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La película de Colombo

La película de Colombo

Dos veces me invitaron a Norteamérica. Yo aprecio y admiro a la democracia norteamericana. A la ida y a la vuelta me encontré con escritores latinoamericanos, en algunos casos profesores de las universidades célebres de Norteamérica, que despreciaban al país anfitrión, e incluso le deseaban su derrota. En esta ocasión yo presentaba un libro de mi autoría, en la Universidad de Berkeley, en California. Me alojaba en un hotel en la ciudad de San Francisco. Por mucho que me guste caminar, las subidas y bajadas de las calles de esa urbe me obligaron a reducir mis itinerarios. Las pocas veces que en mi infancia, al cambiar de canal, pasé involuntariamente por la serie televisiva Las calles de San Francisco, no podía imaginar que el mayor mérito de los oficiales era superar esas cordilleras de asfalto. En Alcatraz, junto a un mar quieto, almorcé cangrejo, observando cómo los lobos marinos se mataban a dentelladas por una hembra. La escena me entristeció. Esa noche me invitaron a cenar tras mi charla, en un restaurant giratorio, con un menú giratorio también: una interminable variedad de vituallas asiáticas en sus respectivos platos en una cinta móvil. Los comensales elegíamos a discreción. Cada plato tenía un precio. Afortunadamente yo no debía ocuparme de mi propia suma. Le compartí espontáneamente a uno de los académicos un pequeño brochet de pato, para que probara: resultó que era vegetariano, yo había “contaminado” su vajilla, y no me habló por el resto de la noche, aunque lo tenía sentado al lado. En algún momento del giro del salón comedor, distinguí una casa, sobre la costa, iluminada como si fuera de día, que me recordó capítulos de Colombo, mi detective favorito. Al mencionarlo, alguien comentó que el señor de la cabecera de la mesa había sido uno de los productores de no sé cuál de los largometrajes televisivos de Colombo de los años 90, cuando ya no era más una serie. Abandoné mi puesto, me fui a sentar al lado del productor e improvisé mi chapucería en inglés.

Desde hacía una década yo tenía la idea de recuperar el personaje de Colombo, con algún actor relevante, para un estreno cinematográfico: como se había hecho con El Agente 86 o El agente de Cipol o El Santo, entre otros. El productor me echó flit explicándome, desganado, que Colombo dependía de Peter Falk, su actor protagónico. No había otro intérprete posible para ese personaje. Sabiendo que cometía un sacrilegio (de algún modo, contra la singularidad de Colombo y Peter Falk), insistí, porfiando con el anhelo de una generación de espectadores televisivos del siglo XX, en todo el mundo. El productor ubicó como primeros en la fila a El hombre nuclear y Dos tipos audaces. Pero de todos modos me invitó a resumirle el cuento de la película de Colombo.

Tomé una copa de vino californiano y fui a por lo mío.

Uno de los capítulos memorables de Colombo —aunque la serie, como bien señalaba el productor, estaba más basada en el alma de Colombo que en la precisión de cada capítulo por separado— es Etude in black. El villano, un director de orquesta, lo interpreta John Cassavetes, amigo de Peter Falk en la vida real. (Qué apellidos espectaculares, cabe acotar). Mi argumento retomaba al director de orquesta, Alex Benedict, a la salida de prisión, luego de cumplir su pena por asesinar a una pianista.

Un periodista descubre que Benedict, cuando mueve la batuta, hace cualquier cosa. No dirige la orquesta. Cada músico toca según su propia partitura, mirando al director como si lo siguieran; pero sabiendo que es un orate, un ignorante que solo mueve la batuta, sin ton ni son. Les pagan no solo para que ejecuten sus respectivos instrumentos, sino para que acompañen la impostura. Es la constelación disparatada de un inútil con carisma y suerte.

El periodista, Elliot Munch, ha reporteado y reseñado durante años, favorablemente, al falso director de orquesta; pero algo había despertado sus sospechas, poco antes de que Benedict cometiera el crimen y fuera apresado.

Cuando Benedict, 20 años después, sale de prisión, Munch le envía como cebo a su atractiva e inescrupulosa novia, para hallarlo in fraganti.

Descubierto Alex Benedict, Munch lo extorsiona.

O le paga una cifra millonaria, o revelará su fraude.

Benedict intenta matarlo, y el periodista, defendiéndose, en la escaramuza, le clava la batuta de oro, puntiaguda, en el corazón, ultimándolo. El largometraje comienza, inusual en un episodio de Colombo, con esta lucha física entre ambos varones. El triunfo coyuntural del periodista es el homicidio inicial de rigor en la serie.

El productor me miró durante un rato, entre interesado e incrédulo, sacó un habano, se lo puso en la boca sin encender, y me preguntó si yo creía que Benedict había perdido sus conocimientos de director de orquesta en la cárcel, o había sido un impostor desde siempre.

—Desde siempre —declaré—. Antes de matar a la pianista, en Etude in Black, la encargada de pagarle a la orquesta era su suegra, secretamente enamorada de él, como bien se intuye en el episodio de referencia. Al salir de la cárcel, Benedict descubre que la ex suegra lo ha dejado como único heredero de su millonaria fortuna. La ex esposa ya no quiere saber nada de él.

Pareció que el productor objetaría esta última línea, pero solo se quedó en silencio, sin decidir si responderme o no. En ese intercambio vacío, sintiendo el giro del restaurant como si fuera la propia Tierra, agregué:

-Supongo que Benedict ya no está peleando tanto por el dinero o por temor al escándalo, sino porque repentinamente sabe que esa joven mujer, la novia de Munch, ya no lo mira con interés. Ella está fingiendo. Por eso se lanza contra Munch, y muere.

Hice una pausa y rematé:

—Un asesino como Benedict, nunca debió haber salido de prisión.

El productor se puso de pie, salió al balcón (el único espacio no giratorio), se encendió el habano, y fumó durante un rato, como si dialogara consigo mismo. Dejé de verlo cuando el comedor orbitó, pero en la segunda vuelta, a lo lejos, tenía un cierto aire a Colombo, con el habano y la mirada perdida. En los postres, como si hubiera olvidado totalmente mi sinopsis y hablara de otro asunto, apuntó:

—Solo una cosa más. ¿Y si es la ex esposa de

Benedict quien le deja saber a Munch, de modo aparentemente casual, que Benedict es un fraude?

Me atraganté con una porción especialmente espinosa de un tamarindo chino en un raro almíbar; y asentí, efusiva y silenciosamente.

El productor dijo que lo pensaría y que pediría mi contacto al organizador de mi visita, si era necesario.

Desde entonces, algunas noches cálidas, o de clima indefinible (propias de la primavera porteña), como aquella a la salida de Berkeley, en algún lugar de California, imagino que me sonará el teléfono, con una característica desconocida, y Colombo me dirá, con su voz inconfundible: solo una cosa más.

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(Este cuento fue publicado en el diario Clarín de Argentina).

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