El adjetivo ha hecho fortuna: “moderadito” ya no remite a la mesura, sino a su caricatura. Denota una tibieza educada, un decoro impostado, un miedo disfrazado de virtud. A partir de ahí, Diego S. Garrocho construye un ensayo filosófico que apunta al núcleo moral de nuestro tiempo. No desde la superioridad del doctrinario, sino desde la exigencia ética: esa forma de pensamiento que no se conforma con declamar lo correcto.
No es un texto de tesis ni una pieza de agitación: es un ensayo filosófico en el mejor sentido. No por el aparato de citas —que los hay, y muy bien traídos— sino por el modo en que se acerca a la grieta ética sin intentar cerrarla con consignas. Lo que ofrece no es doctrina, sino pensamiento. Y no uno complaciente: plantea dudas reales, desplaza certezas, exige atención.
Aquí no hay épica ni cinismo, tampoco indulgencia. Lo que hay —y no es poco— es una voluntad de lucidez. A veces incómoda, a veces provocadora, pero siempre fiel a esa inteligencia que incomoda porque piensa en voz alta, sin pedir permiso.
En Moderaditos, Garrocho no se limita a defender la moderación: la redefine. Su ensayo no es un escudo para tibios: es una anatomía de lo que cuesta sostener el pensamiento propio en un clima saturado de identidades vociferantes. Frente a la lógica binaria de las tribus —amigo o traidor, ortodoxo o vendido— apuesta por una lucidez incómoda, un escepticismo activo, que no paraliza, sino que obliga a pensar sin consignas y resistir el dogma. Y eso, hoy, no solo es incómodo: es valiente.
La valentía que reivindica no es la del gesticulante, sino la del que acepta que podría estar equivocado. Moderarse, aquí, no es bajar el tono, sino resistirse al dogma. De hecho, uno de los grandes aciertos del texto es su negativa a comulgar con bloques ideológicos cerrados: el autor recupera figuras como Pasolini, Raymond Aron, Simone Weil o Clara Campoamor para recordarnos que también la heterodoxia puede ser digna. La virtud, si la hay, no siempre lleva uniforme. Porque dudar, cuando todo empuja a posicionarse con estridencia, es un acto profundamente subversivo.
Garrocho se interroga por algo que muchos dan por sentado: la moderación. ¿Hasta qué punto esa templanza que hoy se celebra no es, a veces, un modo más elegante —y más eficaz— de anestesiar la conciencia? El libro no impugna la moderación, pero la obliga a rendir cuentas. Desmonta su versión impostada: esa que, en nombre de la equidistancia, neutraliza el juicio y vacía el coraje.
Hay algo profundamente kantiano en esta ética de la moderación. Sapere aude: atrévete a pensar. Pero piensa por tu cuenta. Y si puedes, con otros. Porque la razón —la verdadera, no la razón del más fuerte— no se impone: se argumenta. Y eso implica aceptar que uno puede corregirse, incluso traicionarse a sí mismo por lealtad a la verdad. Como escribió Erich Fromm en El miedo a la libertad, la libertad auténtica implica responsabilidad, y muchos prefieren la obediencia.
En ese punto exacto se sitúa Moderaditos: en la incomodidad de quien no se alinea por reflejo, ni se calla por miedo. Su crítica no solo apunta al sistema, sino también al ciudadano. A quien tuitea, opina, se indigna o pontifica. Porque para sostener una conversación pública digna no basta con tener razón: hay que estar dispuesto a perderla. La verdadera conversación empieza cuando alguien decide pensar con riesgo, no con consignas.
Garrocho no pretende clausurar debates, sino abrirlos con otra luz. Moderaditos no ofrece una teoría cerrada, ni falta que hace. Es un ensayo que piensa desde dentro de la paradoja: ¿cómo sostener una ética pública sin ceder al ruido ni disolverse en él? ¿Cómo ser firme sin ser fanático, lúcido sin volverse cínico?
Quizá por eso el libro incomoda a todos los bandos: no confirma identidades, ni regala trincheras. Exige más de lo que consuela. No hay épica en su propuesta, pero sí una forma de coraje silencioso: el que se necesita para pensar en serio en tiempos en que todo se grita.
Garrocho no idealiza la moderación: la somete a prueba. Frente a quienes la trivializan como equidistancia o la rechazan como cobardía, la propone como una forma adulta de disenso. Una que no necesita elevar el tono ni fingir enemistades. Pensar, recuerda, no es siempre pensar contra algo. También puede ser —y quizá debería serlo más a menudo— pensar con otros. Con adversarios, incluso. Con sus razones. Con su parte de verdad.
Esa es, acaso, la lección más urgente del libro: que sostener un pensamiento propio no exige tener todas las respuestas, sino estar dispuesto a dudar mejor. Porque no hay mayor sumisión que pensar solo desde el rechazo. Y no hay mayor libertad que la de quien, sin necesidad de alzar la voz, sigue pensando por su cuenta.
El formato breve y deliberadamente sintético de Endebate refuerza su urgencia, aunque algunos lectores puedan desear un desarrollo más amplio sobre casos concretos. Pero esa contención también responde a una pedagogía ética: decir lo justo y no sumarse al ruido. En estos tiempos, eso también es valentía.


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