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El Número Uno, de John Dos Passos

El Número Uno, de John Dos Passos

En 1943, John Dos Passos publicó una novela que hoy parece totalmente visionaria. En El Número Uno reflexionó sobre los riesgos de que el populismo llegara a la escena política y de que se convirtiera en un fenómeno de masas. El escritor se basó en el senador del estado de Luisiana Huey Long pero, leyéndola hoy, nos vienen muchos otros nombres a la cabeza.

En Zenda reproducimos el arranque de El Número Uno (Impedimenta), de John Dos Passos.

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I

Cuando te pones a buscarlo, al final el pueblo siempre es alguien, tal vez un trabajador:

un hombre solo, que conduce una grada de discos, que da gritos a pleno pulmón a una yunta de mulas rebeldes (la que le da más guerra es la de fuera, huraña y caprichosa, que frunce los belfos negros y muestra los dientes amarillos en un intento de morder el cuello polvoriento de la mula más cercana); es marzo y el viento seca los nudillos agrietados de la mano que sujeta las riendas; las palancas traquetean; debe de haber un tornillo suelto debajo del asiento; es difícil seguir en línea recta sobre los surcos, pues la estructura de hierro unida con alambre da tumbos contra los duros terrones;

es marzo, el sol calienta y el viento seco raspa la piel y eriza los jirones de cielo color huevo de petirrojo reflejados en los charcos a lo largo del sendero que corta en línea recta desde el buzón al pie de la cerca de alambre hasta la casa de ventanas lisas que se alza inclinada hacia atrás como una mula encabritada:

un hombre de unos veinte años, tal vez, de cuello huesudo, enrojecido y arrugado por la intemperie que asoma del jersey deshilachado, con el ceño fruncido bajo la gorra de visera azul, que conduce el tintineante montón de hierro y acero sobre los terrones endurecidos (la tierra es arcillosa y antes de que acabara de ararla en invierno cayeron varios aguaceros):

un hombre solo con una yunta de mulas rebeldes y el campo arado rodeado de maleza por tres lados y el cielo lleno de mirlos que dan vueltas, se desperdigan y aterrizan tras él para picotear a toda prisa entre los surcos nuevos; mientras grita, tira de las riendas para dar la vuelta al llegar a la cerca y aplasta los tallos pardos y las vainas plateadas de los hierbajos del año anterior, y los mirlos se asustan, alzan el vuelo en círculo, motas negras contra los níveos bloques de nubes que flotan como hielo a la deriva entre los rápidos azules y ventosos del cielo;

cada vez que pasa por delante de la puerta de la cocina hay más ropa secándose en la cuerda; a veces ve a su mujer, con las pinzas de madera en la boca, forcejear con una sábana húmeda, u oye los gritos del niño de dos años o el débil llanto del recién nacido;

al dirigirse hacia la carretera ve los hilos que penden de un poste a otro y los camiones y los coches rápidos y brillantes y los carricoches viejos que se arrastran como moscas verdes por el alféizar de la ventana;

cada vez que pasa por la puerta de la cocina llega a sus oídos el sonido de la radio, voces que anuncian el precio del ganado en Kansas City, del grano en Chicago, los resultados del fútbol, las noticias de la guerra, la suave frase de un discurso gubernamental, el swing que gimotea entre el humo de una pista de baile en algún lugar donde todavía es de noche,

la voz directa de tú a tú de un candidato que quiere ser elegido,

voces que anuncian ofertas, amenazan con enfermedades, ofrecen gangas y engatusan con oportunidades,

voces de las gargantas guturales de locutores en estudios de cristal más allá del cielo, de las nubes, de los mirlos y del viento,

que golpean los oídos y se desvanecen en los olvidadizos recovecos del cerebro atento al borde del surco y la yunta de mulas rebeldes y la mujer que tiende la colada y la tos ferina del niño y el débil llanto del recién nacido en su cuna mojada.

NIÑO POBRE

Tyler Spotswood se estaba devanando los sesos. Una gota de sudor le corría entre los omoplatos hasta el lugar donde la camisa mojada se pegaba a su columna vertebral. Soltó el cuaderno de notas, se recostó en la silla y se quedó contemplando el techo. El zumbido del ventilador eléctrico de la habitación del hotel le daba sueño. Hacía mucho calor esa noche.

El tartajeo de la máquina de escribir lo despertó con un sobresalto. Empezó a caerse hacia atrás, pero recobró el equilibrio de un salto y aterrizó sobre la planta de los pies con la silla en una mano, igual que un acróbata al terminar una pirueta. Se frotó los ojos y fue al otro lado de la habitación, donde Ed James estaba encorvado sobre una máquina portátil a la luz de una lámpara con pantalla de flecos. Enseguida vio que Ed estaba escribiendo, una y otra vez: «Ha llegado el momento de que las personas de buena fe acudan en ayuda del partido».

Ed se quitó la visera verde y se secó la calva con un pañuelo. Alzó su cara de luna para mirar a Tyler con los ojos redondos y enrojecidos.

—¿Acaso es culpa mía —preguntó con voz quejosa— que una casa de huéspedes al lado de la vía del tren no sea el mejor sitio para gestar un futuro presidente?

—Te equivocas, Ed —respondió Tyler. Empezó a andar nervioso de aquí para allá—. Pero ¡si Chuck Crawford nació en el seno mismo del pueblo americano…! Ya verás cuando lo conozcas… Yo, desde luego, ya te he dicho lo mucho que lo admiro… De lo contrario, te aseguro que no estaría ahora en Washington. Lo que quiero que entiendas es que Chuck es uno de esos que da igual donde nazcan porque siempre será el sitio adecuado, ¿comprendes?

—Bueno, políticamente, Texarcola tiene sus ventajas… Está en dos estados.

—Ed, lo malo de ti es que has vivido demasiado tiempo en el Este… Te has vuelto cínico… Has olvidado cómo piensa la gente allí.

Tyler se detuvo detrás de la silla de Ed y encendió un cigarrillo. Frunció el ceño, bajó la vista y observó su calva, el rostro sonrosado, surcado de arrugas y cubierto de gotitas de sudor, los hombros rollizos y pecosos que asomaban por debajo de la camiseta y las manos sin vello que se cernían indecisas sobre las teclas de la máquina de escribir. Los hombros de Ed habían empezado a estremecerse. Cuando se volvió, Tyler reparó en que tenía la cara convulsionada de risa.

—Venga ya, Toby, a ver si ahora voy a ser yo el yanqui —balbució en cuanto pudo recobrar el aliento—. Vamos, hombre, nací y me crie allí. Yo soy esa gente.

Tyler tampoco pudo contener la risa.

—Bueno, reconozco que yo no soy ni una cosa ni la otra. —Bostezó—. Lo que pasa es que no duermo lo suficiente, como cualquiera que intente seguirle el ritmo a Chuck Crawford… Aun así, quiero que prepares una especie de borrador. Ya completarás los hechos con lo que diga Chuck.

Ed soltó una risita.

—¿Hechos, dices?

—Ed… Chuck es un gran hombre. Algún día será presidente de los Estados Unidos.

—Ya, como todos.

Tyler notó que lo invadía el malhumor igual que el mal sabor de una resaca. Fue a la ventana para tratar de dominarse. El ruido resbaladizo de los coches llegó por la densa noche de mayo desde las carreteras que seguían el cauce del río donde los faros formaban un túnel luminoso que se retorcía a través del follaje. Junto con el olor asfixiante a gas etílico y gasolina quemada llegó un aroma de savia de hojas marchitas y hierba pisoteada que le recordó a la ropa interior femenina. Lanzó la colilla del cigarrillo con el pulgar y el índice y observó la estela de chispas rojizas que dejó antes de perderse de vista.

—Toby —se oyó a sus espaldas la voz conciliadora de Ed—, ¿es que no quieres que disfrute con mi trabajo?

—Siempre se me olvida que no lo conoces… Vamos a pedir algo de beber, por el amor de Dios…

Cuando Tyler volvió del teléfono, Ed lo estaba esperando con una hoja en blanco en la máquina de escribir.

—Bueno, nació en 1898 en Texarcola…, estudió en la escuela pública… ¿Cómo era su padre?

—Conocí al viejo Andrew Crawford cuando pensaba dedicarme al negocio de la madera con Jerry Evans… Unos años antes, había sido un picapleitos de pueblo bastante bueno, pero era muy testarudo y siempre andaba metido en líos. Los predicadores decían que era ateo…, ya sabes…, siempre dispuesto a abrazar la causa más absurda… Un agnóstico de aldea. La pobre señora Crawford no tuvo buena suerte. Seguro que había veces en las que pensaba que el diablo en persona iría a llevarse al viejo. Pero él era muy popular entre algunos tipos del pueblo. Participaba en todas las campañas políticas locales y tenía muchos seguidores. Lo recuerdo soltando un discurso en la trastienda de la mercería de Ed Seafort con un sombrero polvoriento en la cabeza y un hilillo de jugo de tabaco a cada lado de la barbilla.

La máquina de escribir de Ed estaba tamborileando.

—Estupendo… —dijo Ed—, uno de los míos —añadió con amargura.

—La señora Crawford era una mujer más bien triste. Su madre provenía de una antigua familia dueña de una plantación en Georgia, y se había casado con un predicador ambulante. Era una persona leída, pese a ser tan religiosa. Chuck aprendió mucho de ella. Imagino que eran la familia más culta del pueblo, aunque su situación era más bien apurada, por decirlo suavemente. Más de un día no tenían ni para comer. Chuck empezó a ganarse la vida nada más cumplir los diez años

—¿La madre vive todavía?

—Vive con unos parientes en Indian Springs. Chuck hace todo lo que puede por ella.

—Es una suerte. Una madre anciana y presentable puede resultarle muy útil si llega a ser una figura nacional. A Tyler se le tensaron de rabia los músculos de la mandíbula.

—Ed —empezó a decir con voz solemne—, si no fuese porque sé que harás un buen trabajo…

—Claro que haré un buen trabajo… Pero que escriba la autobiografía de alguien no significa que… Caramba, si no le viera el lado gracioso, ya estaría muerto.

—Ya verás cuando lo conozcas.

—Lo de los padres suena bien… Me da que lo voy a pasar en grande escribiendo este libro.

—Él te lo contará todo… Lo único que tienes que hacer es juntar los párrafos.

Ed soltó una especie de bufido, aunque sin apartar la vista del teclado.

Acababan de beber el primer trago de whisky con soda cuando sonó el teléfono. Tyler hizo una sonriente reverencia ante el auricular al reconocer la voz de Sue Ann.

—Hola, Tyler, ¿qué tal os va? —parloteó ella sin aliento—. Menuda cena. Me llevé un susto de muerte. Estaba allí el presidente del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. Tendrías que haber visto a Chuck… Estaba guapísimo con su esmoquin… Como un niño pequeño comiéndose un helado con el maestro. Al salir, nos ofrecimos a llevar al senador Johns en coche a casa y Chuck lo convenció para que venga hoy. Así que vamos a ser unos cuantos. Me voy a pasar para hablar un momento con vosotros antes de entrar.

—Aquí estaremos, Sue Ann. —Tyler colgó el teléfono. Volvió con Ed y se plantó detrás de su silla—. Era Sue Ann… Aún no te he hablado de ella.

—¿La señora Crawford?

Tyler asintió vigorosamente.

—Es una mujer muy inteligente. Fueron juntos a la universidad… Los dos estudiaron derecho y aprobaron el examen del Colegio de Abogados la misma semana. Ella era Jones en el primer bufete de Chuck: Crawford y Jones.

—¿De dónde es?

—De un pueblecito de la franja de Oklahoma… Si no nos hubiese puesto firmes cuando más falta nos hacía, Chuck no estaría hoy donde está y yo tampoco. Va a venir un instante antes de llevarnos a la suite. El senador Johns está con ellos… Y el senador no se tomaría la molestia de venir si creyese que Chuck no era más que un palurdo, ¿no te parece?

Mientras hablaba, Tyler se había inclinado sobre el cajón de la cómoda para sacar una camisa limpia. Con la camisa en la mano, apuró el whisky de un trago y entró en el baño a lavarse la cara. Ed siguió escribiendo a máquina. Cuando Tyler salió a anudarse la pajarita azul ante el espejo de la cómoda se detuvo un instante y se quedó mirando su rostro flaco y amarillento de cejas rectas y negras. Tenía bolsas debajo de los ojos y un principio de arrugas en las mejillas. No le gustaba el aspecto de su cara. Tenía el blanco de los ojos enrojecido. «Otra vez estoy bebiendo más de la cuenta», se dijo.

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Autor: John Dos Passos. Título: El Número Uno. Traducción: Miguel Temprano García. Editorial: Impedimenta. Venta: Todostuslibros.

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