Hay en el tramo final de la Cava Baja, casi en su embocadura con la Plaza del Humilladero, un pequeño restaurante en el que, por más que lo intento, soy incapaz de conseguir mesa: no admiten reservas y siempre que paso por allí me lo encuentro al punto del desbordamiento. La última vez que lo intentamos nos dijeron que tendríamos que esperar no menos de media hora, porque había cuatro o cinco grupos aguardando por delante, y como temí no llegar a cumplir nunca mi propósito me decidí a preguntarle al encargado si me dejaba bajar a echar un vistazo al sótano. «Por supuesto», respondió señalando hacia las escaleras que descendían a los baños. Mi gozo cayó en el pozo cuando descubrí que no era posible acceder al meollo, porque una puerta cerrada con llave impedía el paso hacia lo que durante unos cuantos años fue el almacén —no sé si de esta taberna o del negocio que hubo aquí antes—, pero me las arreglé para agacharme en el rellano y tomar con el teléfono móvil una fotografía que más o menos daba cuenta del lugar en el que me encontraba. Se la envié a Pancho Varona junto con una pregunta: «¿Lo reconoces?». Debo admitir que me conmovió su respuesta: «Ahí nací yo».
En esa catacumba, ciertamente, sucedieron cosas importantes en los tiempos en que mudaba España el traje y Madrid intentaba dejar de parecerse a la ciudad gris que la habían obligado a ser durante cuatro décadas eternas, y buena parte de esos acontecimientos felices quedaron registrados en un elepé que no tiene desperdicio, aunque incumpla la mayor parte de los requisitos que a priori se le deben exigir a una producción discográfica: la grabación no es precisamente sofisticada, no se aprecia un especial cuidado en el tratamiento de las voces y tampoco los intérpretes hacen gala de un acusado virtuosismo. Dispone, a cambio, de dos puñados de canciones con envergadura suficiente para avecindarse en los territorios de lo memorable y todo reviste, y quizá esto sea lo crucial, una autenticidad extrema que traslada a quien lo escucha al momento exacto y el lugar concreto en los que estaba ocurriendo lo que llega a sus oídos. Tiende uno a fantasear con los sitios en los que nunca ha estado y le gustaría conocer, a levantarlos en su imaginación sin otras normas que las que le van dictando un poco su intuición y otro poco sus propias expectativas, y por eso a veces se defrauda cuando al fin pone el pie en ellos y descubre o corrobora, como bien advirtió Cernuda, que la realidad rara vez alcanza a dar la talla del deseo. De ahí que cuando pasa lo contrario se entremezclen el alborozo y la extrañeza, y por eso al contemplar lo que una vez fue La Mandrágora me sentí igual que si hubiese vuelto a un lugar hospitalario y familiar, una madriguera del alma donde había encontrado abrigo muchas veces, tantas como he venido escuchando a lo largo de mi vida —primero en casete, luego en cedé, ahora en Spotify— el ramillete de prodigios que —de «Marieta» a «Círculos viciosos», de «Un burdo rumor» a «La hoguera», de «Pongamos que hablo de Madrid» a «Nos ocupamos del mar»— llegué a saberme de memoria y que me gusta tocar de vez en cuando a la guitarra, cuando se vuelven los días ásperos y hace falta recogerse en puertos a salvo de naufragios. Era un regreso porque de alguna manera yo también había estado cuando aquellos clientes armaron el estropicio con los vasos, y cuando reventó precipitadamente el globo que debía emular a los petardos de las fiestas, y cuando se hacía el silencio en torno a la melodía reconocible y tristísima de un viejo pasodoble.
En Madrid se mantiene desde hace unos cuantos años la buena costumbre de señalizar con pequeñas placas romboidales los lugares que, por una u otra cuestión, merecen quedar a salvo del olvido. Estaría bien que se instalara una junto a las puertas de Lamiak para señalar que en su sótano, sobre esa tarima que para ser sinceros es poco más que un escalón, sonó por primera vez lo que iba a ser un himno pero entonces no era más que una canción de amor y de odio dedicada a una ciudad invivible pero insustituible, y se interpretaron en español algunas de piezas memorables de Brassens, y asomaron sus narices a las puertas de la gloria unos bardos cuya gesta sigue firme en el imaginario de al menos dos generaciones. Merece que se mantenga vivo su recuerdo el lugar donde se grabó uno de los discos más importantes de la música popular de este país y de este tiempo, la sala donde tanta felicidad repartió el gran Javier Krahe, el escenario en el que comenzó a dejarse ver un aspirante a cantautor que se llamaba Joaquín Sabina y que una noche, después de la actuación, se sentó a la mesa donde solía quedarse a tomar algo con amigos y le comentó a un joven asiduo al que conocía de vista, y que respondía por Pancho Varona, que andaba algo preocupado porque acababan de contratarlo para dar un concierto en el Teatro Salamanca y necesitaba un guitarrista.


La adaptación de “La tormenta” es espectacular. Gran disco.