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Las hermanas Materassi, de Aldo Palazzeschi

Las hermanas Materassi, de Aldo Palazzeschi

Teresa y Carolina Materassi son dos hermanas en la cincuentena que siempre han estado juntas y que se ganan desahogadamente la vida como bordadoras y costureras de lencería fina en un pueblito a las afueras de Florencia. Plena de modernidad y definida por André Gide como la mejor novela italiana de su época, Las hermanas Materassi consagró a Aldo Palazzeschi, una de las figuras más interesantes de las vanguardias italianas de la primera mitad del siglo XX.

Zenda adelanta las primeras páginas de esta novela publicada por la editorial Periférica.

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SANTA MARIA A COVERCIANO

Para los que no conocen Florencia o la conocen poco, a la escapada y de paso, diré que es una ciudad de enorme encanto y belleza, estrechamente rodeada de colinas de exquisita armonía. No se vaya a creer que este estrechamente significa que los pobres habitantes de la ciudad tienen que levantar la nariz para ver el cielo como si se hallara en el fondo de un pozo, todo lo contrario, y aún le añadiría un dulcemente, que considero de lo más apropiado, puesto que las colinas descienden de manera gradual, desde las más altas, que reciben el nombre de montes y cuya altura anda rondando los mil metros, hasta los leves y singulares montículos, que no sobrepasan los cincuenta o cien metros. También diré que la colina frontera a la ciudad, cerniéndose en picado sobre ella, sólo por un lado y en un breve trecho, da lugar a una verdadera balconada a la que uno se asoma con indescriptible placer. Se llega hasta allí por medio de unas escalinatas:

Per le scalee che si fero ad etade
ch’era sicuro ‘l quaderno e la doga.

Por si alguno no hubiera entendido, cabe explicar que este modo original de tratar de falsarios y ladrones a los propios contemporáneos es también costumbre florentina, y nosotros, que no caeremos jamás en la audacia de contradecir al divino maestro, admitimos que lo sean y seguimos adelante. Escalinatas, pues, o calles tan empinadas que su solo nombre basta para que nos hagamos cargo de sus características: costa Scarpuccia, erta Canina, rampe di San Niccolò… La colina de enfrente a la que acabamos de referirnos es la parte del Viale dei Colli que se prolonga hasta el Piazzale Michelangiolo, que muchos habrán oído nombrar, aunque no lo hayan visto, o del que tendrán una idea gracias a las fotografías y a las tarjetas postales.

Así pues, por este motivo entre la ciudad y sus colinas median extensiones llanas más o menos amplias que llegan a separarla de ellas dos o tres kilómetros, algunas veces menos, algunas veces más.

He dicho de exquisita armonía porque lo primero que salta a la vista del espectador, por distraído, mediocre o indiferente que sea, es la silueta de las colinas, que si se ha contemplado una vez resulta difícil de olvidar. Esta armonía tiene su origen en irregularidades tan insólitas que sólo pueden ser obra del azar: sublime significado que intenta poner de relieve el aroma de milagro y de misterio con que pronunciamos esta palabra, queriendo expresar, para ser más claros, que cuando el azar es el arquitecto se quedan admirados todos los arquitectos de la tierra. Son irregularidades imprevistas que nadie sabría corregir, ni aumentar, ni menguar; que no caen jamás en lo triste, ni en lo hórrido, ni en lo romántico, ni en lo sensual, ni en lo nostálgico; que conservan un tono luminoso y claro de señorío y elegancia, de belleza urbana.

Si en un principio los arquitectos terrenales se quedaron admirados ante la maestría demostrada por el referido azar, me apresuraré a añadir que, después de haberla observado bien, no se quedaron con las manos en los bolsillos, sino que sacaron de ese ejercicio tanto aliento y sabiduría para sumar a su audacia, que es obligado afirmar que todo cuanto es fruto del azar multiplicó su belleza por obra de los hombres, ya que es un valor inestimable de estas colinas estar sembradas de villas, de castillos levantados en los parajes más sugestivos, mirando en todas direcciones, de todas las épocas y estilos, que no alteran en ningún momento su armonía, rodeados de parques y jardines que, en lugar de crear una atmósfera de irrealidad, de ensueño o de fábula, logran darnos la ilusión de la realidad más sencilla, de intimidad doméstica, de nobleza segura, de sobriedad y sabiduría, de modestia, por más que las proporciones vuelvan ilusorio el empeño de esconder su poderío, y todo ello gracias a un toque de adustez y de refinamiento. A las grandes villas y a los castillos se unen las villas más pequeñas, los villorrios, las casas, los caseríos, las aldeas y aldehuelas que los altibajos del terreno permiten apreciar en un conjunto que vuelve insaciable al observador a causa de lo inagotable de los descubrimientos y lo llevan de manera natural a la conclusión de que el segundo artífice, porque amó tanto y comprendió tan profundamente al primero, logró apoderarse de su secreto hasta tal punto que ahora todo parece obra suya: del hombre, sí, que está siempre en todo cuanto aparece a nuestra vista, el hombre en su expresión más elevada y más digna.

Siempre que tuve ocasión de acompañar a extranjeros o italianos de otras regiones hasta estas cimas, ninguno era capaz, ante tal variedad de panoramas, sensaciones y estímulos, de decir algo distinto a ¡hermosa!, ¡hermosa!, ¡hermosa!, palabra que repetían en multitud de tonos. Alguna vez la decían entre dientes, pues se comprendía que quien así se expresaba albergaba otra palabra en su corazón y, al igual que todos los enamorados, incapaces de admitir que una belleza supere la del propio amor, la simple sospecha los hacía turbarse un instante; esa palabra producía en la memoria y en el comprensible orgullo un coro agradabilísimo, o mejor: una sinfonía discordante y de tan exquisita armonía como las colinas de Florencia.

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Autor: Aldo Palazzeschi. Traductor: Emilio-Germán Muñiz. Título: Las hermanas Materassi. Editorial: Periférica. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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