Género espurio, tanto para los amantes del rock como para los de la ópera, esto no supuso impedimento alguno para que los ajenos a la autenticidad de las distintas músicas —dicho de otra manera, el grueso de las audiencias, los que escuchan y siguen el ritmo sin más contemplaciones— elevasen la ópera rock a la cima de la banda sonora del año 75.
Desde que el 12 de octubre de 1971 Andrew Lloyd Webber y Tim Rice estrenaron en Broadway, en el Mark Hellinger Theater, su Jesus Christ Superstar —escenificación de un álbum conceptual homónimo puesto a la venta un año antes—, la fusión entre el rock —el repertorio de Cristo en la versión original estaba interpretado por Ian Gillan, vocalista de Deep Purple— y el Nuevo Testamento estaba siendo tan jubilosa que la Iglesia no cesaba de congratularse. Incluso aquí en España, donde, hasta no mucho antes, en Viernes Santo, había adultos con camisa de nazareno que se creían capacitados para llamar la atención a cualquiera que tararease una alegre melodía por la calle, Jesucristo Superstar, la versión fílmica de aquel éxito de Broadway, estrenada por Norman Jewison en 1973, estaba gustando.
Llegó en la Semana Santa del 75. Su estreno fue a poner fin a décadas de peplums bíblicos o filmes piadosos —Quo Vadis (Mervyn LeRoy, 1951), La túnica sagrada (Henry Coster, 1953), Marcelino pan y vino (Ladislao Vajda, 1955)…—, programación obligada en aquellos “días de dolor”. Hubo sectores del integrismo católico más recalcitrante que acusaron aquella visión moderna del Calvario de ser poco menos que una herejía. Así, los guerrilleros de Cristo Rey arrojaban botes de pintura a las pantallas de los cines madrileños donde se exhibía. Pero también es cierto que aquella fue una de las primeras veces que se vio a la Policía Armada, los temidos “grises”, cargar contra aquellos integristas de la vieja fe y la vieja España. Aquella nueva iglesia española, que cantaba en sus misas una paráfrasis de “Blowing in the Wind”, parecía imponerse a la del nacionalcatolicismo, precisamente por la popularidad de Jesucristo Superstar. Camilo Sesto, uno de los cantantes favoritos de aquella España, ya preparaba una versión autóctona de aquel libreto de Andrew Lloyd Webber y Tim Rice. “I Don’t Know How to Love Him”, “Superstar”, “Everything’s Alright”, “Gethsemane” y “Heaven on Their Minds”… estaban empezando a traducirse. En la banda sonora de aquel tiempo, raro era el éxito internacional que no conocía una versión española.
Puede parecer una perogrullada, pero puestos a hablar de aquella ópera rock, que hace ahora cincuenta veranos vivía su mejor momento, se impone empezar puntualizando: se llama ópera rock a aquel género musical que fusiona la narrativa dramática de la ópera con el rock. Dada la frecuencia con la que estas obras se confunden con los álbumes conceptuales —Axis: Bold as Love (1967), de Jimi Hendrix, La ascendencia y caída de Ziggy Stardust y las arañas de Marte (1973), de David Bowie; The Dark Side of the Moon (1973), de Pink Floyd—; o con esas suites en las que se expresaba el rock sinfónico por esas mismas fechas —Close to the Edge (1972), de Yes; A Passion Play, (1973), de Jethro Tull; Tubular Bells (1973), de Mike Oldfield…— parece pertinente poner los puntos sobre las íes.
La característica principal de la ópera rock es contar una historia compleja a través de canciones interconectadas. Sentado esto, qué es y qué no es una ópera rock, debemos remontarnos a los comienzos del género, tan espurio para los amantes del rock como para los de la ópera. Suele decirse que el pórtico fue la publicación de Tommy (1969). El cuarto álbum de estudio de The Who está considerado la primera de estas producciones, si bien, curiosamente, no fue representada en un escenario hasta los años 90, cuando la ópera rock ya estaba en franca decadencia. A España llegó en 1975, en una adaptación fílmica de Ken Russell con Roger Daltrey, Eric Clapton y Tina Turner entre sus protagonistas. Sus espectadores eran muy diferentes a los de Jesucristo Superstar¸ como lo eran “I’m Free”, “Pinball Wizard”, “See Me, Feel Me” y el resto de las canciones de aquellos salmos sincopados de Jesucristo Superstar que estaban renovando la fe de tantos feligreses. Hoy, medio siglo después, todos parecen confundirse en la lejanía. Pero entonces, poco tenían que ver unos con otros.
Desde que el gran Chuck Berry publicó “Roll Over Beethoven” (1956), el rock había sido la antítesis de la música sinfónica, cuyos cultivadores, en el mejor de los casos, se referían a la música que habría de poner en marcha la sedición juvenil de la centuria pasada como “canción ligera”. Por no hablar de cuando la calificaban como mero “ruido”. Para el rock, ese afán de sinfonismo fue un movimiento espurio, contra el que se alzó el punk en el 77.
Tras la catarsis, la ópera rock no volvió a ser ni sombra de lo que fue aquel verano del 75. El tiempo, que siempre pone a todo y a todos en su sitio, alumbró una calificación más adecuada: teatro musical. Así, no hay por qué confundir Evita (1978), también de Tim Rice y Andrew Lloyd Webber, con El cordero yace en Broadway (1975), aquel álbum nunca olvidado de Genesis.


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