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La vaca, de Augusto Monterroso

La vaca, de Augusto Monterroso

La editorial Alianza publica La vaca, conjunto de textos breves “pacientemente” reunidos en su momento por el maestro del relato corto: Augusto Monterroso. En ellos habla de su relación con la literatura, los libros y los escritores. Un mosaico lleno de curiosidades, agudezas, ironías y brillantes atisbos.

En Zenda ofrecemos el primero de los textos, titulado precisamente “La vaca”, que aparece en la antología homónima de Augusto Monterroso (Alianza).

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LA VACA

El poeta y su trabajo es el título general de una colección de cuatro volúmenes publicados por la Universidad de Puebla, México, entre 1980 y 1985, en los que se recogen «poéticas» y ensayos afines —desde Edgar Allan Poe— de poetas modernos: Rainer Maria Rilke, Wallace Stevens, Haroldo de Campos, Gottfried Benn, Allen Ginsberg, Giórgos Seféris, Paul Valéry y otros, en ese desorden. Comenzó la serie el argentino Raúl Dorra, y la continuó el argentino Hugo Gola.

Al leer en el primer volumen la Segunda parte del ensayo titulado «¿Cómo hacer versos?», de Vladimir Maiakovski, en el que éste se propuso explicar, a la manera de Poe, la forma en que concibió y escribió su célebre poema «A Serge Esenin» (futuro suicida él mismo, Maiakovski condena en ese trabajo el reciente suicidio de Esenin), encuentro lo siguiente: «En el lugar de un “monumento a Marx” se reivindicaba un monumento a la vaca. Y no a la vaca lechera al estilo de Sosnovski, sino a la vaca símbolo, a la vaca que da cornadas contra la locomotora».

Y esa locomotora me remonta al cuarto de la calle París que habité durante mi exilio de Santiago de Chile, en donde una mañana de septiembre de 1954 escribí una especie de poema en forma de cuento muy breve, o cuento en forma de poema en prosa muy breve, titulado «Vaca», que incluí cinco años más tarde en mi primer libro. Se trata de mi visión de una vaca muerta –«muertita», como en esa página se dice, a la manera mexicana– al lado de la vía férrea, y que yo percibo desde el lento tren en marcha, no atropellada por éste, ni por cualquier otro, sino muerta de muerte natural (vale decir, tratándose de una vaca boliviana del altiplano, seguramente de hambre) y, sin proponérmelo con claridad, convertida en ese momento por mí en símbolo del escritor

incomprendido, o del poeta hecho a un lado por la sociedad. Durante mucho tiempo recordé con entera claridad haber visto esa vaca muerta, de carne y hueso y piel, en el alto desierto de Bolivia; pero ahora, no sé por qué suerte de capricho mental, pretendo no estar tan seguro y me gusta jugar con la idea de que quizás sólo la imaginé.

Sin embargo, la vaca como símbolo de algo triste y como tema literario apareció ante mí por primera vez cuando en la preadolescencia leí el cuento «Adiós, Cordera», de Leopoldo Alas, Clarín, que entonces me conmovió enormemente, y después he declarado hasta como una de mis influencias.

Pero he aquí que un día de octubre de 1986, en Managua, el poeta Carlos Martínez Rivas (a quien por cierto yo había llevado de obsequio los cuatro volúmenes publicados en México por Dorra y Gola), con el poeta español José María Valverde sentado sonriente entre él y yo, me preguntó a quemarropa que cómo era posible que yo hubiera declarado en público semejante barbaridad –la de aquella influencia–, siendo Leopoldo Alas (en general o sólo en sus cuentos, no recuerdo bien) un escritor tan malo.

Confieso que en ese momento, bajo los rayos del ardiente sol nicaragüense que daban en forma directa sobre mi cráneo desprotegido y me hacían recordar, sin decirlo, el buey de Rubén Darío y la vez que de muy niño éste se perdió en el campo y fueron a encontrarlo, según él mismo lo cuenta en su Autobiografía, debajo de las ubres, precisamente, de una vaca, fui débil, y le respondí apologético que yo declaraba ese cuento una influencia sentimental, como lectura que me había conmovido en la vida y me había enseñado a sentir; no como influencia artística, o formal.

–Ah, bueno; así sí –concedió Martínez Rivas, y yo prometí que en regresando a casa lo releería.

En ese mismo instante el poeta Valverde, el poeta Martínez Rivas y yo estuvimos de acuerdo en el viejo tópico consistente en lo peligrosa que puede ser la relectura de autores que en la niñez nos han parecido maravillosos. Pero yo ahora, sin volver a un lado la cara, ni por lo bajo, como dicen que hizo en su momento Galileo Galilei, pienso y me digo y lo declaro en voz alta: Epur si muove.

Ya en plena adolescencia, cuando emprendí vagos estudios de latín, se me aparece otra vaca en la fábula de Fedro que comienza:

Nunquam est fidelis cum potente societas 

que me sirvió, o que conté de nuevo con variantes de intención y más tremendo final en otro de mis libros, sin pretender acaso simbolizar con ella la indefensión de los débiles cuando se quieren pasar de listos ante el poder. Pero los símbolos se obstinan en renacer de sí mismos, y uno sólo necesita colocarlos ahí para que vuelvan a serlo.

«Esenin», observa más adelante Maiakovski, «se había emancipado del idealismo campesino; pero tuvo, evidentemente, una recaída; así, junto a

El cielo es una campana

la luna el badajo

estaba la apología de la vaca».

Las vacas pueden ser utilizadas como símbolo de muchas cosas. Sólo es feo y triste ponerlas como sím­bolo de mansedumbre y resignación.

La vaca de Maiakovski dando cornadas contra la locomotora: mucho mejor.

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Autor: Augusto Monterroso. Título: La vaca. Editorial: Alianza. Venta: Todostuslibros.

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