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Ley del tiempo en ruinas

Dimas Prychyslyy (1992) es un autor que se caracteriza por alternar en su producción la poesía y la prosa a partes iguales, y esta vez regresa a los versos más dolientes con su poemario La cirugía del escombro (2021), la nueva apuesta de la editorial El Toro Celeste para abrir su reciente colección de poesía «La Federica»: toda una declaración de intenciones. Prychyslyy irrumpe de nuevo en el panorama poético después de haber publicado su primera obra en verso, Mudocinética (Ediciones Idea, 2010), a la que le siguió Molly House (Ediciones Hiperión, 2017), obra con la que se alzó con el Premio València Nova en su modalidad de poesía escrita en castellano. Tras haber formado de parte de varias antologías, el autor vuelve a alzar su voz en solitario, una voz que alterna poemas breves con largos parlamentos para hacernos partícipes de su subjetividad entre reflexiones futuristas y ecos de una vida en común.

La obra se inicia con una cita de William Blake acerca de la eternidad, y será este concepto temporal el que atravesará el poemario de inicio a fin a lo largo de sus tres secciones. En conjunto, las estrofas van intercalando los periodos a los que se enfrenta el cuerpo humano de cara a una cirugía vital. Así, el autor juega con una amplia gama de aspectos que oscilan entre el amor, el sexo, la existencia y la alteración de todo lo anterior mediante el vuelco conceptual de la iconicidad cristiana, una constante en su estética.

El primer bloque, «Preoperatorio», sitúa al lector desde su primera página con el poema-prospecto «Antecedentes», que, a modo de titular y/o de declaración procesal, concreta lo que va a desarrollar, como si estuviéramos atendiendo a la sentencia que vertebra todas las páginas aún por leer:

Yo solo contesté a sus suplicas:

quise que fuera eterno (p. 15).

Tras estos versos, inicia una nebulosa de distintas líneas temporales que avanzan en todas direcciones, pero que, a su vez, pueden ser entendidas desde multitud de perspectivas. «Todos los finales» revela las preocupaciones del yo poético por hechos que han sucedido o que todavía están por acontecer mediante una enumeración de preguntas sin respuesta. Es a partir de este poema cuando el autor comienza a establecer un diálogo con la otredad personificada a través de un , el interlocutor ausente al que parecen estar dedicados los versos más bellos y también los más crueles de «La quietud agitada»:

Tenías esa luz que alivia

concedida solo a los dioses,

algo de casa deshabitada, de memoria […].

Un cruce de alegría infantil y de desastre

llenaba cada cosa que tocabas (p. 19).

Este pequeño reproche se intensificará con furia en «La sed», fruto de la embriaguez a la que se ve abocado por culpa del sufrimiento de un amor que estaba apagándose y que ahora es visto con distancia, porque la soledad es el espacio desde donde brotan los versos en un grito impuro. Todo ello trazado desde el pasado y el presente, la eternidad y el momento, la infancia y las cenizas, hasta cerrar esta primera parte con «Situación violenta», un guion almodovariano que conforma un drama de quejas y de recuerdos:

Casi no recuerdo nada de aquellos días,

solo que descuidé las letras y el oficio

y me dediqué a cultivar los celos,

los placeres de la carne (p. 32).

El segundo bloque temático está integrado por el momento del «Transoperatorio», la fase más crucial y a la vez la más sosegada. Para ello emplea una terminología técnica propia de la medicina; no obstante, la consecuencia de los avances científicos implica que se desdibujen los límites de la moral y la ética humanas, al igual que ya no es posible distinguir los planos temporales en «La telomerasa». Sus estrofas hablan de «La posibilidad de volver al principio: el futuro» para llegar a lo que cualquier hombre siempre ha querido: la vida eterna en

Rozas la inmortalidad de ese infierno propio

y anhelas la nada

que ya sabes imposible (p. 39).

Por tanto, la inmortalidad es artificial a la par que inalcanzable, de ahí que el poema «Durante la eternidad» venga seguido por «Después de la eternidad», un apunte irónico de la momentaneidad en la que lo eterno solo es un instante. Sin embargo, el yo poético está cuidando al , ese amado que ha sido intervenido y que ahora ha vuelto a la vida, pero todo es distinto porque esa nueva supervivencia es el principio del fin:

Ellos, sombras enmascaradas, te devuelven la sangre.

Supongo que no sabrás quién soy ni qué ha ocurrido.

Ya me lo advirtieron (p. 44).

Pero que el sujeto sea apercibido no resta tristeza al final inminente que se relata en «Línea de fuerza», testigo de una templada amargura que clausura esta segunda pieza con un verso lapidario:

Encuentro en permanente proceso de pérdida (p. 48).

Como si se tratara de un vaticinio, la pérdida de confianza en la ciencia hace que, irremediablemente, el poeta busque refugio en la fe dentro de la tercera y última parte de su poemario, titulada «Posoperatorio». En concreto, la estética y mitología cristiano-católicas serán transgredidas desde el punto de vista más subversivo posible.

Si algo caracteriza a Prychyslyy es el aglutinamiento de los iconos religiosos que ahora se convierten en un desfile de identidades rompedoras, logrando destruir y rebautizar los pilares de la moral occidental desde el prisma más queer en «Oración para onanistas»:

Eva moderna,

Pandora sublevada,

Cristo transfigurado, travestido;

Dios del humo que consagra todos los bares,

fruta de sol, undécimo mandamiento (p. 54).

A partir de aquí, su escritura se torna más rápida, más automática, con una serie de anáforas que reinciden una y otra vez en la misma idea durante los siguientes versos. Por otro lado, la voz poética no puede desprenderse del amado y perdido; incluso este logra introducirse en sus sueños y resacas, pero su imagen es diluida en el «Espejo del tiempo», el cual cuenta con una cita de Biedma para ratificar la inconsistencia de la corporalidad. Asimismo, es en esta sección donde pueden encontrarse más citas del Antiguo y Nuevo Testamento, como sucede con el paratexto en «Sal de la tierra», sermón secularizado que explica las figuras bíblicas de sus destructivos versos.

Es al ficticio —ente omnipresente en todo el poemario— a quien dirige «Historia del último troyano», la composición más larga y desgarradora, en la que el narrador lírico vuelve a los reproches afilados, a las secuelas de una ausencia amorosa que cristalizan en la adición de la figura materna. La madre ejerce de confidente y de diana de los improperios de un hijo cuya desesperación se está convirtiendo en locura:

Madre te conoce bastante bien.

Cuando piensa que nadie nos observa me pregunta por ti

y yo le grito como un poseído,

como lo que soy (p. 63).

La forma en la que el autor desarrolla los versos parece configurar un monólogo interior en el que se van sucediendo olas de sosiego y cólera. Continúa la escritura automática y reiterativa, aunque encontramos por primera vez las exclamaciones y la frontera temporal se disuelve para dar paso a las recriminaciones en un presente intempestivo. Esto lo lleva a la siguiente reflexión: la descendencia. Una descendencia que jura no tener y que, a mi juicio, se relaciona con el onanismo del poema anterior, pero en este subraya el desprecio hacia la maternidad hasta fundir los roles y resignificar la existencia del nosotros, porque el horizonte de la otredad es cada vez más borroso:

Se acerca este otro nosotros individual abandonado en el otro

y nadie puede detenerlo porque no hay nadie (p. 62).

Así pues, la exaltación desesperada que contempla el suicidio como cura da paso al último poema, «Escombros», que es la conclusión de lo expuesto anteriormente. Ya no hay exclamaciones ni gritos, tampoco injurias ni reclamaciones. Puede leerse desde la tranquilidad o desde el más absoluto hastío, pero la existencia no significa nada ya porque para el poeta «somos escombros» (p. 67). El yo poético comienza relatando una nueva historia a modo de recuerdo y podemos intuir que está localizada en Sevilla, aunque el poeta señale pequeñas pinceladas de su origen.

Después, continúa desentrañando la miseria humana al dictar que «somos simples sombras» (p. 69), lo cual es ejemplificado con la sucesión de personajes reales y ficticios, desde santos a familiares, que se dan cita en este simposio de apatía donde la persona verbal tampoco tiene sentido. Los límites de la identidad carecen de lógica. De esta manera, Dimas Prychyslyy destruye en La cirugía del escombro cuanto encuentra a su paso a través de una expresión de corte surrealista con la yuxtaposición acumulativa de elementos y el desplazamiento de la cultura heredada. Por tanto, arrasa con el tiempo, la ciencia y la religión; acaba con la institución burguesa de la familia y la Iglesia, ya que ese es su objetivo: reducirlo todo, absolutamente todo, a escombros.

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Autor: Dimas Prychyslyy. Título: La cirugía del escombro. Editorial: El Toro Celeste. Venta: Todostuslibros y Amazon.

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Juan Cuesta
Juan Cuesta
2 años hace

Un libro genial sin duda Muy recomendable para lectores avanzados de poesía y demás amantes de la literatura. Gran reseña