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Las pastillas de Don Quijote

A Santiago Alfonso López Navia

La consulta estaba llena, pero en la sala de espera ellos destacaban muy claramente. Allí se encontraba Don Quijote, sentado en una silla, con su armadura y su lanza. A su lado estaba Sancho Panza, muy agobiado. A Rocinante y al rucio habían tenido que dejarlos en la calle.

De repente sonó la voz de la secretaria del médico:

—El señor Don Quijote puede pasar. Con su acompañante.

Entonces Don Quijote y Sancho pasaron al despacho del doctor García.

Tras unos breves momentos de protocolarias palabras, Sancho fue directo al asunto:

—Doctor, está fatal. Ha visto gigantes en vez de molinos…

—¡Eran gigantes! —protestó Don Quijote-. Y puede que este señor sea un mago encantador que me quiera perjudicar.

—¿No se lo digo, doctor? Está fatal. ¡Hay que hacer algo!

El doctor García, tras tomar unas notas con su pluma, cuidadosamente, levantó el rostro y les miró a Don Quijote y a Sancho Panza, con una sonrisa tranquilizadora.

—Ya será menos, ya será menos… -dijo el médico.

—No es menos —protestó Sancho-. Está muy mal. Durante todo el viaje no dejó de hablarme de barbaridades, que si me iba a dar una ínsula, que si teníamos que ir a ver a Dulcinea, una especie de princesa… Y ya lo de los molinos fue el colmo. Además que fue muy peligroso para él. Porque las aspas del que embistió lo levantaron en el aire y lo golpearon contra el suelo. Podría haber muerto.

—¿Y qué responde a eso el señor Don Quijote? —dijo el doctor García.

—Que fueron unos hechiceros malandrines los que convirtieron los gigantes en molinos, y de ahí todo el despropósito que aconteció después.

—No le haga caso, mi señor doctor –dijo Sancho Panza-. Tiene que tratarlo.

El doctor García pareció recapacitar como aquel que debe tomar una decisión importante, o decir algo con trascendencia.

—No le puedo dar sus pastillas porque me ha llamado esta mañana el señor Cervantes y me ha dicho que aún está empezando la novela, y que si le doy las pastillas se acabó el libro, porque no va a escribir la historia de un hombre normal que se dedica a cuidar sus tierras, a engrandecer su hacienda y a cazar.

—Pero su deber de médico —dijo Sancho Panza— es darle el tratamiento a mi señor Don Quijote. Vamos, digo yo, y si no que venga Dios a verme.

—Se equivoca, señor Panza, porque Don Quijote no pertenece a nuestro mundo normal, digamos, sino al mundo de la ficción, de la Historia de la Literatura: pertenece al patrimonio universal. Y yo entiendo a Cervantes cuando me pide que no le dé ninguna pastilla que altere su alterado comportamiento. Cuando acabe la novela le damos las pastillas que necesite.

—Pues no estoy de acuerdo —dijo Sancho.

—Cuando Cervantes termine su libro, que va a ser una joya literaria absoluta, lo entenderá, señor Panza. De momento no pierda de vista a su amo allá por donde vaya; cuídelo como si fuera su mismo padre.

—Sí ya lo hago, ya…

—Lo sé —dijo el doctor García—. Ahora vayan tranquilos y cuídense mucho.

Cuando ya salían de la consulta Don Quijote y Sancho Panza, el primero con su armadura y su lanza en ristre en todo momento, Don Quijote le dijo a su escudero refiriéndose al médico:

—Es un mago encantador, pero a fe mía que me cae bien.

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