierde cuando nos proponemos leer la literatura solo en clave neural? ¿De veras basta con medir activaciones para comprender eso que llamamos experiencia literaria? En estas páginas defiendo una posición sencilla: la literatura es parcialmente traducible al cerebro, pero nunca agotable por él.

Reduccionismo neural vs. experiencia literaria

Existe una fascinación comprensible por hallar la “fórmula neuronal” de la belleza literaria. Si pudiésemos mapear cada matiz emotivo que nos provoca un poema, tal vez —sugiere el entusiasmo— entenderíamos mejor por qué nos conmueve. Sin embargo, esa aspiración, cuando se absolutiza, desliza un riesgo filosófico: el reduccionismo. La neurociencia más dura a veces trata de reducir la mente a impulsos nerviosos, relegando lo mental y lo artístico al plano de lo puramente físico. Trasladado a la literatura, el gesto es problemático: si un soneto de Garcilaso quedara “explicado” por el patrón de activación del lóbulo temporal, ¿qué hacemos con el misterio, la ambigüedad, la ironía, la polisemia, la respiración cultural que ese soneto convoca?

" En literatura las causas son históricas, biográficas, culturales, retóricas; el cerebro es el lugar donde pasa, no necesariamente la clave de por qué pasa"

Un texto literario no se agota en su huella cerebral. Los versos de Lorca o las novelas de Galdós operan en un espacio de significados compartidos que excede su correlato biológico. George Steiner habló de la “real presencia” de la poesía, ese exceso que desborda cualquier análisis. Pretender atrapar ese excedente en un escáner es, cuando menos, quijotesco. Recordemos: Don Quijote enloquece por la hiperrealidad de la ficción, no por un cortocircuito medible. La experiencia literaria implica un vaivén entre autor, texto y lector, una conversación de imaginaciones situada en una historia y en una lengua. El correlato neural puede acompañar y describir aspectos de ese proceso; no es el proceso mismo.

Conviene además no confundir correlación con explicación. Que al leer una metáfora se iluminen ciertas áreas no nos dice todavía qué significa esa metáfora para ese lector en ese contexto. El “ruido” de la teoría —la ambigüedad semántica, la ironía dramática, el no dicho— es justamente el corazón de la lectura. En literatura las causas son históricas, biográficas, culturales, retóricas; el cerebro es el lugar donde pasa, no necesariamente la clave de por qué pasa.

La nueva tentación: optimizar al lector

Tan preocupante como reducir el arte a impulsos neuronales es la tentación de instrumentalizar al lector en nombre de la ciencia. La emergente neurociencia cognitiva de la lectura ha abierto líneas interesantes: investigaciones que sugieren que la lectura literaria puede entrenar ciertas habilidades de atención, de teoría de la mente o de autorregulación emocional; programas educativos que recurren a cuentos para trabajar la empatía. Nada de eso es ilegítimo. Pero la frontera se cruza cuando pasamos de describir efectos a prescribir usos; cuando tratamos la literatura como un fármaco de dosis precisa o un manual de conducta.

"La intención didáctica se entiende: explicar emociones y hábitos con vocabulario científico. Pero el costo literario es alto"

En ese contexto han proliferado los llamados “neurocuentos” para niños, híbridos de relato y autoayuda psicológica moldeados con jerga neuroquímica. Una princesa ya no sueña por hechizo, sino que entra en “sueño profundo” por una descarga de neurotransmisores; un príncipe se enamora porque su cerebro libera dopamina. La intención didáctica se entiende: explicar emociones y hábitos con vocabulario científico. Pero el costo literario es alto. Al traducir la magia a protocolo, la lectura deja de ser viaje de imaginación y se vuelve hoja de ruta con final preaprobado. Se le indica al lector “el modo adecuado de sentir” y “qué debe aprender”, domesticando la incertidumbre que vuelve fértil el relato.

No es un reparo anticientífico: es una cuestión de género y de finalidad. Un material psicoeducativo claro puede ser útil en su ámbito. Un cuento, en cambio, vive de lo no calculado: el temblor del símbolo, la grieta de la metáfora, la indisciplina del asombro. Cuando forzamos esa vida en el corsé de una jerga y un objetivo conductual, la obra se marchita. Donde antes había un huerto en flor, queda un laboratorio impoluto. Y el lector, en vez de explorador de significados, es puesto en el papel de paciente al que se le administran causas y efectos.

"La cultura digital empuja en la misma dirección: cuantificarlo todo. Los algoritmos de recomendación prometen adivinar qué novela nos gustará según patrones previos"

La cultura digital empuja en la misma dirección: cuantificarlo todo. Los algoritmos de recomendación prometen adivinar qué novela nos gustará según patrones previos. Modelos de lenguaje imitan estilos narrativos con sorprendente fluidez. Y, sin embargo, ni el mejor de esos modelos ha producido un Quijote, un Ulises o La ciudad y los perros con la complejidad, la ironía y el alma de su original humano. No es un argumento romántico: es un hecho de indeterminación. Los grandes libros abren mundos posibles que no se dejan cerrar en patrones estables. Cada relectura de Rayuela o de Pedro Páramo enciende sinapsis distintas, sí; pero sobre todo remueve capas nuevas de sentido, produce preguntas imprevisibles, desplaza el suelo del lector.

Incluso en lo formal, la literatura resiste. Pensemos en las novelas fragmentarias, en los montajes de voces, en los juegos narrativos que invitan al lector a convertirse en coautor. Esa libertad lúdica contradice cualquier intento de modelizar la lectura como proceso lineal. La contracultura literaria —de Tristram Shandy a Bolaño— ha consistido en quebrar expectativas. Trazar con regla los contornos de una nube siempre llega tarde: cuando el trazo acaba, la nube ya cambió.

La “baldosa floja” de lo humano

No se trata de negar el aporte de las ciencias del cerebro. Ofrecen metáforas fecundas, hipótesis comprobables, aproximaciones útiles para entender cómo prestamos atención, cómo integramos información, cómo recordamos. Pero tarde o temprano chocan con lo que podríamos llamar la baldosa floja de lo humano: aquello que se resiste a la fórmula. ¿Por qué ese verso nos arranca lágrimas hoy y no ayer? ¿Por qué ese personaje, leído en otra edad, pasa de irritarnos a conmovernos? No hay resonancia magnética que capture el cruce de biografías, historias, pérdidas y descubrimientos que una lectura convoca.

En términos filosóficos, la neuroliteratura opera con una ontología suficiente para describir correlatos, no para clausurar significados. Las activaciones cerebrales no son traducciones de sentido; son sus acompañamientos físicos. Si confundimos niveles, caemos en la falacia de creer que la explicación causal sustituye la comprensión hermenéutica. Y entonces corremos el riesgo de despojar la lectura de su indecible, de su margen de misterio.

Ética del escritor, soberanía del lector

Hay además un plano ético. La literatura no es un instrumento para “arreglar” al lector; no es una herramienta de disciplina emocional. Puede curar, consolar, despertar; puede también inquietar, herir, descolocar. Su valor no es la promesa de resultados, sino su libertad. Convertirla en protocolo de intervención puede satisfacer ansiedades técnicas (¿funciona? ¿aumenta la empatía? ¿reduce la ansiedad?), pero empobrece su razón de ser. En el extremo, la “optimización” del lector simula éxito pedagógico a costa de la autonomía de la lectura.

Desde el lado del escritor hay otra trampa: confundir técnica con garantía. Ninguna receta de best seller sustituye la singularidad de una voz. La ingeniería narrativa existe, y conocerla ayuda; confundirla con la literatura misma es como creer que la partitura es la música. El oficio importa, pero no domestica el duende.

Un pacto posible: diálogo, no domesticación

Dicho esto, no propongo un divorcio entre neurociencia y letras. El diálogo es posible si se funda en humildad. La neuroliteratura tiene un lugar claro: describir con finura cómo prestamos atención y cómo recordamos cuando leemos; trazar mapas provisionales de los afectos que despiertan ciertas formas y ritmos; tender un idioma compartido entre humanidades y ciencias que desactive prejuicios y acerque preguntas. Hasta ahí, bienvenida: como lámpara que ilumina, no como sol que lo eclipsa todo.

"En un mundo fascinado por medir y predecir, defender la incuantificable subjetividad de la lectura es una forma de resistencia"

Donde conviene poner el freno es en la tentación de dictar emociones o significados “adecuados” para cada texto, evaluar la calidad de una obra con métricas de laboratorio o sustituir la crítica, la historia literaria y la teoría por el catálogo de activaciones de un escáner. La medida no es la lectura. El correlato no es el sentido. La literatura no necesita tutela técnica para justificar su potencia.

En un mundo fascinado por medir y predecir, defender la incuantificable subjetividad de la lectura es una forma de resistencia. Una novela puede cambiarnos de un modo que ningún encefalograma sabrá captar; un verso puede abrir una fisura en la biografía del lector por la que no entra la estadística. La experiencia estética no se rinde sin restos: queda un margen de opacidad, un silencio fértil, un “no sé qué” que nos llama a volver a la página. No defiendo la oscuridad por la oscuridad, sino la libertad: la del autor para no escribir al dictado de la dopamina, y la del lector para perderse sin brújula, malentender, descubrir que el personaje secundario —y no el héroe— era la llave secreta de la historia. Ahí vive la literatura.

Brújula para tiempos de escáner

El siglo XXI nos ha regalado una imagen poderosa: el cerebro encendido como una ciudad nocturna. Que ese resplandor no nos haga confundir mapa con territorio. La neuroliteratura podrá cartografiar rutas, reconocer patrones, afinar hipótesis; bienvenidas sean si no olvidan que el territorio de la lectura es más vasto que su cartografía. Mientras exista un lector dispuesto a abrir Don Quijote, Rayuela, Pedro Páramo o La ciudad y los perros sin otra garantía que su sensibilidad, la literatura seguirá indómita. La ciencia puede describir cómo caminamos; la literatura decide adónde vamos. Y a veces —las mejores— nos lleva a lugares que ningún modelo sabía que existían.

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Alfredo Rojas
1 mes hace

Interesante…se está desconociendo la mente, el psiquismo ..reemplazando lo por la explicación neurofisiologica…pero llevando a un reduccionismo manipulador. La mente es la dopamina…..se feliz siguiendo a internet, pero no profundices ni cuestiones.,procura que se genere dopamina y oxitocina y ya..

Euler myes
Euler myes
1 mes hace

El artículo confunde límites técnicos con fronteras ontológicas: que hoy no podamos medir toda la complejidad de la lectura no significa que exista algo “fuera del cerebro”. Nadie sin cerebro puede percibir literatura. La conciencia estética no necesita una sustancia fantasmal: es más admirable que surja de procesos neurales reales que de un misterio vacío.

SABRINA ANALIA CABRERA
SABRINA ANALIA CABRERA
1 mes hace

La Ciencia: 1 “más” 1 es igual a 2.
El Arte: uno y otro 1 no es siempre te da 2 (Música colombiana. No es textual).
La Espiritualidad: 1 sumado 1 sumado 1 es igual a 1. (Macedo).

“La experiencia literaria implica un vaivén entre Autor, texto y lector, una conversación de imaginaciones situada en una historia y en una lengua”.
La Libertad Lieraria (Ética del Escritor, Soberanía del lector) es su razón de ser.
El Estado de Ánimo, la edad (experiencia) nos lleva a cómo relacionarnos con la Literatura en términos de aquello que omitimos y después le damos la valía de descubrimiento, cuando volvemos a un retazo leído, la confección de redes (cómo lo dijeron otros) , etc.
A partir y desde Rosa Amor

La neuroliteratura puede intentar instalarse para domesticarnos (contabilizarnos y decirnos qué hacer).
La subjetividad de la lectura = resistencia (Olmo). Eso lo dice TODO.
El posteo empieza “En los últimos años ha cobrado fuerza un campo híbrido -llamémoslo
neuroliteratura- que intenta desentrañar los secretos de la
CREACIÓN y la lectura mediante
escáneres cerebrales y modelos
cognitivos”.
La neuroliteratura o ignora que desde nuestra aparición en la Tierra pensamos e intuimos o se contradice.
Ella misma es su propia resistencia y vacío.