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Las Crónicas de Güilliam de Canford, el arquero siniestro sin dedos: El Perro Ladrador

Las Crónicas de Güilliam de Canford, el arquero siniestro sin dedos: El Perro Ladrador

Corre el año 1476. Güilliam de Canford, conocido como el Arquero Siniestro Sindedos, se dirige a cumplir una misión encomendada por el rey Fernando de Aragón, cuando es encerrado en las mazmorras del castillo de Frías con otros dos prisioneros: un prestamista judío y una supuesta bruja, María la Gatusa. Desconocen de qué crímenes se les acusa, pero aun así los obligarán a confesar su culpabilidad, y eso los llevaría a la horca. En la mejor tradición de la novela negra, donde el Colt es reemplazado por el arco y las flechas, Güilliam busca desentrañar un misterio muy singular y descubrir a un insólito culpable. Le va la vida en ello y pondrá en juego su sarcasmo y la falta de escrúpulos propia del mercenario que es.

Acompañado de María la Gatusa, que no es ni una dama ni una bruja, aunque podría ser ambas, Güilliam nos adentra en el turbio ambiente de una ciudad medieval y sus más representativos personajes. Sus pesquisas lo llevan a intimidar a un tahúr, chantajear a un religioso, amenazar a un artesano, desafiar a un caballero armado y enfrentarse a la nobleza. De paso, nos proporciona una visión crítica de la época, a veces sórdida y otras surrealista, pero siempre ocurrente.

Zenda publica un fragmento de este sainete medieval escrito por Daniel Bilbao.

Sin ser un visitante habitual de las mazmorras de un castillo tampoco me son del todo desconocidas. Bien sea por haber sido carcelero o encarcelado en distintas ocasiones. Son todas más similares que distintas: con escaleras y pasillos estrechos y, dado que están en los sótanos, generalmente húmedas y decoradas con musgos de todas las gamas de verde. Solo en verano se puede encontrar uno a gusto allí, siendo el lugar más fresco de toda la plaza fuerte. Siempre suele haber dos tipos de alojamiento: uno para los nobles y otro para el resto. El primero tiene una ventana por donde entra luz natural y es más amplio, a veces incluye un camastro de paja limpia. El segundo es totalmente ciego y en él apenas se diferencia la noche del día a no ser por la luz de las velas que se acercan y se alejan según los carceleros hacen su ronda de guardia. Existe una tercera estancia compartida, donde se almacenan y usan el potro, la dama de hierro y las tenazas para obtener confesiones, tanto verdaderas como falsas. Es preferible evitarla como usuario, pero más aún como destinatario.

No se me concedió el trato del noble y de un empujón me encontré en un agujero negro. Inmediatamente noté el golpe de mis botas en la espalda. Mis guardianes las habían arrojado, con mala leche, junto a mi jubón y calzas para que me vistiese. Hurgué en la parte trasera de estas y noté el cuadrado de papel en el bolsillo. El caballero don Álvaro no se había molestado en examinar mis vestimentas.

Antes de que mis ojos se acostumbrasen del todo a la oscuridad, oí la presencia de otras dos personas corriendo mi misma suerte, o falta de ella, y aunque las circunstancias no eran las más adecuadas para las presentaciones formales, extendí mi mano izquierda con esperanza de que alguien la apretase.
—Soy Güilliam de Canford —dije a la negrura.

Intuí un movimiento que se acercaba, y alguien, tanteando mi brazo, consiguió estrecharme la mano.

—Me llamo Gabriel Benaquiel —dijo una voz suave con la lenta cadencia que acompaña a una edad avanzada.

Una segunda voz surgió de un bulto situado en la esquina más alejada de la puerta. Era la de una mujer joven y con una pronunciación, sino educada, bien modulada. No daba ninguna muestra del temor que su situación pudiese justificar.

—Yo soy María y me conocen como la Gatusa.

Decidí romper el hielo con la pregunta más obvia:

—¿Por qué estáis aquí?

—Ni idea.

—Yo tampoco.

Completé la rueda de respuestas confirmando que yo también ignoraba los motivos de mi detención.

—En ese caso, estamos aquí por lo mismo —apuntó el viejo con filosofía, sin dar más explicaciones.

—Seguramente —remató la joven.

Les hice saber que era extranjero en aquellas tierras y que desconocía sus costumbres, sobre todo en lo concerniente a detenciones aleatorias.

—Somos sospechosos —dijo lacónicamente Benaquiel.

—¿De qué?

—Algo habremos hecho.

—No puedo hablar por vosotros, pero yo no he hecho nada vagamente impropio desde que llegué a Frías.

—Yo también tengo la conciencia tranquila —continuó pausadamente el anciano—, pero acabaré confesando mi culpabilidad de lo que sospechen que he hecho.

—¡Hijos de puta! ¡Yo no pienso confesar nada! —gritó la joven.

—¡Aaah! La rebeldía y la esperanza de la juventud —suspiró el viejo y añadió con crueldad—: Espera a que crujan tus rodillas y se disloquen tus hombros en el potro de tortura.

Aquel comentario no ayudaba en absoluto y pensé que sería más útil descubrir si se nos acusaba de lo mismo o de crímenes distintos. Después de una pequeña discusión, donde la rabia de María se compensaba con la resignación de Gabriel, decidimos que nos atribuían el mismo crimen. Don Álvaro y sus esbirros habían detenido primero a Benaquiel y después a María para terminar su ronda conmigo en la posada. El crimen, fuese el que fuese, había ocurrido esa noche, fue descubierto al amanecer y los tres sospechosos, entre los cuales se encontraba el culpable, fueron detenidos a primera hora de la mañana. Nadie podría dudar del buen hacer de las fuerzas del orden. Esos serían los rumores que estarían corriendo entre la gente y que más temprano que tarde se confirmarían.

Oí los pasos pesados del carcelero antes de distinguir su movimiento en las sombras iluminadas por su vela. Los escasos segundos que duraría su visita iban a despejar muchas de las preguntas que me venía haciendo. Corrió ruidosamente el cerrojo y abrió la puerta para pasarnos un botijo de agua y tirarnos unos mendrugos de pan seco. Con la vela en alto comprobó que todo estaba normal, y yo conseguí ver cómo eran mis compañeros. Con un portazo, y llamándonos asesinos y ladrones, se fue. Las piezas de aquel sinsentido empezaban a existir y en algún momento llegarían a encajar.

No me había equivocado al pensar que, por su voz, Gabriel era un anciano. Tendría sus setenta años, estaba ligeramente encorvado, con el pelo y la barba canosos y bien cuidados. Su túnica sombría de un terciopelo pesado mostraba una riqueza sin estridencias, y sus botines de cuero bien formado, un gusto por la comodidad más allá del dinero que debían haber costado. La amplia nariz que dominaba sus rasgos y la kipá que llevaba en la cabeza decían todo lo demás: era judío.

Por su parte, María la Gatusa apenas si había pasado de los veinte años. Su detención debió ser digna de ver porque estaba cubierta de barro; el resultado, sin duda, de haber sido arrastrada por las calles. A pesar de ello, vi que su atuendo no era ni el de una noble ni el de una campesina, sino de ese grupo intermedio que incluye a comerciantes y artesanos y que forman la espina dorsal de una villa. No había pasado hambre y de ahí su rebeldía. Su cara podría ser grata sin el ceño fruncido y los labios apretados que las presentes circunstancias excusaban. En el muy fugaz instante en que la vi, su cabellera roja como las llamas me llamó la atención, pero me impactó más aún su mirada: uno de sus ojos era azul intenso, el otro gris como el acero de mi daga. No creo en las brujas, pero si haberlas haylas, tendrían la apariencia de María la Gatusa.

El viejo Gabriel había tenido razón al decir que estábamos encarcelados por sospechosos: uno por judío, la segunda por bruja y yo, el tercero, por ser un aventurero extranjero, armado hasta los dientes. El carcelero nos había vilipendiado llamándonos asesinos y ladrones, cuando perro judío, bruja del diablo o matón a sueldo hubiesen sido unos insultos más naturales y atinados. No era descabellado asumir que durante la noche alguien había muerto de forma violenta para ser robado. La horca era el castigo habitual para ese crimen en el Reino de Castilla. Aunque María quizá fuese quemada en la hoguera por bruja y al viejo se le parase el corazón en el potro de tortura.

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Autor: Daniel Bilbao. Título: Las Crónicas de Güilliam de Canford, el arquero siniestro sin dedos: El Perro Ladrador. Editorial: Editorial Mong. Venta: Todostuslibros y Amazon

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