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Las caras nuevas de los demás

Las caras nuevas de los demás

Llevo un tiempo encontrándome con gente en los lugares más insospechados, retorcidos, bizarros, imposibles y remotos. Nos vemos siempre a la misma hora, aunque los relojes no funcionan y siguen un ritmo inverso, como si estuvieran arrepentidos del tiempo vivido y quisieran reconducir esos minutos y segundos hacia horas más fructíferas o, al menos, no tan dolorosas o banales. A algunas de esas personas las reconozco, pero no por su aspecto o su voz, sino por lo que despiertan en mí. Sé quiénes son aunque no se parezcan a quienes son en realidad. No son sus ojos, ni sus facciones, ni siquiera sus movimientos. A veces tampoco es nada de lo que dicen, pues, la mayoría de las veces, no tiene ningún sentido.

Cuando me encuentro con Silvia o Vero, con Jose o Lita, con Leo, Susana, Miguel o cualesquiera otros, todo parece casual y fuera de contexto, pero no nos cuesta (casi nunca) entablar una conversación absurda y debatir sobre asuntos de extrema importancia para nosotros pero que, para el resto del mundo, no tienen apenas relevancia. Hay ocasiones en las que incluso me encuentro con mis chicas, de compras en algún centro comercial que es más grande por dentro que por fuera o en alguna reunión familiar donde la familia me mira con cara de pez sin pronunciar palabra. No entiendo nada hasta que descubro cuál es la nota disonante, el detalle que desentona dentro de esa escena. De esa y de todas. Porque caminar por la Luna mientras hablo con Eric sobre el próximo episodio de Ficciópatas o me tumbo en el fondo del mar a tomar el sol mientras leo y hablo de Crimen y castigo con el gañán como si estuviésemos debatiendo sobre las últimas decisiones del gobierno me parece de lo más normal hasta que soy consciente de lo anormal que es, sobre todo cuando entendemos que no estamos conversando sobre la novela de Dostoyevski y tratamos de decidir cuál de los dos hará el papel de Crimen y cuál el de Castigo. Somos Reservoir Dogs. Somos Tarantino.

"A quien hace tiempo que no veo es a la bruja. Y es mejor así. No la soportaba. Me irritaba y asustaba como nadie lo ha hecho nunca"

No es la primera vez que me escondo tras las cajas de un almacén mientras presencio intimidado el asesinato de un hombre gato a manos de Silver Nagaheco y lo celebran liberando una miríada de pájaros cautivos. Ni tampoco será la última que emprenda el largo camino de baldosas amarillas que me lleva hacia quién sabe dónde —pero no Oz— departiendo sobre la situación actual de mi vida y la sociedad con alguien que lleva muerto demasiado tiempo y que, a veces es familia, a veces una reconocida figura del pasado, a veces alguien a quien no ubico, pero que me sonríe y me habla como si me conociese de esta y todas las vidas pasadas y futuras.

Escucho el tic tac de ese reloj que va hacia atrás y distorsiona cada vez que voy al encuentro de alguien nuevo. Hay ocasiones en que ni nos miramos a la cara. Nos saludamos con desdén o desgana, rara vez con indiferencia. Cuando nos encontramos sentados a la misma mesa, comemos historias y bebemos sueños, nos reímos de nada y volvemos a empezar. A quien hace tiempo que no veo es a la bruja. Y es mejor así. No la soportaba. Me irritaba y asustaba como nadie lo ha hecho nunca. Por más que corriera por entre las rendijas de la casa, escalando paredes o atravesando puertas y ventanas, siempre la tenía pegada a mis talones, riéndose y agitando su escoba. Tampoco el tipo ese de la bola de metal que vivía en la funeraria. Con él hace tiempo que no me cruzo. Pero sí lo hago, muy de cuando en cuando, con aquella ex que me atravesó el corazón o me dijo «ya hablaremos» con la intención de romper esa promesa antes incluso de que las palabras mágicas salieran de su boca. No sé si es mejor o peor que la bruja. Cuando me la tropiezo, mi primera impresión tiende hacia lo segundo. Luego me digo que no, que las brujas no existen. Aunque yo sé que sí, porque he conocido a algunas en el pueblo de al lado y sé de buena tinta que el aquelarre no anda lejos de aquí.

"Esa conversación, ese sitió, siguió en mi cabeza varios minutos antes de desvanecerse en la vigilia. No del todo. Con otras personas ha sido diferente"

Sea como sea, una vez soy consciente de dónde estoy y con quién estoy hablando, jugando, bebiendo, fumando (y esto es horrible, porque después de más de una década sin fumar, me levanto con la lengua de esparto, pastosa y áspera como la de un gato) o caminando por el techo mientras hago malabares sorteando la gravedad y contrariando todas las leyes de las física, noto que el tiempo se me acaba. Y, aunque puedo expandir ese universo hasta donde mi imaginación me lo permita, sé que no dejará de ser un sueño y que, como decía Calderón de la Barca, «los sueños, sueños son». Y las pesadillas, ya puestos, también. Por mucho que nuestro cerebro crea a pies juntillas en lo que ve como si fuera real. Por mucho que lo sintamos, que demos un bote sobre la cama creyendo que caemos al vacío o nos levantemos con las lágrimas pegadas a la almohada porque hemos hablado con alguien a quien echamos mucho de menos y ya no está o está pero no aquí. Lo curioso de todo esto es que, últimamente, esa lucidez traspasa el delicado velo de la frontera de una forma que no puedo explicar.

Esta semana me ha pasado dos veces. Una cuando fui a recoger a Zoe de sus clases de karate y me encontré con Elisa. Después de un rato hablando me dijo que le pareció muy interesante lo que le dije el lunes cuando me la encontré en el supermercado y que había puesto en práctica algunos de mis consejos. Llevaba semanas sin verla. En esta realidad. Sí había estado hablando con ella, pero el súper que me comenta —lleno de artilugios extraños de colores exaltados, almas enlatadas y monedas de chocolate con cuyos envoltorios se puede pagar al salir— no existe en el pueblo y, ya puestos, en esta realidad. Ella lo recuerda. Y yo también. Esa conversación, ese sitió, siguió en mi cabeza varios minutos antes de desvanecerse en la vigilia. No del todo. Con otras personas ha sido diferente. La otra vez que me pasó esta semana fue en un encuentro casual por el paseo de la playa. No la conozco. Pero parecía que sí. Estaba en ese limbo de la memoria al que van los recuerdos difíciles de atrapar. Sé que a ella le pasó también. Habíamos olvidado el encuentro furtivo al abrigo de Morfeo y apenas fuimos capaces de aprehender esa terrible sensación de familiaridad colgando del borde de nuestro pensamiento, como la palabra en la punta de la lengua que no se atreve a salir. Nos miramos, nos reconocimos, pero no encontramos el anclaje, la situación, el evento nocturno en el que nuestros sueños se habían cruzado antes de saltar, contaminados, a la realidad. A veces, cuesta acostumbrarse a esos sueños lúcidos. Sobre todo cuando se te escapa la arena entre los dedos. Intuyo que, más pronto que tarde, robar horas a la vigilia, terminará por pasar factura.

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