Este ensayo nos recuerda que, a través de nuestros datos digitales, los protocolos burocráticos y las grandes plataformas tecnológicas configuran ideologías, moldean tendencias y nos convierten en piezas de un engranaje de explotación económica y de obediencia.
En Zenda reproducimos el epílogo de La servidumbre de los protocolos (Arcadia), de Ingrid Guardiola.
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Epílogo
Ecosistemas, somateca y deseo
El protocolo es una teoría de la confluencia de la vida y la materia.
Alex Galloway, Protocol
Uno de los objetivos del libro ha sido hablar de la tecnología de forma transversal en el tiempo, como genealogía, y de forma transversal en el espacio, como ecosistema; también en algunos casos como diseño y estructura que imponen los protocolos. Se han descrito y se han mostrado algunos de los efectos psicosociales que generan y se ha observado también la tecnología desde una perspectiva de arqueología mediática, para así desmitificar el tecnosolucionismo, la falaz idea de que la tecnología es un cetro soberano y el milagro que nos salvará a todos del colapso.
[/ttt_dropcsaps]Este ensayo va dirigido a los ciudadanos que trabajamos en la fábrica digital para tomar conciencia política y distancia psíquica y emocional. Una actio in distans que permita salir de la extrema inmanencia y de los automatismos que promueve la tecnología digital conectada. Este ensayo también aboga por elaborar un nuevo contrato social en el que se incluya un debate abierto sobre los protocolos y las servidumbres tecnológicas, y que tendría que funcionar como una constitución y su consecuente contrato social, siempre orientado al bien público.
¿Cómo tendríamos que vincular la tecnología digital con un juramento hipocrático y transformar su deseo y su sistema de valores? Si las plataformas sociales y las aplicaciones de IA y de ocio inmersivo tienen tanta incidencia social, ¿qué relación debe tener la gobernanza política con este ámbito tecnológico?
En The Off-Modern, Svetlana Boym reflexionaba sobre la imagen impuesta del «cerebro global», reclamaba geografías excéntricas, solidaridades alternativas, la emergencia de un espacio público transcultural y unas políticas del arte y del disenso basadas en las pluralidades culturales e identitarias. También pedía nuevos medios alternativos basados en plataformas humanistas para el conocimiento y la experiencia que fueran más allá del hyper y del cyber, es decir, del fetichismo asociado a los entornos digitales vinculados a las nociones de abundancia, progreso y futuro. En lugar de oponer el «dentro» al «fuera» de la modernidad histórica, Boym jugaba con el off, una especie de contra-ritmo, de distancia, de lateralidad, de desvío respecto de la carretera de dirección única del fetichismo tecnológico. Un off que genera un nuevo in, entendido como compromiso. Para describir este in quizá la noción, un tanto redundante en sus términos, de «ecosistemas mutualistas» puede ser útil, entendida siempre desde la definición biológica y política, con el precedente del pensador, geógrafo y naturalista Piotr Kropotkin y sus estudios sobre el mutualismo. El ecosistema dibuja una cartografía en la que la noción moderna de individuo es sustituida por un conjunto de cuerpos, materias, formas y fuerzas puestas en relación mutua, recíproca, incluso solidaria. De hecho, no hay ecosistema que no genere relaciones de vínculo y deuda a la vez –el nexum romano– entre sus partes. De esta aproximación derivan los estudios sobre la relación entre el extractivismo mineral de las tierras raras y la fabricación de hardware electrónico, la pauperización de los derechos de los trabajadores del capitalismo de plataforma o la relación entre géneros y cuerpo en los entornos digitales y físicos, entre otros. Pero en lugar de validar un nexum que someta los pobres a los ricos según un criterio estrictamente financiero y siempre unidireccional, se tendría que velar por validar, política y jurídicamente, un nexum de orden biopolítico que comprometa a los expropiadores –deudores– en relación con la materia y los seres vivos expropiados. Se trata de ampliar la noción del sujeto de derecho.
El dualismo platónico plantea dos principios trascendentes, el de la materia y el del alma. Cuando en 1970 Jack Burnham decía que «nuestros cuerpos son el hardware, nuestro comportamiento el software», parece que estuviera anticipando el mundo de hoy en el que las grandes empresas son el hardware (las infraestructuras, la materia) que expropian el software (el comportamiento, el alma) humano. En lugar de validar este dualismo, o el dualismo irreconciliable que plantean filósofos como Éric Sadin o Achille Mbembe (para el cual la digitalización ha acabado por unificarlo todo en una sola retícula, y se ha olvidado «del viejo mundo de los cuerpos y las distancias, de los materiales y las áreas, de los espacios fracturados y las fronteras»); o en lugar de validar la perspectiva universalista de la singularidad en la que cuerpo y alma, humano y máquina se convertirán en uno, como predican los gurús de Silicon Valley encabezados por Ray Kurzweil, sería interesante ver qué otras filosofías prácticas puede haber. ¿Es posible encontrar una alternativa al dualismo excluyente (físico versus digital) o a la unificación absoluta (totalitarismo digital)?
La noción de «ecosistemas mutualistas» se presenta necesariamente compleja y pone en diálogo tanto las infraestructuras tecnológicas como las materiales, tanto la perspectiva ecomaterialista como la psicocultural, tanto el conocimiento sensorial como el abstracto, tanto la memoria como el deseo, tanto el cuerpo como el alma, tanto el presente como el pasado, tanto la sostenibilidad como la diversidad, tanto aquello que es de naturaleza biológica como aquello maquinal. Los ecosistemas mutualistas serían una nueva forma de materialismo –un neomaterialismo– que también tiene en cuenta el universo digital, incluidas las infraestructuras. Los ecosistemas tienen estratos y son dinámicos, hacen que afloren las relaciones pasivas (conocimiento, atención, reconocimiento del deber y de las deudas, prospección) por encima de las relaciones productivas (crecimiento, progreso, futuro). Una teoría de los ecosistemas mutualistas tiene que entender que tanto los humanos como las máquinas se resisten al principio de entropía a través de la gestión de los procesos comunicacionales y del contrato social. La máquina integrada (ociosa y tecnoburocrática) parece querer acelerar esta creación de entropía, favorecer la desigualdad social y el colapso. ¿Sigue siendo un modelo válido o deberíamos renunciar a él por el futuro de la especie y del planeta? El reconocimiento de los ecosistemas mutualistas es un ejercicio para aterrar (volver a la Tierra) lo que el capitalismo ha desterritorializado y para adoptar el concepto de «planetariedad» que han formulado filósofos como Achille Mbembe o Dipesh Chakrabarty, que considera el planeta Tierra como un huérfano político; ahora bien, sin excluir de él la trama de objetos y máquinas que nos rodean y acompañan, incluidas las ruinas.
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Los protocolos tensan las relaciones entre las normas, las infraestructuras tecnológicas y los cuerpos pautan nuestra relación con los ecosistemas. Los nuevos materialismos vinculan la constitución física y química de la materia, pero también sus aspectos formales y las maneras de dialogar, vitalmente, con otras morfologías y otras especies. Mirar desde lógicas ecosistémicas es abrir la puerta a estos nuevos materialismos que nos permiten que humanos, animales, plantas, minerales, objetos, residuos… adquieran sentido desde el mutualismo en la estela de Jane Bennett y su «materia vibrante» o las «maneras de ser» interespecie de Lynn Margulis, Donna J. Haraway o James Bridle. Hay que cambiar las formas de control por dinámicas de cooperación que nos hagan tomar decisiones que nos beneficien recíprocamente. Pasemos de la interfaz –aislante, virtual– a la superficie –conjuntiva, una combinación entre los cuerpos y las entidades físicas y digitales–. Se trata de ver qué morfologías la habitan, qué porción de deseo convoca, porque también se trata de pasar de la necesidad –vinculada al neuroestímulo– al deseo psicosomático –material y anímico–. ¿Qué lugar ocupamos en estas superficies vivas (living surfaces), híbridas, en esta concatenación de anhelos, accidentes y morfologías? ¿Qué relaciones fomentan y qué margen de autonomía tenemos?
En El ser y la nada, Jean-Paul Sartre dice que el vínculo entre el sujeto y su cuerpo es de vergüenza ante la posibilidad de que los otros lo vean como un objeto. Si Sartre invoca la vergüenza de ser cosa, ¿qué tipo de vergüenza sentiremos al sabernos un conjunto de datos que alimenta el neurocapitalismo? El ecosistema imbrica los cuerpos físicos y los numéricos, los humanos y los no humanos, de tal manera que no es de extrañar que se hable de «materia virtual» o de «somateca», un concepto heredero de las teorías de Deleuze y Guattari de los setenta que subraya las ficciones asociadas al cuerpo; el cuerpo como un lugar de ficciones con un poder propio como resultado de la combinatoria de sustancias hormonales, electroquímicas y mediáticas. El soma de la antigua Grecia apelaba al cuerpo físico y sensorial, mientras que, hoy en día, lo somático rompe con el dualismo cuerpo-mente para establecer un circuito que los pone en una reciprocidad inevitable.
En Chaosophy (1995), Guattari habla de oponer la energía deseosa a la noción de eros o de erotismo, más vinculada con el cuerpo, la persona o la norma. Podríamos añadir también: más vinculada a las plataformas sociales, al contrato social o a los protocolos. Según Deleuze, el cuerpo es el lugar de las vergüenzas, de los órganos, los secretos y las secreciones, los tabús incestuosos, la mitificación, la sublimación, el poder fálico, mientras que el deseo está constituido, según él, antes de la cristalización del cuerpo y de los órganos, antes de la división de los sexos, antes de la separación entre el ser y el ámbito social. Para entender el deseo, Deleuze apela a los locos, a los niños y a los primitivos que pueden hacer el amor con humanos, plantas, máquinas, inventar celebraciones…, «que no son sexuales, sino transexuales». Deleuze se anticipa al mundo más que humano que plantean los estudios poshumanistas y al mutualismo neomaterialista, que aquí se propone y que se aleja de la autosuficiencia lacónica de Narciso y Orfeo, pero también del productivismo exaltado de Prometeo.
Cuando Berardi habla del deseo, se refiere indistintamente al deseo y al erotismo. Según él, los delirios tecnológicos vinculados a internet y a la IA de gurús de Silicon Valley, que creen en una mente global, dejan fuera el cuerpo erótico y el cuerpo planetario en lo que denominan «pensamiento frígido». Son figuras que encajan con el pensamiento tecnológico patriarcal; no se sabe si es frigidez o rigidez fálica, erecciones incapaces de resolverse desde el deseo y la hylé (materia), tal como vemos también en las películas de Christopher Nolan y su imaginario tecnopatriarcal, basado en la potencia formal y funcional de la tecnología.
Lo que es interesante es la idea de que el capitalismo neuroliberal deja fuera de órbita la idea de deseo y de planeta. El capitalismo de plataforma ofrece placeres neuronales y corporales «a la carta», pero sobre todo brinda gratificaciones inmediatas y diferidas a base de automatismos y competiciones. El entorno, sin embargo, no deja de ser represivo. Lo que se reprime aquí es la autonomía y la soberanía, haciendo que el deseo esté profundamente modulado por todos los condicionamientos operantes de las infraestructuras y por sus protocolos tecnosociales. Sin tiempo, el deseo pasa a ser una acción compulsiva, pierde su elemento libidinal. Se trata, entonces, de un deseo exteriorizado, ejecutado automáticamente. Esta forma de opresión se replica en la estructura tecnoburocrática, una de las principales máquinas de represión del siglo XXI.
Tal como nos anunciaba Marcuse, la historia del humano es la historia de su represión; el principio de realidad con su orientación pragmática invalida el principio de placer. Nos encontramos con que el principio de realidad se ha convertido en el nuevo principio de placer, una realidad, eso sí, «aumentada» por las herramientas de seguimiento y por las promesas de rendimiento y productividad de la esfera tecnosocial. Algunos influenciadores encarnan esta filosofía que defiende que el éxito de la vida pasa por el sacrificio corporal, por el entrenamiento diario en una versión cosmética radical del calvinismo del siglo XVII. Pero el placer no solo se concentra en el sacrificio, también se ha convertido en sinónimo de anestesia según la lógica cíclica del capitalismo: la anestesia previa al rendimiento creciente del trabajo, pero también la anestesia derivada del consumo ilimitado de productos digitales.
A la acumulación flexible se suma la rigidez estructural (fruto de las contradicciones que genera el mito de la abundancia y su exceso formal), la deflagración químicamente estancada del ánimo, la energía vampirizada, el aplazamiento indefinido del clímax, el impedimento de la posibilidad de descanso. Poner límites solo puede ser un gesto reparador que ayude a pasar de la gratificación inmediata y de la gratificación diferida a la gratificación ligera y perdurable, al bienestar que no aspira a ser comunicado o promocionado; una afectación positiva desde lo material e impersonal que permite al individuo volver a conectar con el mundo. También es importante ir de la gratificación individual a la colectiva, porque, siguiendo con Marcuse, es en lo colectivo donde las relaciones libidinales deberían poder desahogarse.
El capitalismo de plataforma neuroliberal penaliza y se esfuerza por hacer desaparecer el placer de la comunicación, la aventura de comprender, el deseo indeterminado, la amistad sin recompensas, los espacios hospitalarios, el hecho de compartir sin dejar huella, las redes ciudadanas, las prácticas contraprotocolarias, las actividades colectivas y abiertas, la desviación táctica de los medios, el anonimato… Todos son elementos que forman parte de la historia de la tecnología digital conectada y sin los cuales los ecosistemas tecnosociales no habrían existido.
En el libro Hannah Arendt: el mundo en juego, la filósofa Fina Birulés, en el capítulo «L’especificitat de la política», señala que Arendt distingue entre el contrato social y el contrato mutuo. Mientras que en el contrato social los miembros de la sociedad ceden su poder real al gobernador, el contrato mutuo entre los individuos se basa en la reciprocidad y la igualdad:
«Esta alianza acumula la fuerza separada de los participantes y los vincula a una nueva estructura de poder en virtud de promesas libres y sinceras». De esta manera Arendt equipara la sociedad con la alianza. Quizá tendríamos que preguntarnos qué alianzas políticas, sociales y culturales se quieren crear y si estas aseguran, como pide la filósofa, la liberación del dominio, no solo la liberación de la necesidad. Si los protocolos manufacturan el consenso, las prácticas contraprotocolarias manufacturan el disenso, la indisposición del ser, el no propositivo. El disenso crea una posibilidad libidinal colectiva a través de la renuncia a provocar dolor en los demás; de impugnar aquello que amarga y desconsuela por consenso. A la vez, el mutualismo hace posible una manera de relacionarse donde son compatibles el deseo y la deuda –nexum– con los demás (humanos y no humanos). La represión neurocapitalista que vivimos no es solo individual, sino planetaria, bajo el epígrafe del necrocapitalismo. Las formas de liberación, por lo tanto, ponen en juego la deuda y el deseo a partes iguales, de lo contrario el deseo puede derivar en nuevas formas de alienación. Cuando Mark Fisher hablaba de los límites, no lo decía para añadir más capas de represión, sino para bloquear las maneras que tiene la máquina cultural de convertir la necesidad y el deseo en objeto de rendimiento y en agente clave en la cadena de destrucción material y vital.
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Donde hay cuerpo hay dolor. El dolor es uno de los grandes elementos con los que cualquier modelo de sociedad tiene que dialogar. Las diferentes maneras de gestionar el dolor ponen en evidencia el tipo de contrato social que prevalece. La película La Bête (2024), de Bertrand Bonello, imagina un futuro inmediato en el que las IA son las que organizan la sociedad. Para encontrar buenos trabajos, las personas tienen que despojarse de sus emociones y llevar a cabo una depuración genética que permita desprogramar los traumas heredados de otras vidas pretéritas y liberarse de la represión como principio de realidad. Para tolerarlo, las IA antropomórficas hacen de asistentes y de personal de compañía, pero como parte del «protocolo». La liberación de la represión no pasa por la recuperación del deseo, sino por la gestión delegada del deseo y por el autocontrol: la estoica falta de pasión es lo que rige la sociedad que intenta evitar el dolor a partir de la inacción o el retraimiento de las emociones. El autocontrol nos lleva a la figura de los burócratas, pero también de los influenciadores y de los coaches de internet que predican nuevas formas de autoridad individual a través de la formación perpetua, la puntuación, el seguimiento o la evaluación, esto es, la competición consigo mismo. Esta figura incluso nos hace añorar al Narciso de Boris Groys y sus pretensiones artísticas y metafísicas. La bestia que amenaza a la protagonista de la película de Bonello, precisamente, no es ninguna entidad salvaje, es el indiferente autómata cognitivo, programático, el burócrata servil, aquel que acepta una sociedad basada en los protocolos y la eficiencia, y es capaz de limar su sistema nervioso y su conciencia para que la máquina integrada funcione. Hay una especie de atracción infantil en el hecho de relegar el placer a la confirmación del funcionalismo exacto de la máquina integrada, como el niño que observa el automatismo de algunos juguetes sin pausa. Sin embargo, el niño, como nos recordaba Baudelaire, lo que quiere en realidad es encontrar el alma del juguete y, para hacerlo, tiene que cortar, desmontar y descubrir sus partes, para comprobar que no hay nada, solo el acto de desmontaje. La activación reincidente del mecanismo automático es solo el prólogo de lo que sucederá, la acción de hackeo y reconfiguración (re-cut) del propio juguete en el ansia metafísica que mueve a la criatura a ir más allá de lo que le es dado. Aterrar la vida nos obliga a un precioso y preciosista acto de corte, de desmontaje y remontaje, y esto también es una lección de Shelley que prevalece por encima del temor a perder poder ante el «otro», ante la criatura artificial. El creador y la criatura se entregan mutuamente, comparten deberes y deudas, el nexum.
Si el dolor desapareciera de nuestra vida –tal como pretende Elon Musk–, la idea de productividad se vería profundamente alterada. En Crímenes del futuro (2022), de David Cronenberg, las drogas ya no son necesarias porque, en el futuro indeterminado en el que se sitúa la acción, los cuerpos han dejado de sentir aflicción y la carne y sus órganos se han convertido en obras de arte (algunos individuos puede reproducirlos por sí mismos y la mayoría pueden sanarse sin necesidad de medicación). Cronenberg parte del hecho de que el cuerpo ha adquirido un nuevo significado como espacio performativo. El deseo se escapa de la representación y regresa junto a la producción y la actuación, como en muchas de las películas del cineasta canadiense. La película se basa en una premisa imposible: el dolor físico ha desaparecido y ha dejado el cuerpo vacío de significado, pero gracias a la cirugía plástica o a la capacidad de generar nuevos órganos se ha convertido en un nuevo espacio para la creación y el deseo sexual. Pasamos de la representación a la producción y a la reproducción biológica como espacio de deseo. El cuerpo se presenta como una caja negra penetrable, transitable, reinventable y la cirugía como el nuevo sexo. Viramos del «cuerpo sin órganos» (Deleuze-Guattari) a las máquinas deseosas, es decir, al cuerpo con hiperórganos que no se sabe para qué sirven y que son considerados objetos estéticos. Si Deleuze y Guattari pensaban que las sociedades modernas habían privatizado los órganos y habían llevado los flujos a dinámicas abstractas, aquí se trata de hacerlos públicos y libidinosos. Hay un momento en la película en el que se sabe que hay un «concurso de belleza interior», y un jurado se adentra en la oscuridad física del cuerpo para analizar la hermosura de estas nuevas creaciones de órganos. Incluso así, el cuerpo muestra sus limitaciones. El cuerpo, en la obra de Cronenberg, hace conscientes a los espectadores de los límites para que puedan ser superados. Los tumores, la telepatía o la hipersensibilidad del cuerpo permiten que el sujeto alucine y desee. Según el crítico de cine Sergi Sánchez, el cuerpo sin órganos es un cuerpo sin organización, que se rebela contra el sistema normativo y sus instituciones de control y poder. El cuerpo con hiperórganos podría desempeñar una función similar. Sánchez subraya que, contra la estructura de poder jerárquica y neurótica de Freud a partir del trauma, está el esquizoanálisis de Deleuze y Guattari como un conjunto de fuerzas no binarias que generan una identidad inestable, una incipiente teoría queer.
Si el personaje principal de Cosmopolis (2012), del mismo director, se dedicaba a adquirir información y convertirla en atrocidad y espanto, en Crímenes del futuro se da un retorno al cuerpo, como si pusiera a prueba el neoempirismo carnal que comenta Rosi Braidotti en su último libro. El mismo año que se estrenaba la película de Cronenberg, Paul Preciado formula la idea de «somateca», una manera de entender el cuerpo vivo como el lugar de la acción política y del pensamiento filosófico, como un archivo político dinámico en el que se instituyen y destituyen formas de poder y soberanía: «Ahora, las máquinas blandas, cuerpos adictos en agencia con las tecnologías farmacológicas y cibernéticas, se alzan y gritan: el cut-up global está en marcha». El cut-up global, como el de las incisiones eróticas de la película de Cronenberg, como el de la criatura de Shelley. Cronenberg ha seguido indagando en aquello que apuntaba Spinoza: «nadie sabe lo que puede un cuerpo». Lo emocionante de Crímenes del futuro es que, después de una pandemia mundial que ha acelerado las ficciones basadas en la crisis sanitaria en la que el cuerpo es una amenaza, el cineasta lo celebra como una liturgia terapéutica para un deseo incondicional: devuelve al cuerpo la confianza que habíamos perdido, desde la extrañeza y haciendo del arte un artefacto para el deseo. Si el COVID nos convirtió en monstruos en potencia, Cronenberg lleva al límite la monstruosidad para darle espacio afirmativo, posibilidad y belleza. Si, según Preciado, el sujeto del «tecnopatriarcado ciberautoritario» que el COVID-19 fabrica no tiene piel, estas creaciones son, precisamente, un elogio a la piel y a la carne que la tensa y la desgarra.
La monstruosidad es el resultado de lo que Deleuze, en Lógica del sentido, diría que es el paso de «las alucinaciones de las profundidades a los fantasmas de la superficie». Y cuando la superficie revienta, salen los monstruos. La monstruosidad implica la animalización, el ser singular o ser otra cosa; es estar siempre al acecho ante la posibilidad del encuentro con el otro, es existir desde la diferencia, desde la desviación de la norma; una manera psicosomática de hacer inoperativos la competición, la métrica y los protocolos, de compartir espacio imaginario y acciones conjuntas con los fantasmas de la superficie, de dejar de temer las alucinaciones de las profundidades donde los auditores y los tiranos esperan, en vano, que se les devuelva el poder de controlar la máquina integrada. El monstruo es la antítesis del cuerpo-máquina y de la máquina que toma cuerpo dentro de nosotros. Sin este poder, lo que queda es el costillar del sistema a la vista, una red de infraestructuras y protocolos informáticos, de documentos y vertederos, de estancias vacías y trabajadores desprogramados, pálidos, con la mirada errática, que también esperan, como sus amos, alguna instrucción para poder seguir existiendo, operando.
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Autora: Ingrid Guardiola. Traductora: Cristina Zelich. Título: La servidumbre de los protocolos.
Editorial: Arcadia. Venta: Todos tus libros.
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