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Lepisma y los clásicos del futuro

Lepisma y los clásicos del futuro

Una de las cosas que no pensé que se recuperaría en este larguísimo revival de los 80 en el que estamos inmersos es el pánico a una Tercera Guerra Mundial; si ya sin redes sociales vivíamos con miedo a la Guerra Fría, no me quiero imaginar de haber existido Twitter en 1985. Películas como El día después, Cuando el viento sopla o Juegos de guerra acrecentaban nuestro miedo a un conflicto nuclear, y la moda de lo postapocalíptico, con la saga Mad Max y sus sucedáneos italianos, nos pintaba un futuro en el que, viendo la indumentaria empleada, daba a entender que sólo las tiendas de artículos sadomaso sobrevivirían a una explosión atómica, y nos profetizaba que en la entonces lejana fecha de 2022 nos mataríamos por agua o gasolina en vez de por lo que en verdad nos estamos matando: por asuntos tan medievales como la religión, las fronteras, unas caricaturas o la creencia en teorías conspiranoicas como la del Gran Reemplazo.

El hecho es que en esos años no todo eran hombreras, baterías hexagonales y luces de neón, sino que éramos conscientes de que, si alguien apretaba determinado botón rojo, esa sería la última vez que cambiaríamos de cara el cassette. Por lo menos yo lo era, así que, obsesionado por el tema de mi propia trascendencia, comencé a escribir un diario: podía darse el caso de que mis memorias fueran el único escrito que se conservara tras la hecatombe, así que debería maquillar mi existencia ante la civilización futura para que me vieran como una relevante figura histórica. No todo en esa biografía era ficticio puesto que en ella, efectivamente, tenía 12 años. El que tuviera dos novias: una, C. C. Catch, para los días pares y otra, Nastassja Kinski, para los impares, podría ser menos verosímil, pero me estaba dirigiendo a un público ignorante respecto a mi mundo, así que era libre para imaginar lo que quisiera y maquillar mi legado. El hecho de dedicar mi tiempo a dos bellezones no impedía que, pese a mi corta edad, fuera un as del fútbol, habiendo llevado al Nastic de Tarragona a ganar la Copa de Europa, y también un escritor de éxito que publicaba bajo el seudónimo de Stephen King. Cada día, después del colegio, iba corriendo a mi habitación para continuar con mi magna obra: mi falsa autobiografía para las generaciones venideras.

—Hay que ver este chico, debería salir más y que le diera el sol… A saber qué es lo que hará allí encerrado tanto tiempo.

Hasta que un día, a la vuelta de la escuela, entré en mi cuarto y mi diario no estaba en su sitio.

—Mamá, ¿has cogido una libreta verde en la que estaba escribiendo?

—Hijo, ya sabes que yo de tu habitación no cojo nada. Si quieres tenerla hecha una leonera, pues la tienes.

Registré todos los rincones de la casa en una infructuosa búsqueda que duró días, pero el diario nunca apareció. Pasaron los años y acabó la década sin que acabara el mundo con ella; la niñez dio paso a la adolescencia y mis deseos de fama futura se tornaron en deseos de disfrutar el momento presente. Pasaron más años aún, mi diario se convirtió en un recuerdo, y yo fui ingresado en el psiquiátrico de San Humbértigo porque nadie creía en mi amistad con un insecto parlante llamado Lepisma Saccharina.

Era mayo, y el equipo médico organizó para los internos una de esas jornadas de reconstrucción histórica tan características del centro: en la noche en la que todo el país estaba pendiente del Festival de Eurovisión, nosotros íbamos a recrear la primera edición del Festival de la Canción de Intervisión. Para quien no lo sepa, este certamen musical fue el equivalente a Eurovisión del bloque del Este. Su primera ceremonia fue en 1977, se celebró en Polonia y tenía un curioso sistema de votación: como eran pocos los ciudadanos con teléfono, los espectadores encendían luces si les gustaba la canción o las apagaban si no era el caso. De acuerdo con la carga experimentada en la red eléctrica, se concedía la puntuación de cada concursante. Así que, tras la cena, nos vestimos con nuestras prendas más soviéticas y se nos dio a cada uno de los pacientes una linterna para apagarla o encenderla tras cada actuación musical, que disfrutamos en un flamante Super 8. Como ninguno de nosotros sabía quién ganó ese concurso en aquel lejano 77, y para dar aún más emoción al asunto, el doctor Tovar nos explicó que se concedería un premio a quien acertara la canción ganadora. Yo voté por Checoslovaquia, por el tema tan bien defendido por Helena Vondráčková. Y gané.

Supongo que el trofeo contravenía unas cuantas leyes y normas ético-deontológicas, pero eso es algo que en San Humbértigo nunca ha importado: consistía en bajar a los archivos del manicomio y poder quedarse con uno de los miles de documentos que allí se guardaban desde hacía siglos. Sintiéndome como un personaje de la saga de El cementerio de los libros olvidados, recorrí los intrincados pasillos hasta que finalmente una intuición hizo que me decantara por una ajada libreta verde que sobresalía de una carpeta. En su interior lo primero que vi fue un sobre, dirigido al propio centro, y que contenía una carta con una caligrafía que yo conocía muy bien por todas las veces que había intentado falsificarla: era la letra de mi madre.

Estimado Dr. T:

Siguiendo su consejo, he cogido estas páginas en las que mi hijo lleva días enfrascado y que tanto me han preocupado desde la primera vez que las leí a escondidas. Porque esta libreta es un diario, y sin embargo en él mi hijo está narrando unas fantasías que, como le expliqué en nuestra entrevista, me hacen dudar de su salud mental. ¿Es simplemente una obra de ficción, o está viviendo en un mundo paralelo de delirios de grandeza? Lo dejo a su consideración y, esperando su respuesta, me despido preocupada pero afectuosamente. 

Volví a introducir con cariño la misiva en el sobre y comencé a leer el diario:

Tengo dos novias: una es para los días pares, la otra para los impares…

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