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La reina de las aguas va en carrito

La reina de las aguas va en carrito

El título de este libro sugiere que la reina de las aguas es Roma. También cabría deducirlo del texto de la contraportada. Sin embargo, la reina de las aguas es Emma, la hija de Fernando Clamot, que resulta ser el verdadero hilo conductor de este libro, lo que no deja de ser un hallazgo nacido, es obvio, de la pura necesidad. Así pues, este no puede ser uno más de los miles de libros que nos descubren las bellezas de Roma. No podemos despacharlo con un “esto ya lo escribió Goethe, o Montaigne”. Porque aquí lo que se muestra es muy distinto, y lo es, sobre todo, la mirada desde la que se ve todo. Y sabemos también que lo que importa en este tipo de libros es la mirada del autor. Ya lo advirtió Pla en, por ejemplo, el prologo de su Guía de la Costa Brava: no tiene sentido indicar al lector los precios de los hoteles ni los horarios del transporte, porque estos indefectiblemente cambiarán con el tiempo.

"Porque hemos escrito limitación, pero no debe esta palabra interpretarse en un sentido negativo sino más bien como una circunstancia, adversa si se quiere, del camino"

Así pues, es la mirada lo que importa en este tipo de libros. Y en este a la que accedemos es a la de un padre que empuja un carrito —turnándose de vez en cuando con la madre. Y esta circunstancia, esta limitación, es la que depara una Roma y no otra; no, desde luego, la de Michel de Montaigne, que en cada lugar al que arribaba era recibido por el erudito local, que, a la manera de un guía turístico de alto standing, le mostraba las bellezas y además le invitaba a cenar. Es la que, para empezar, obliga a recorrer una y otra vez el cementerio de Verano porque es el único lugar cercano al apartamento en el que reside el autor por donde un carrito, en la accidentada y pendiente Roma, puede circular sin problemas.

"Limitación, pero también ampliación de la mirada propia, como la que se evidenciaba a menudo en las visitas a la basílica de Santa María Maggiore"

A partir de ahí, se suceden las visitas condicionadas por los horarios y necesidades de la niña. Acceder solo a dónde lleve un ascensor que funcione —y en Roma son pocos— y a una hora no más allá de la caída del sol. Aprovechar las siestas para hacer furtivas escapadas a los museos. Acercarse a las fuentes, a refrescarse, o porque la niña se ha sentido atraída por el ruido, y ya reparar siempre en todas ellas, empujados por la necesidad y el deseo. Porque hemos escrito “limitación”, pero no debe esta palabra interpretarse en un sentido negativo, sino más bien como una circunstancia, adversa si se quiere, del camino, como cualquier otra, como las que condicionaron también los viajes de Goethe, Stendhal o Montaigne, aunque las suyas fueran de muy otra naturaleza.

Limitación, pero también ampliación de la mirada propia, como la que se evidenciaba a menudo en las visitas a la basílica de Santa María Maggiore: “Ella correteaba delante de mí y se fijaba en detalles en los que yo nunca hubiera reparado: un dibujo en el mármol, una vela en un mural, un marco o una teja dorada”. O como la que obligaba a permanecer bastante más tiempo que el que actualmente emplea el turista medio en observar el Sarcófago de los Esposos del Museo Etrusco, porque la niña acaba de dormirse y no conviene perturbar su sueño moviendo demasiado el carrito.

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Autor: Fernando Clemot. Título: La reina de las aguas: Un viaje eterno por Roma. Editorial: La línea del horizonte. Venta: Todos tus libros.

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