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La península de las casas vacías

La península de las casas vacías

David Uclés ha invertido quince años de su vida en la escritura de esta historia sobre la Guerra Civil Española en clave de realismo mágico. En su interior, la descomposición de una familia, la deshumanización de un pueblo, la desintegración de un territorio y, sobre todo, la existencia de una península llena de casas vacías.

En Zenda reproducimos en Prólogo de La península de las casas vacías, de David Uclés (Siruela).

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Prólogo

Altiplano de Glières, Francia; marzo de 1944

En mitad del cielo, una nube deja de moverse. Se distingue bien de las demás porque flota solitaria. Carece de contorno y es de un tono más pardusco. Se ha detenido sobre el cuerpo de un miliciano andaluz que yace bocarriba en el manto de nieve que cubre el valle. Solo destacan el rosa tibio de la piel del soldado desnudo y el púrpura de sus heridas, en especial el de la cicatriz del hombro, recuerdo de una batalla que no recuerda.

El miliciano no está muerto, duerme con la boca abierta y los pies entre gladiolos. Cuando abre los ojos, la nube despierta también y retoma el movimiento, pero no en dirección nordeste, hacia donde los vientos saboyanos suelen barrer el cielo, sino hacia el suelo. El joven observa que está cada vez más cerca. Se incorpora con la intención de huir, pero no puede caminar. Aprecia despavorido que su propia sombra, proyectada sobre la nieve, no tiene piernas. Antes de echarse las manos a las pantorrillas para comprobarlo, se las lleva a los oídos. Un sonido agudo y familiar lo envuelve. Alza la vista y reinterpreta las señales. No se trata de un nublo, sino de un obús. Se lanza de nuevo al suelo y cierra los ojos. Escucha el fragor de la explosión. No lo ha alcanzado, aunque sabe que las heridas graves no duelen al instante.

Vuelve a abrir los ojos y se reincorpora, feliz de sentir las piernas. Se palpa el resto del cuerpo y se calma al hallarse de una pieza. El paisaje es ahora otro: la noche ha caído y, pese a que no hay luna ni fuego y a que todo debería estar sumido en una untuosa oscuridad, la nieve deja entrever el verde de los abetos, intenso y refulgente, así como el marrón franciscano de los troncos.

Recuperado, decide adentrarse en el bosque. Pisa la linde y, a traición, recibe un disparo en el cuello. La bala le destroza la yugular. El miliciano grita de dolor. Sabe que la herida es mortal. Se lleva los dedos al agujero para intentar taponarlo. Lo que toca no parece 18 sangre, es rugoso y menos adherente. Aprecia que de la herida le sale arena fina. Por mucho que aprieta, la tierra no deja de manar. Nota que se le desinfla el cuerpo, que se le escapa la vida. Y desfallece.

El miliciano andaluz está soñando. Encadena una pesadilla con otra. En los últimos años, sobre todo durante la guerra civil de su país, ha visto tanto dolor y tantas muertes que estas han empezado a aparecérsele mientras duerme. Teme que, si ve morir a más gente, el sueño se le haga perpetuo y nunca despierte. Angustiado, a la mañana siguiente pide a sus compañeros que lo dejen abandonar el frente. Los milicianos se encuentran en los Alpes, luchando contra las tropas fascistas en la Segunda Guerra Mundial. Sus camaradas aceptan facilitarle la retirada.

El miliciano les hace prometer que, si muere en el camino, cumplirán su última voluntad: que el nombre grabado en su tumba sea el de su padre: Odisto Ardolento. Dice que lo mataron en la guerra civil íbera y nadie pudo encontrar su cuerpo. Les explica que así lo honraría. Sus compañeros le dan su palabra, aunque insisten en que no morirá. Pero se equivocan: al día siguiente, tras más de setenta días en los Alpes resistiendo los ataques enemigos, decenas de ellos pierden la vida. Hitler los sorprende desprevenidos. Los nazis llegan rasurados y cubiertos de talco para camuflarse entre la albura de la nieve, que enseguida teñirán de burdeos.

Al atardecer, el crepitar de la batalla da paso al fragor del fuego, roto por los mugidos de una vaca que corre ciega campo a través. Nuestro hombre, ahora sí, yace muerto y sin gladiolos en los pies, llevándose a la tumba el nombre que quiso que grabaran en su lápida.

Aquella noche murió la última persona que podría haber dejado en herencia el apellido de Odisto, el protagonista de esta novela, cuya familia pasó de contar con una cuarentena de miembros en 1936 a desaparecer apenas tres años después. Nunca más nacería un Ardolento.

He aquí pues la historia

de la descomposición total de una familia,

de la deshumanización de un pueblo,

de la desintegración de un territorio

y de una península de casas vacías.

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Autor: David Uclés. Título: La península de las casas vacías. Editorial: Siruela. Venta: Todostuslibros.

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