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Lepisma, rústica y cartoné

Lepisma, rústica y cartoné

Si conocéis las costumbres de los pececillos de plata, sabréis que estos insectos suelen reservar la ingesta de libros de tapa dura para ocasiones especiales, mientras que la tapa blanda forma el grueso de su dieta, sobre todo durante el período estival, cuando coinciden con nosotros en evitar las comidas más copiosas. Eso no significa que prefieran unas ediciones a otras, como yo tampoco sabría elegir qué me gusta más, si el suntuoso pavo de Nochebuena o la humilde raja de sandía en lo más extremo de la canícula.

—Cuéntame más cosas de vuestras costumbres, Lepisma —no era sólo curiosidad; me dolía la barriga, y necesitaba tener la mente entretenida para no concentrarme en ese malestar.

Me explicó que, antes de independizarse, sus padres tenían una suculenta antología de cuentos, pero que habían prohibido, tanto a ella como a sus 99 hermanos, pegarle ni siquiera un bocado.

—Esto es para preparar un aperitivo por si algún día tenemos invitados —le explicaba su madre mientras Lepisma no disimulaba un gesto de fastidio que podía traducirse como: «Jo, mamá, hace años que no recibimos ninguna visita».

Un domingo en que su familia se había ido de pícnic a un contenedor azul y a ella la habían dejado castigada en casa, le atrapó el inconfundible olor de un cuento de Isaac Asimov. Y es que allí estaba, tentadora y sin vigilancia, la selección de relatos que tenía vetada. Pero en esos momentos Lepisma estaba sola, y al fin y al cabo lo que iba a hacer no contravenía ninguna de las tres leyes de la robótica, ¿verdad? Así que, con una mezcla de delectación y sentimiento de culpa, se comió las vocales de El hombre bicentenario. Cuando su familia regresó, nadie se dio cuenta del delito, así que, de madrugada y sin que nadie se percatara, se comió lo que quedaba del cuento titulado ahora l hmbr bcntnr: las consonantes.

Envalentonada, al día siguiente fingió estar enferma para quedarse sola y devoró la mitad de Pesadilla a 20.000 pies, de Richard Matheson; el resto cayó al día siguiente, en un descuido de sus padres. La desaparición de las dos historias aún era imperceptible a simple vista, así que, de madrugada, hizo una excursión furtiva y se comió dos narraciones más. Aquello empezaba a notarse, pero colocó el libro de tal manera que a primera vista parecía que nada había pasado. La falta quedaría al descubierto si alguien cogía el volumen, pero eso sólo ocurriría si llegaban invitados, y nada hacía presagiar que eso fuera a ocurrir en un futuro próximo. Procuró reformarse y aguantar la tentación, pero esa antología estaba tan deliciosa que cuatro días días más tarde no pudo más y se comió un cuento de H. G. Wells. Aquello ya no podía disimularse, su delito iba a descubrirse sí o sí, así que, de perdidos al río, se comió lo que quedaba de la recopilación de una sentada.

Yo sonreí, porque esa misma táctica, la de empezar haciendo cosas poco a poco y, viendo que no había consecuencias, continuar impunemente hasta que ya todo daba igual, era la misma que usaba yo con el surtido Cuétara que mis padres guardaban en la alacena, y la misma que usan los gobiernos para recortarnos derechos y servicios públicos que tanto había costado conseguir.

El dolor de vientre continuaba y llamé para pedir hora con mi médico de cabecera: tengo cita para dentro de veinte días.

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