Madrugada de verano. Carro y mulo, hoz y paciencia: la misma coreografía repetida durante siglos. Pero aquella vez, en medio del compás de las hoces —las corbellas, como se llamaban en mi tierra—, irrumpió un ruido extraño desde el camino. Una segadora entró en el bancal y devoró en minutos lo que a mano habría costado un día entero. El tiempo, que hasta entonces se había medido en brazadas de mies, de pronto se medía en rugidos de hierro: ya no avanzaba al paso del hombre, sino a la carrera de la máquina.
Y sin embargo, aquella modernidad tenía sus límites. En una tierra montañosa y dividida en minifundios, la segadora fue más símbolo que herramienta. El hierro pasó, pero el tiempo siguió segando. Los bancales se vaciaron de hombres y de mies: donde antes hubo cebada, crecieron aliagas; donde antes hubo voces, quedó silencio.
Hoy la segadora tiene otros nombres. Son las redes que parten en tajos nuestras conversaciones, la inteligencia artificial que despacha en segundos lo que antes llevaba horas, las pantallas que prometen cercanía y solo agrandan la distancia. El campo ya no es de mies, sino de datos: se siega en ráfagas de mensajes, en notificaciones que caen como espigas. El tiempo ya no se mide en estaciones ni en soles, sino en la prisa muda de las actualizaciones.
Soy testigo de esa aceleración porque crecí en una tierra donde el progreso llegaba con retraso. Mientras muchos emigraban a la ciudad y volvían luego como veraneantes, unos pocos —como mis padres— permanecieron aferrados a modos de vida que estaban no ya en retirada, sino al borde mismo de la extinción. En mi infancia aún se segaba con corbellas, se trillaba en la era, se mataba el cerdo en invierno. Eran rutinas que no diferían demasiado de las que pudieron conocer los hombres del Cid. Y, sin embargo, en apenas unos años todo eso desapareció, borrado como si nunca hubiera existido.
Esa demora fue, paradójicamente, un privilegio: me permitió asistir de cerca a la fractura entre lo viejo y lo nuevo. Por eso el salto me resulta tan brusco, tan visible: de la hoz al algoritmo, del macho de labranza al chat de WhatsApp, del matar al cerdo en invierno a la bandeja envuelta en plástico, del fragor de las trillas en la era al silencio de los pajares abandonados. Tras poco tiempo, lo que parecía eterno se volvió obsoleto; lo que creíamos sólido se disolvió en pantallas.
El tiempo siempre siega. Ayer fueron los bancales y las hoces, hoy son las pantallas y los algoritmos. Cambian los nombres de la máquina, pero no su ley: todo lo corta, todo lo transforma. Como un trillo paciente, deshace las mieses de cada época hasta volverlas parva molida. La cuestión no es si avanza —pues el tiempo nunca se detiene—, sino qué permanece en pie tras su paso.


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