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La prima Ugarte

[Imagen: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, XXVII: LA PRIMA UGARTE

A las cuatro de la tarde el sol caía como plomo derretido sobre el pueblo. No había un alma por la calle, y todas las persianas estaban bajadas. Las tres primas tomaban el café en la salita, compartiendo un plato de milhojas de crema y poniéndose al día sobre las novedades de aquel rincón del mundo. A Mariana y a Esther se les notaba el inequívoco aire de ciudad, con sus vestidos livianos, sus uñas cuidadas y sus peinados a la moda, pero tenían la delicadeza de mostrarse desdeñosas con las inconveniencias de vivir en la capital, por deferencia hacia Olvido. Sentían sincero cariño por ella, y una culpa mal llevada por la distinta suerte que la pobre había tenido. Siempre se les quedó un regusto amargo cuando dejaron a Vidi atrás, mientras las dos partían hacia horizontes menos estrechos.

—Qué calor, Dios mío, y aún estamos en marzo —se lamentó Mariana, pasándose el pañuelo por la nuca—. Se me va a poner el pelo como a un perro de lanas.

—Toma mi abanico —dijo su hermana mayor, rebuscando en el inmenso bolso—. Pero no me lo pierdas, que sin él no soy nadie.

—¿Queréis otro café? —ofreció Olvido, solícita—. Con hielo, si lo preferís. También tengo limonada…

—Deja, Vidi, así estamos bien —aseguró Esther—. ¿Qué nos decías de la tía Angustias?

La charla continuó, desgranando los avatares de la cada vez más escasa parentela.

—Bueno, pero contadme vosotras —rogó Olvido, con ansia infantil—. ¿Qué hacéis ahora que estáis jubiladas? ¿Salís a pasear? ¿Vais al teatro?

—El mes pasado vimos a la Rivelles —asintió Mariana.

—¡No me digas! ¿Y es tan guapa como parece?

—¡Uy, en persona mucho más! —aseguró Esther, solemne—. Después de la función toda la compañía se pasó por el Café Central. Qué mujer, Vidi, y mira que tiene una edad… Qué elegante, qué clase, qué manera de…

Un alarido destemplado interrumpió la sarta de elogios, atronando desde el piso de arriba y haciendo que Mariana diera un respingo.

—¡Jesús! —gritó, llevándose la mano al pecho—. ¿Qué es eso?

—La señora, que ya se ha despertado de la siesta —suspiró Olvido, levantándose de la butaca con esfuerzo—. No, no, no hace falta que subáis. Tomad un poco más de café. Coged otro pastel, yo bajo enseguida.

Encaró la escalera con resignación, mientras los aullidos de la anciana resonaban por toda la casa y las réplicas pacientes de la enfermera intentaban reinstaurar la calma.

—No hay manera —admitió esta, en cuanto Olvido entró en el dormitorio—. Y que sepa usted que me ha dado un guantazo.

—Virgen Santa… perdónala, Pilar, hija.

—No, si yo la perdono. La mujer no está en sus cabales.

—Una bicha es lo que es. Una bicha. Ya lo era de joven y ahora peor…

—¡La neeeegra! —berreaba aquel escuchimizado guiñapo en camisón, aferrando las sábanas—. ¡Que se vaya esa negra de mi casa!

Pilar, con los brazos en jarras, meneó la cabeza y salió, en pos de la inyección de las cinco.

—Anisabel, por el amor de Dios te lo pido —regañó Olvido, acomodando las almohadas cuando se quedaron solas—. ¿Será posible que armes el mismo escándalo todos los días?

Así la habían llamado siempre, toda la familia. Anisabel. Por abreviarle el nombre, seguramente. Y, según Mariana, que tenía una lengua temible, por la no tan secreta afición de la solterona al Anís del Mono.

—¡Esa negra me quiere envenenar! —chilló la anciana, con los ojos desorbitados de espanto.

—Yo sí que te voy a envenenar como no te calles —amenazó Olvido, sin convicción—. Y haz el favor de llamarla Pilar, que de sobra te sabes su nombre.

—Una negra que se llama Pilar, lo que me faltaba por oír —masculló Anisabel, escandalizada.

—Pues no sé qué le ves de raro, si la chica nació en Zaragoza…

—¡Quiero el crucifijo de mi madre!

—Hala, ahora el crucifijo… me parece a mí que tú entiendes cuando te conviene.

—¡El crucifijo de mi madre! —insistió la anciana—. ¡Van a venir los rojos!

—Señor, dame paciencia… ¿qué rojos, criatura? Pero, ¿tú sabes en qué año estamos?

—¡Que van a venir, te digo! ¡Y nos van a matar a todas, igual que mataron a mi Alfonso!

—A tu Alfonso lo fusilaron los nacionales porque era más comunista que Lenin.

—¡Mentira! ¡Mentiiiira! —bramó la mujer, clavándole las uñas con rencor.

—¡Estate quieta, demonio! —se quejó Olvido—. Anda, toma el dichoso crucifijo. ¡Y deja de chillar, que están abajo las primas!

—Yo no tengo primas.

—¡Anda, la otra! ¿Y yo qué soy, un sargento de intendencia? Pero digo Mariana y Esther.

—Que se vayan. Esther siempre fue una estirada, presumiendo no sé de qué. Total, por casarse con un sastre muerto de hambre que la puso a trabajar como a una burra.

—No empieces…

—Y Mariana, una zorra. Su hermana hacía pantalones y ella los quitaba.

—Anisabel, vamos a tener la fiesta en paz, ¿quieres? —le advirtió Olvido, ceñuda—. Que aquí todas tenemos para callar y tú la primera.

—Quiero una manzanilla.

—Sí, señora. Ahora mismo. Y tú ahí quieta sin armar alborotos, ¿eh?

Se volvió a mirarla desde la puerta, antes de salir, con una mezcla de aversión y de lástima. La prima Ugarte, la hija del General y de la Viuda San Martín. Había sido guapa en tiempos, rubia como una muñeca de loza, pero nunca tuvo buen carácter. Una santurrona, desde niña, incapaz de dominar el impulso de criticarlo todo, de bucear en la miseria ajena. Después de la guerra, los rumores acabaron con ella y la aislaron del mundo, dejándola hundida y amargada, recocida en odios antiguos.

Anisabel se quedó en la cama, sujetando el crucifijo entre los dedos engarfiados, repitiendo las oraciones que la habían acunado los últimos cincuenta años.

—… y que Madre descanse en paz. Y que Padre se abrase en el infierno por firmar aquella infamia y romperme la vida. Y perdona los pecados de Alfonso. Y que florezca el cerezo, amén.

La negra volvió a entrar, con su bolsa de pastillas, agujas y supositorios indecentes. La escrutó con gesto asqueado mientras revolvía por su dormitorio, tan campante, canturreando por lo bajo. Decidió ignorarla, como hacía con todo lo que le repugnaba de aquel mundo impío, feo y lleno de maldad que andaba patas arriba sin remedio. Siguió rezando, por el cerezo del jardín y por el niño que dormía debajo.

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