Con motivo del apagón sufrido por los españoles recientemente, la gente ha hablado de que aquél fue “el día de la radio”. De la radio de pilas, la única que nos permitía estar informados de cómo iban sucediéndose las cosas. Este suceso, tan lamentable, me sugiere otro, de mi infancia, en el que fueron protagonistas una radio y el bolero de Ravel.
*****
No recuerdo si era de la marca Telefunken o Philips o de otra. Pero en el aparato de radio de mi infancia, el de mi casa, descubrí la angustia que transmite al oyente el bolero de Ravel. Situémonos en los años 50.
Sentados a aquella mesa estudiábamos, hacíamos los deberes, dibujábamos, leíamos tebeos de El guerrero del antifaz y de Hazañas bélicas, y viajábamos a orillas del Misisipi encaramados en la prosa de Mark Twain, viviendo las aventuras de sus personajes, de nuestra misma edad, Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Sentadas a aquella mesa cosía mi madre y estudiaban y aprendían a coser mis hermanas. Sobre aquella mesa aprendí yo a escribir a máquina en una Hispano Olivetti portátil, de mi padre, que aún conservo como quien guarda una pieza de museo, cuando en realidad es un pedazo de mi infancia y un instrumento desechado de mi oficio.
Lo que sucedió en una tarde calurosa de verano es la trama de esta historia. Hacía calor y el dichoso bolero de Ravel, que sonaba en la radio con sus constantes reiteraciones obsesivas, me inquietaba. Quizá fuera que yo no estaba oyendo la radio, sino que la tenía en un segundo plano, como sonido de compañía; o quizá estuviera leyendo (lo más probable) alguno de los tebeos habituales. La persistencia en el fraseo, las repeticiones obsesivas, la reiteración temática, el latazo y la pesadez general de la composición; en fin, la aparente patosería armónica de la música, se metían en mi cabeza como si fueran los zumbidos de un ejército de abejas; y decidí, bruscamente, girar el botón sintonizador en busca de otra emisora.
Pero ocurrió algo que nunca había ocurrido hasta entonces. Se oyó un leve chasquido interior, como si se le quebrara a la radio un huesecillo; y, por mucho que moví el botón sintonizador, el bolero de Ravel seguía sonando. Había ocurrido una pequeña catástrofe, descubierta cuando me aventuré a quitarle al aparato de radio el feo cartón de su parte posterior, claveteado de pequeñas láminas de latón atornilladas al perímetro, y dejó al descubierto su misterioso y pobre organismo: ¡Se había roto una cuerda! Un trozo de bramante que, a modo de correa transmisora, movía la rueda de sintonías encadenada a la pequeña rueda del potenciómetro. El sintonizador se había quedado inmóvil, fijo, donde seguía sonando el bolero de Ravel que la radio seguía emitiendo de forma persistente.
Pensé, en mi obsesión, que esto ocurriría hasta que en el taller del técnico en aparatos de radio se repusiera el pedazo de cuerda y volviera entonces a mover la rueda sintonizadora. Bajar a cero el potenciómetro del volumen fue una liberación tardía e inútil, ya que cuando a los pocos minutos volví a subirlo, allí seguía el bolero de Ravel.
El bolero dura algo más de un cuarto de hora, pero aquellos quince minutos largos se hicieron eternos. Eternos y temerosos, pues por una brusquedad innecesaria, habíamos causado un estropicio que desde aquel momento ofrecía muy duras circunstancias: la radio sintonizaba una única emisora. Ello provocaría el enfado de mis padres y hermanas, que gustaban de oír otras emisoras y no podrían hacerlo.
Habría que llamar por teléfono al taller, donde la radio sería reparada, reponiéndole el trozo de cuerda roto; tendría que venir a recogerla el servicial chico de los recados, que se la llevaría bajo el brazo al taller cercano; habría que esperar sin radio —repito, sin radio— un par de días o tres hasta que el sonoro acompañante regresara a nuestra casa, donde, una vez operado de su fractura, continuaría ofreciéndonos las noticias del “Parte”, que le gustaban a mi padre; la transmisión del partido de fútbol local, que me gustaba a mí; el Consultorio de Elena Francis, que solían oír mis hermanas, y la Cabalgata fin de semana de Bobby Deglané y José Luis Pécker, a la hora de la cena del sábado, que escuchábamos todos. Pero, de momento, estos atractivos radiofónicos que formaban parte de nuestras vidas habían quedado en suspenso por un gesto nuestro, motivado por la cadencia molesta y obsesiva de la música raveliana, gesto que, afortunadamente, no fue castigado.
Cuando llegó el chico del taller (que solía ingresar en la pequeña empresa en calidad de aprendiz y recadero) le dije que al aparato se le había roto la cuerda.
—Estas radios no son de cuerda, chaval. Van con corriente. ¿No ves el enchufe? —me dijo mostrándome el trozo de cable recién desenchufado, que le colgaba al mueblecito averiado como un fino intestino retorcido.
Para que el aparato funcionara, la radio necesitaba del complemento de un voltímetro: un cacharro, pesado como el plomo, que tenía un medidor de voltios y una clavija alojada en un determinado agujero para hacer que el aparato de radio funcionara con los voltios aconsejados por el fabricante, pues estábamos todavía —en las casas modestas como la mía— funcionando con corriente (creo que se la llamaba «alterna» para distinguirla de la «continua») de 125 voltios.
Durante los dos días que duró la reparación, es decir, en los dos días que anduvimos sin radio en la casa, el paño de ganchillo vacío sobre el que estaba colocado —obra materna— me acusaba insolentemente cada mañana a la hora del desayuno, cada tarde a la hora de la comida y cada anochecer a la hora de la cena. El silencio radiofónico era inconveniente, pues daba pie a varias conversaciones entre los padres y los hijos. Esto es, aquel silencio propiciaba preguntas relacionadas con la marcha de los estudios en el colegio —por mi parte— y en el instituto —por el de mis hermanas— que, además, tenían que dar cuenta de más estudios, pues también iban a clase de piano.
Recuperada la normalidad cotidiana, devuelta a casa la radio de nuestros amores, un día, mientras comíamos escuchándola, empezamos a oler a quemado. No, no era algo que se había quedado al fuego en la cocina. Era la radio, que de repente dejó de sonar y soltó una nubecilla de humo: el técnico había dejado, sin duda por descuido, unos voltios de más alimentándola desde el voltímetro y moría el trasto feliz, quemado como un San Lorenzo de la radiodifusión española. No creo que tuviera nada que ver el bolero de Ravel, aunque algunos seguimos pensando que ese bolero es una música muy peligrosa.
Se cuenta que este bolero, la obra más famosa de Maurice Ravel, es la obra de un trastornado mental. Lo primero que ha de saberse es que se trata de una obra de encargo. Se lo hizo en 1928 la bailarina rusa Ida Rubinstein quien le pidió al compositor francés que compusiera una partitura de ballet copiando el espíritu de algunos pasajes de la obra “Iberia”, del español Isaac Albéniz.
Mientras trabajaba en la transcripción, Ravel se dio cuenta de que había problemas de derechos de autor, por lo que decidió escribir una pieza completamente nueva, de 17 minutos de duración, en un estilo español.
La obra de Ravel, de un solo movimiento, se llamaba originalmente “Fandango”, pero al tener muchas similitudes rítmicas con la forma del bolero español, cambió su nombre a “Bolero”. Se estrenó en la Ópera de París el 22 de noviembre de 1928.
Sobre la enfermedad mental de Maurice Ravel hemos sabido que ésta quizá influyera en la estructura del famoso bolero, pues se sabe que el lado izquierdo del cerebro del compositor dejó de funcionar correctamente, y ello probablemente diera órdenes creativas que nunca antes había experimentado un músico.
La nueva radio que llegó a casa tenía forma de capilla gótica y daba gloria oírla. ¡Hasta Bobby Deglané, oído, nos parecía un tío guapo!
—————————
Los dos aparatos de radio con que se ilustra este cuento pertenecen a la colección de don Félix Valencia, poseedor de un autentico museo de la radio mundial.



Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: