Un momento, por favor. Hablemos de Virginia Woolf, a quien, con el paso del tiempo y sus prisas por hacer que todo parezca antiguo, nadie teme, en respuesta a la popular pregunta de Edward Albee. Nadie teme a Virginia Woolf, como tampoco los niños, hoy en día, se asustan ante el Lobo Feroz.
Hoy nos convoca un libro, ciertamente atractivo, de la escritora de Kensington. Me refiero a La muerte de la polilla y otros ensayos, editado por Uve books.
Se trata de una recopilación —dada a la imprenta diez años después de la muerte de la autora— de pequeños ensayos y cuentos llevada a cabo por Leonard Woolf, viudo de la escritora y dueño de la editorial Hogarth Press, bajo cuyo sello publicó sus mejores títulos la señora Woolf.
En estos textos descubrimos a la autora (sus gustos, opiniones, actitud y, sobre todo, la empanada mental que mantuvo con sus yoes) a través de los personajes (reales o ficticios) y sus cosas, así como las valoraciones personales de la omnipresente voz narradora. Pienso en la anciana Grey (La vieja señora Grey) —quien a sus 92 años, y cansada de vivir, por el día anhela la noche y por la noche desea que llegue el día— y recupero a la señora Woolf en una salita de tupida atmósfera y ornamentación a la inglesa, una estancia sin ventilar y atrapada en una suerte de deprimente horror al vacío que recuerda a un bazar de antigüedades. Allí escribe con pluma estilográfica junto a la ventana que da a un jardín frondoso. La veo melancólica y abatida, como si la vida para ella fuese un tedioso tormento, y eso que posee habitación propia (así cualquiera no escribe).
Identificada con la polilla muerta de su cuento, la señora Woolf vivió mascullando esta clase de pensamientos: «La muerte es más fuerte que yo». Y lo hacía consciente de que la vida normal (si es que no hay otra) se sustenta en la entereza y el miedo. Lo que para algunos es mucho pedir, un reto insoportable.
Se supone que por las mismas Alfonsina Storni eligió las aguas tremendas del océano, en Mar del Plata, pocas horas después de escribir su último poema, titulado “Voy a dormir” («Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame»). A su vez, la señora Woolf dejó una carta exculpatoria y algo poética destinada a su marido.
Hay otros bajo las aguas, demasiados, pero ahora no cabrían en estas páginas. Al fin y al cabo, la vida no es más que eso: andar y desandar sobre el mapa de las rutinas así en la tierra como en el agua.
Debo confesar que sin llegar a ser la señora Woolf una de mis escritoras favoritas, la considero de una relevancia indiscutible nada más y nada menos que en las prosas de Inglaterra; hasta el extremo de aventurarme a decir que, por lo mismo que considero a Charles Dickens la cumbre en el siglo XIX de esa narrativa, Virginia Woolf, junto a G. K. Chesterton, encarna la más elevada presencia del XX. Si bien, no sé debido a qué extraña influencia —que podría ir desde los testimonios fotográficos de la escritora, que la muestran melancólica y avejentada, hasta el encorsetado uso que de ella hacen algunos colectivos al margen de la literatura, pasando por la consabida atmósfera de sus escritos o, tal vez, su desprecio hacia Dickens o el famoso rechazo al Ulises de James Joyce, pese a ser esta novela un adelanto evidente de Miss Dalloway—, el caso es que del mismo modo por el que me obstino en situar a Dickens más próximo en el tiempo de lo que por simple cronología le corresponde, la mera mención de Virginia Woolf me impulsa a situarla bastante por detrás de la época a la que perteneció (a pesar de su presencia en el distinguido grupo de Bloomsbury y la eclosión de las vanguardias del siglo XX). Pero respiro aliviado al descubrir que ella también era presa de prejuicios similares. Por ejemplo, se refiere a E. M. Forster (compañero suyo en el Bloomsbury) en los siguientes términos: «Hay múltiples razones para abstenerse de criticar la obra de nuestros contemporáneos», para a continuación acabar haciendo un pormenorizado análisis de la novelística del autor de Una habitación con vistas e imprescindible teórico de la literatura.
En efecto, en La muerte de la polilla y otros ensayos creemos descubrir que esa inclinación por desubicar a los autores respecto a su tiempo afecta, igualmente, a la señora Woolf. Así lo entendemos al leer sus trabajos acerca de Walpole, Madame de Sévigné, Coleridge, Shelley, Gibbon o Henry James, de quienes se ocupa lúcidamente, tan lúcidamente que pareciera tenerlos sentados frente a ella. No olvidemos su aserción: «La crítica más valiosa es la que se conversa, no la que se escribe».
En definitiva, tomando sus palabras, puedo afirmar que las escasas ocasiones en que me he acercado a la señora Woolf lo hice con «respeto tibio y formal», siendo así como, según confiesa, se aproximaba ella a Henry James.
Pues eso. La muerte de la polilla y otros ensayos reúne piezas de una calidad insuperable en torno a los autores arriba mencionados y otros, junto a textos de ficción como Street Haunting: Una aventura en Londres, donde recorremos medio Londres en busca de un lápiz, construyendo escenas muy a lo Woolf, dado su marcado estilo no lineal que se apoya en un costumbrismo a la inglesa que nada tiene que ver con las estampas dickensianas y que, al contrario de lo que sucede con el autor de Oliver Twist, solo cabe imaginar en torno a la acomodada y culta clase social —como la apiñada en el barrio de Bloomsbury— de la frenética capital del Reino Unido. Ahí nos dice la escritora que «huir es el más grande de los placeres».
Por otra parte, hay dos subgéneros que despiertan el interés de la señora Woolf. Dos tendencias puestas de manifiesto en el libro que aquí comentamos: el epistolar y el biográfico. En este caso, ambos procedimientos se entrelazan de un modo sutil, eficaz y sumamente atractivo, pues dicha afición (que podríamos considerar heredada de su padre, el reputado biógrafo Leslie Stephen) cristaliza en no pocos de los artículos recogidos en el libro, pero en particular se desarrolla en los «ensayos» El arte de la biografía, por un lado, y Madame de Sévigné, Las cartas de Henry James o El arte humano, por otro. Este último se centra tanto en la abundante correspondencia de Horace Walpole (16 volúmenes) como en su biografía.
No cabe duda de que dicha mixtura es una forma amena de abordar a un escritor y su estilo literario desde la perspectiva íntima y el estilo literario de otro escritor, quien nunca ejercerá de crítico stricto sensu ni de psicólogo, Deus nos liberet.
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Autora: Virginia Woolf. Título: La muerte de la polilla y otros ensayos. Traducción: Marino Costa González. Editorial: Uve Books. Venta: Todos tus libros


Virginia Woolf fue injusta al afirmar que James Joyce era “un obrero ignorante” porque Joyce fue un graduado universitario en Letras en Dublín, aunque fallido estudiante de Medicina en París, desertando por motivos económicos. En todo caso ambos tenían mentalidad burguesa, Virginia una burguesa acomodada y Joyce un burgués empobrecido. Y cuando Virginia Woolf entendió su error y las posibilidades del Monólogo Interior (creado por Homero y presente en El Quijote), gracias al éxito del Ulises (de 1922) de James Joyce, decidió imitarlo en el uso del antes casi desconocido recurso narrativo y lo incorporó a sus nuevas obras literarias, contadas a partir de “La Señora Dalloway” de 1925.