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Lepisma y el correo sospechoso

Lepisma y el correo sospechoso

Siempre que, como Bichabola, recibo uno de esos mails en que me piden los datos para desbloquear una cuenta que no tengo o para que me llegue un paquete que jamás he solicitado, pienso que es la evolución malvada de las cadenas de mensajes que antes recibíamos en nuestro buzón (el físico, no el del correo electrónico). Sí, esas cartas sin remite, que siempre sospeché que procedían de la copistería del barrio y que rezaban cosas tipo:

Esta misiva es para que la compartas, convirtiéndote así en miembro de una comunidad que podría traerte la felicidad o la desgracia, depende de ti: haz diez copias, envíalas de forma anónima a diez de tus contactos y tendrás prosperidad. Si no lo haces y rompes la cadena enfermarás gravemente: Fulgencio de Escarpizo, de Montevideo, despreció esta carta arrojándola a la basura y enfermó de psoriasis. Presentación Gutiérrez, de Albaladejo (Ciudad Real), sin embargo, envió diez copias a sus diez mejores amigas y esa misma semana le tocó la lotería.

Tú eliges, tu suerte está en tus manos. 

Cuánto me reí con esa carta que narraba unos hechos que por supuesto nunca habían sucedido, protagonizados por unas personas que sólo podían ser una mera invención. Nunca envié ninguna copia, pero lo que nunca sospeché ese año en que me operaron de apendicitis (¿1997?) es que mucho después me iban a ingresar en un psiquiátrico llamado San Humbértigo y que allí iba a conocer a un tal Fulgencio de Escarpizo. Nuestra relación no empezó con buen pie: al oír su acento uruguayo y preguntarle si era argentino entró en cólera, y eso aumentó aún más el picor en la erupción cutánea que cubría casi todo su cuerpo. Tras disculparme, los ánimos se calmaron y me presentó a su novia, a la cual había conocido en el mismo sanatorio: Presentación Gutiérrez.

—A mí me tocó una vez la lotería —me explicó la albaladejeña— pero una serie de malas inversiones me llevaron a la ruina. Supongo que fui demasiado optimista y pensé que el reintegro de 3000 pesetas que había ganado podría solucionarme la vida, pero no fue así.

La feliz pareja me enseñó el pabellón donde residían y me presentaron a algunos de los otros pacientes que allí estaban ingresados: así conocí a la chica caliente que vive cerca de mí y que quiere conocerme y que nunca creí que existiera de verdad sino que era un anuncio cutre de internet; Julia, que así se llamaba, ocupaba la celda contigua a la de Servando, cuya cara me sonaba porque hacía años había protagonizado una teletienda, afirmando que gracias al producto que podíamos adquirir llamando al teléfono que aparecía en pantalla, su pene se había alargado ocho centímetros.

—Encantado —le dije, estrechando una mano que, por fláccida, contrastaba con lo que asomaba por su entrepierna: quizás resultaba que Servando no era un actor que leía un guión sino que era un testimonio real. 

Pronto me percaté de que, a diferencia del pabellón en el que yo estaba ingresado, donde estábamos los internos que creíamos en la existencia de seres supuestamente irreales (en mi caso, Lepisma Saccharina) en este ala del psiquiátrico habitaban los pacientes cuya existencia era puesta en duda por el resto de sociedad. Me lo estaba pasando tan bien que pedí permiso al equipo médico para comer ese día con ellos y me fue concedido.

—Así que, ¿qué os dan de comer a las personas que supuestamente no existís? —pregunté mientras me servían un filete—.

—Carne de gamusino, por supuesto —al ver mi cara de sorpresa todos empezaron a reír— Come tranquilo, es ternera.

—Jajajajaja —me uní a las risas— joder, Servando, eres la polla

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