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La otra versión de «Morir matando»

La otra versión de «Morir matando»

Las historias de la Guerra Civil española tienen, a menudo, distintas versiones según los puntos de vista. En relación con el artículo «Morir matando» de Arturo Pérez-Reverte, publicado el 20 de mayo, la señora doña Concepción Brun Bailín ha publicado con extrema corrección este texto entre los comentarios de los lectores, negando algunos de los hechos que sostiene el historiador don Diego Navarro Bonilla, en cuya investigación sobre el suceso se apoya el relato publicado. Para dar voz a todas las partes, y como es de justicia hacerlo, Arturo Pérez-Reverte, autor del artículo, nos pide que lo destaquemos en pieza separada.

Mi padre, Don Juan Ramón Brun, tenía un corazón que no le cabía en el pecho. Jamás negó a nadie su ayuda y jamás señaló a nadie para ser purgado.

Hubo un tiempo en que el director del Banco Zaragozano de Zuera le rogó ser corresponsal del banco en La Paúl, porque había un corresponsal de Banesto que gestionaba todo el dinero del pueblo. Don Juan Ramón Brun no estaba hecho para esos menesteres; y así quedó demostrado cuando vinieron los del Banco Zaragozano a advertirle que la cuenta de Don Juan Ramón en el Banco Zaragozano estaba en números rojos. Mi padre, Don Juan Ramón Brun, no había devuelto ni una sola de las letras vencidas y no abonadas por sus vecinos pauleros, pero que sí habían sido cobradas por el banco en su cuenta personal. Mi madre estaba desesperada, pero el argumentaba que a nadie le gustaba deber, y que «ya las pagaran cuando puedan». Podría contar un sin fin de anécdotas similares. Por ejemplo: en La Paúl no había puente para cruzar el Gállego, por lo que tenía que ser vadeado con los carros cargados de trigo, remolacha, etc. Tras cada modificación del cauce por las riadas, antes que nadie intentara vadear el río, mi padre hacía un zig-zag montado en su yegua para advertir a sus vecinos de donde podía aparecer el peligro. Otra más, cuando una caballería, quizá la única que había en la casa se ponía enferma, los dueños se sentían angustiados por perder ese tan preciado bien, y la gente lloraba como si se tratara de un familiar. Dado su profundo conocimiento de las caballerías, a cualquier hora del día o de la noche, venían los pauleros a que mi padre les dijese qué es lo que padecía su animal. Él iba siempre.

Sin embargo, no era ni comunista, ni anarquista, ni socialista. Sin asistir jamás a un mitin, ni conocer los puntos de la Falange, pidió el carné de falangista por ser lo más opuesto al comunismo. Ahora bien, él, siempre nos educó para ayudar al necesitado. Cuando yo era pequeña, con un cierzo helador en La Paúl, me mandaba felicitar la Navidad a los más vecinos más humildes, y a llevarles pan, tocino y 25 pesetas para que compraran carne. Esto era en los años 40, en plena post-guerra. Siempre nos hizo saber lo mal que lo pasaban los pobres en invierno, con frío y hambre.

Este es un breve perfil del hombre al que el pariente de Don Diego Navarro Bonilla condenó a muerte sin conocerle, solo porque no pensaba como él. Estoy segura de que el profesor Navarro Bonilla, a quien admiro por su trabajo de investigación en su libro «Morir Matando», hubiera contado el suceso de lo que pasó en La Paúl con la verdad, si la hubiera conocido. Los hechos que narra en su libro no tienen nada que ver con lo que ocurrió. Su relato es confuso y novelesco. Había que crear un villano para poder justificar el odio que habían sembrado en su desgraciado y obcecado pariente; que ni conocía a mi padre, ni tan siquiera sabía donde vivía.

Efectivamente, hubo un primer encuentro en el que mi padre despistó a los anarquistas diciendo que él era Miguel Gracia (para su información, el dueño del bar y la tienda de ultramarinos de La Paúl). También es correcto que dio parte a la Guardia Civil de lo que le había pasado y que pidió ayuda. Vinieron de Gurrea, y dado que Don Juan Ramón Brun conocía bien el pueblo, distribuyó a los Guardias Civiles por las salidas; dándoles una consigna para que no le dispararan un tiro en la oscuridad cuando volviera para levantar la guardia. Todo se mantuvo en calma, podía ser que los que habían venido se hubieran ido ya. Mientras tanto mi padre estaba expectante en casa. Los guardias civiles, viendo que no ocurría nada, abandonaron los puestos donde mi padre los había dejado y se reunieron en casa del alcalde. Don Juan Ramón fue a levantar los puestos de guardia, y al dar la consigna se encontró con la sorpresa de que los anarquistas ocupaban el lugar de donde antes estaban los guardias civiles. Continuó afirmando que él era Miguel Gracia así que los anarquistas lo obligaron a ir a su casa para comprobarlo. Allí estaban sus suegros, octogenarios, mi madre y su hermana María, mi hermano (6 años) y yo (4). A todos, excepto a los niños que seguíamos durmiendo en la misma habitación, los metieron en la cocina y mientras unos registraban la casa, otro con el arma dispuesta vigilaba a los de la cocina. Mi abuela pidió beber agua, había una tinaja ahí mismo. Le fue negada la petición diciéndole que no le haría provecho porque iban a morir.

Mientras tanto mi madre pidió permiso para ir a la habitación donde dormíamos los pequeños. Arguyó que si nos despertábamos armaríamos jaleo, porque nos asustaríamos al verlos y crearíamos problemas. A esto si accedieron. Al atravesar el comedor, mi madre vio por la ventana que su hermano Gabino y la Guardia Civil estaban allí. ¡Había ocurrido un milagro! Antonio de Francisqué (que no Francisco Ortiz) que volvía a su casa por el barrio de la acequia, oyó decir en la oscuridad de la calle las siguientes palabras que venían desde la puerta falsa del corral: «Esta noche no se escapa. Ahora sí que va a morir». Antonio, retrocediendo sus pasos, fue a Casa Antón (la del alcalde) a contar lo ocurrido, donde se encontró a la Guardia Civil. Inmediatamente los guardias se apostaron frente a la casa acompañados de Gabino. Mi madre, volviendo a la cocina cruzó una mirada con mi padre y, con un gesto, le hizo entender que saltara por la escalera. Una ráfaga de tiros se incrustaron el la pared del rellano, pero afortunadamente mi padre ya había doblado la esquina; sin embargo, por más que gritó diciendo que era Juan Ramón, al salir corriendo a la calle recibió un tiro en el pecho que le penetró en el pulmón. La bala se alojó junto al corazón, por lo que jamás le fue extirpada (por cierto, esa fue la única herida de bala que su cuerpo recibió en toda su vida). Tras mi padre salieron los anarquistas de la casa y murieron en el tiroteo, aunque uno de ellos, herido de muerte, se incorporó y mató a un guardia civil.

La ambientación de la narración en el libro no es fiel. Presenta un pueblo con iluminación, cuando en aquella época era excepcional (no había farolas). Solo algunas noches había un hilo de luz en algunos puntos gracias al pequeño salto de agua cercano. Por otra parte, aunque uno de los atacantes revolvió un armario, no le dio tiempo a más. Y lo hizo con cuidado porque había dos niños durmiendo que no convenía despertar. En cuanto a los guardias civiles, estuvieron primero donde los coloco mi padre (en las salidas del pueblo), después en casa del alcalde, y por último, silenciosos esperando fuera de la casa junto a Gabino. Pero nunca hubo otra gente armada en las calles del pueblo. Seguramente, estaban expectantes sin saber si era mejor estar fuera o intentar entrar, por si al entrar ponían en riesgo a la familia. El resto del pueblo dormía, pues efectivamente era de noche.

A usted y a Don Diego Navarro Bonilla puedo contarles lo que ocurrió en otros momentos en que intentaron matar a Don Juan Ramón. Puedo decirles con satisfacción, que no todos los «rojos» eran criminales. Un día, vecinos de La Paúl junto a dinamiteros rojos de Tormos detuvieron a mi padre y lo llevaron a la tapia. Ahí, preguntó a los dinamiteros si le dejaban hablar antes de matarle. Accedieron. Con aplomo manifestó: «Ustedes no me conocen, nunca nos hemos visto. O sea que alguno de los que les acompañan ha tenido que señalarme». Y, uno por uno preguntó a los pauleros «no habrás sido tu… que te ayudé…» recordando el momento y situación. Ninguno negó lo que mi padre decía y los temidos dinamiteros le dijeron: «Vete a casa». Pese a estas duras experiencias, cuando “el carnicero” (sobre nombre ganado por un vecino de Zuera por las purgas que realizó en la post-guerra en los pueblos de la zona) fue a La Paúl a preguntar “a quien había que purgar de los malos” mi padre contestó que “en La Paúl no había malos”. Ante la incredulidad del “carnicero”, que sabía que habían ido a por Don Juan Ramón más de una vez, insistió. Mi padre le dijo que “si hubo alguno, ya se ha ido. Aquí no hay ninguno”. Esto se lo contó un vecino de Zuera a mi hermano cuando se casó y se fue a vivir allí.

Espero de su caballerosidad una disculpa pública por el daño que se ha hecho a Don Juan Ramón Brun por la difusión de una falsa imagen que nada tiene que ver con mi padre.


Firmado: 

Concepción Brun Bailín

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