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Dos magos

El caos destruía el Reino Medio. El Emperador atestiguaba la desintegración de sus dominios. Todo bajo el cielo se derrumbaba. El Imperio existía desde siempre, y se reunificaría alguna vez, pero el Soberano quería ser recordado como quien había rescatado la armonía para sus súbditos, o ser olvidado como el incapaz de conseguirlo. Los Señores de la Guerra asolaban los campos, las ciudades, batallaban entre sí, regaban los suelos con la sangre y los cadáveres de niños, mujeres, ancianos. El Hijo del Cielo había recurrido a sus estrategas, jefes militares, sabios y hasta a extranjeros: en vano. Solo la magia, decidió, detendría la catástrofe. De entre los magos de renombre y comprobables antecedentes, dos muy distintos podían aspirar al podio de Gran Mago Imperial: el mago Ying y el mago Tzu.

Ying, nacido en el campo y en cuna pobre, de adolescente se había trasladado por su cuenta a la ciudad. Frisando la cincuentena, aparentaba cuarenta. Era apuesto, cínico y seductor. Sus trucos exhibían espectacularidad: convertía un madero en un lingote de oro, revivió a un decapitado, logró que la lluvia siguiera su carruaje.

El mago Tzu era ya anciano, y nadie recordaba su juventud. Su vida había transcurrido nómade entre los miserables poblados paralelos al río. Gracias a su permanente oficio de mago, nunca le había faltado qué comer, ni qué beber ni dónde dormir. Era un hombre solitario: se le acercaban para pedirle ayuda. No se resentía de esta circunstancia. Ni desharrapado ni desaseado, tampoco atractivo. Alto y de mirada perdida, caminaba con cierto desgarbo. Su barba terminaba en punta y usaba siempre las mismas ropas, limpias. Sus trucos, discretos, salvaban vidas y cosechas. No era médico ni granjero, ni labrador ni brujo. Escondía sus prodigios como efectos de la naturaleza.

El mago Ying lucía túnicas doradas, bohemia barba de días, sus ojos centelleaban. Caminaba como un animal predador y elegante. Pronto ambos magos se encontrarían frente al Altar del Emperador, dentro de la Ciudad Prohibida, en la Arena de los Eunucos.

Competirían delante del Hijo del Cielo, y el vencedor dirigiría a los incontables ejércitos imperiales. Tanto el Emperador como sus principales cortesanos auguraban que esa decisión sería la raíz de la reunificación del Reino Medio por los próximos mil años: una eternidad para cualquier otro reino, pero un período razonable para el Reino Medio.

Mientras los contendientes, Ying y Tzu, se acercaban a Palacio, corrían por los senderos del reino los rumores de que dentro de la Ciudad Prohibida las intrigas acechaban al Emperador. Aquel tramaba un asesinato, este otro un veneno que lo dejaría estéril, una concubina planeaba una huida o traición. El Emperador neutralizó estas amenazas palaciegas por medio de las maniobras de sus espías. Sin embargo, el sueño del Hijo del Cielo oscilaba. Solo podría descansar cuando uno de los dos magos fuera electo, garantizara la calma en el Reino y la lealtad dentro de la Ciudad Prohibida.

Ying llegó en su carro de maderas perfumadas tirado por cuatro caballos, con un cochero exclusivo y dos bellas acompañantes. Tzu llegó a pie, podríamos decir que solo, quizás acompañado por el polvo de los caminos, y un conejo bajo el brazo. Durante años, en secreto, se había dedicado a enseñarle a hablar. Ese sería el truco con el que intentaría ganar el veredicto del Emperador.

Los dos magos fueron recibidos ceremoniosamente por los funcionarios respectivos de la Corte Imperial. Se les asignaron sus aposentos. Pudieron asearse y cenar. Al día siguiente, antes de almorzar, sería la compulsa. Uno de los dos almorzaría en Palacio; el otro, se marcharía del Reino para siempre. Ying y Tzu aceptaban las consecuencias del triunfo o el fracaso, porque no casaba con el Orden en la Tierra el rencor latente de un gran mago derrotado.

El Hijo del Cielo ocupaba un sitial y trono en lo alto de las gradas. Apenas por debajo, a la derecha, su jefe militar, su ministro y el escriba. En ubicación decreciente, los principales administradores de los distintos asuntos del Reino Medio. Dos eunucos trasladaron en palanquín al Hijo del Cielo hasta la arena, cuando el Soberano indicó que presenciaría el evento in situ.

A una señal del Ministro de Ceremonias, se dio por comenzado el combate. Ying se hizo invisible. Sin mamparas, ni luces ni cualquier otro subterfugio. Desapareció a la vista y presencia del mundo y sus habitantes. Su voz estentórea, precisamente engolada, sonó en el aire:

—Soy invisible, Emperador. A tu servicio.

Los ministros, funcionarios, eunucos, permanecieron con la boca abierta y los pensamientos perplejos. El portento de Ying se imponía como el comienzo de una nueva era. Olvidaron a Tzu. No dudaron: el mago Ying había ganado la partida. ¿Quién podía superar a un hombre invisible para reparar las heridas del Reino Medio, reunificar los dominios del Emperador, desarmar a los señores de la guerra?. También Tzu se consideró despojado. Debería marcharse de su amada tierra y de su gente. ¿Qué sería de su pobre conejo? ¿Lo convertirían en el almuerzo de Ying? Pero entonces el animal, como si temiera por su propio destino, aprovechando el don que le había sido conferido a través de pacientes años de enseñanza a la luz de Confucio, susurró a su maestro:

—Mago Tzu, lo importante no es que el conejo hable: sino lo que el conejo diga.

Como impulsado por un viento del este, Tzu acercó el conejo al oído del Emperador. A diferencia de su Corte, de sus eunucos, y de su Ministro de Ceremonias, el Hijo del Cielo no había abierto la boca, ni expresado su admiración ni su sorpresa. Hasta las concubinas, misteriosamente, habían llegado a saber de la invisibilidad de Ying, que ya había reaparecido, como un astro que se descubre súbitamente. Pero el Emperador aguardaba, como si el Cielo fuera a revelarle su último recurso. Sin embargo, fue el conejo el que habló, solo para los oídos del Emperador, que lo escuchó con los ojos cerrados, sumido en su propia atención:

—Señor de Todo, Hijo del Cielo, Emperador: ¿con un mago como Ying dentro de la Ciudad Prohibida, con el poder de hacerse invisible, dormirás en paz?

El Emperador entreabrió los ojos, una mirada sutil y astuta se dibujó en su rostro. Decretó:

—El mago Ying será exiliado en este instante del Reino Medio. El mago Tzu es el Gran Mago Imperial.

Con la firme y tranquila destreza del mago Tzu, el Reino Medio fue reunificado y así permaneció por los siguientes mil años. Del mago Ying no volvió a saberse, hasta el mismo día de hoy.

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(Este cuento fue publicado en el diario Clarín de Buenos Aires)

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