El título no deja lugar a dudas: nos internamos en lo rural, pero no en un rural cualquiera; en sus páginas nos metemos en la mismísima boca del lobo. El horror insólito pauta estas catas del mundo campesino a través de diez relatos de naturaleza muy diversa. Pero, antes de navegar por este profuso mar de espigas, es imprescindible prestar especial atención al prólogo de Ana Martínez Castillo y David Roas —también editores y autores de dos de los relatos de la antología—, pues no tiene desperdicio.
Sin embargo —dejan muy claro los editores—, hay un aspecto esencial que marca la diferencia con otros intentos recientes de plasmar el agro: «Pero no es este un ruralismo visto desde las alturas del urbanita para retratar con mofa al pueblerino. […] El Agrohorror no consiste en la simple caricatura, porque eso sería lo fácil» (p. 8). En los relatos se observará este empeño en respetar la idiosincrasia de los personajes. Pero, en modo alguno —advierten los prologuistas—, se pretende deslizar hacia lo opuesto y, con ello, ennoblecer al medio campesino y a sus actores. Con ese deseo de ajustar las lentes y no caer ni en la estigmatización ni en la idealización, no pretende esta antología tampoco recurrir a una mera aproximación realista, sino, curiosamente —aplicando un espejo cóncavo al modo del Esperpento valleinclanesco—, hacerlo converger con lo fantástico. De este entrecruzamiento de dislocaciones de lo real, aderezadas con buenas dosis de hipérbole, caricatura, humor, plasmación de las hablas rurales, lirismo, etc., emerge el Agrohorror como una forma vernácula con una genealogía rastreable en hitos tan diversos como las pinturas negras de Goya, el tremendismo, el grotesco, el realismo mágico o sucesos icónicos ya anclados en nuestro imaginario popular, como la matanza de Puerto Hurraco.
Pero, atención, todo esto puede llevarnos a pensar en una fórmula donde destaca la desfiguración peyorativa de lo rural a través de diversas estrategias discursivas. Sí y no. Cierto es que, en cierta medida, el Agrohorror no deja títere con cabeza, pero, precisamente con todo ello, paradójicamente, la concreción del universo aldeano se torna más lúcida si cabe. Esa lucidez viene acompasada de un abanico de miradas que se despliegan mediante los diez relatos que componen la antología. Y si bien todos ellos convergen en algunos aspectos, se podrían, grosso modo, dividir en dos bloques generales.
Por un lado, nos encontraríamos con aquellos canónicos, que siguen más de cerca los postulados arriba detallados. «Ofrendas», de Ana María Castillo —el texto que abre la antología—, es modélico en este sentido. Con el sagaz retrato del habla rural de sus castizos personajes, nos sumerge en un ámbito que conjuga lo más anodino de un escenario campestre con la impactante ruptura provocada por la llegada de un conejo de linaje lovecraftiano, Zghoehsssgha. De aspecto tierno, pero de mañas sanguinarias, consigue subyugar a los protagonistas humanos, que se entregan sin pestañear a su violenta causa. «El pueblo más bonito de España (a partir de “La lotería”, de Shirley Jackson)», de Fernando Navarro, recurre también a un modelado de personajes y escenas donde sobresale lo mezquino y lo grotesco en la localidad de Sacramento, «una pedanía de mierda en un sitio de mierda» (25). Navarro retoma la inmortal historia de Jackson sin sustanciales variaciones de la trama, pero, además de aclimatarla al terruño hispánico, la reviste de un contexto policiaco donde se nos desvelan los pensamientos e intenciones de la comunidad, cosa que el original nos hurta. Páginas más adelante, «¡Oh! Ramoneta», de Gemma Solsona Asensio, supone otra estimable combinación de la ruralidad más genuina —dando protagonismo al vehículo rural por antonomasia, el tractor— con un variopinto enhebrado de discursos que combinan creencias alienígenas, neorruralismo, cultos neopaganos, coches poseídos y campos de mazorcas. Una mixtura hilarante y explosiva que se despliega a través de los restos del diario de su protagonista. En una línea muy similar, «Libreta hallada en un bancal», de Eduardo Moreno Alarcón, nos convoca a una sesión espiritista donde los adolescentes protagonistas y otros de sus convecinos experimentan la ira fantasmal del más ilustre hijo de la localidad: Francisco de Quevedo. Al igual que en la narración de Solsona Asensio, la yuxtaposición de discursos aparentemente irreconciliables en un ámbito inesperado como el rural contribuye, mediante la distorsión máxima, a metamorfosear el mundo campesino, estrechamente interpretado, en un universo bajtiniano, maximizando todas las posibilidades de repensar los lugares y sus habitantes. No le va a la zaga el relato que cierra el volumen, «A matanza do porco», de David Roas. Al son de uno de los himnos del grupo gallego Os Resentidos, el incauto protagonista se interna en la Galicia más feraz en busca de un dolmen —símbolo del tan a menudo evocado pasado céltico del noroeste— para toparse en él con un ritual oficiado por un grupo de ninjas. Con todo lo irrisorio que esto pueda resultar, Roas nos deja en vilo ante un cierre que se augura poco halagüeño para el forastero. Lo insólito que se inserta en todos estos textos convive con un rico mundo rural que ya no está anquilosado por los asuntos de siempre. Como reza el prólogo: «Aquí la gente ve Netflix y HBO, ha leído a Lovecraft y a Stephen King, habla de Tarantino, lee cómics, usa móviles, compra en Amazon, hace reciclaje… e incluso juega con la güija» (9). Es decir, como ya apuntábamos anteriormente, el Agrohorror, con sus rupturas, nos conduce, sorprendentemente, a una irrealidad más próxima a la pluralidad de lo cotidiano que cualquier otra aproximación con ínfulas miméticas.
Frente a la irreverente aproximación de este grupo de textos, se contrapone la mayor gravedad o lirismo de las restantes cinco ficciones, que incursionan en otras sendas de la tradición sin abandonar los objetivos centrales de la vertiente. «Evanescente», un breve y críptico relato de Pilar Adón, de difusa ambientación rural, pone su foco en el mundo natural; concretamente, en uno de sus habitantes insólitos más emblemáticos: la planta carnívora. Hibridando el Agrohorror con el plant horror, seguimos fascinados a una voz narradora de la que poco alcanzamos a comprender, pero que, gracias a su oscuridad, nos sumerge aún más profundamente en el desasosiego de lo insólito. De forma similar, «Farinelli», de Carolina Sarmiento, amalgama de forma consistente retazos de leyenda, cuento tradicional y bestiario para explorar la siempre inestable y turbadora frontera entre lo humano y lo animal. «Mejor un nombre de calle que un busto», de María Zaragoza, ensarta ingredientes bien conocidos con una vuelta de tuerca perfectamente agrohorroreña: una saga familiar de mujeres tocada por la fortuna —quizá maldición— de trascender a la Parca. De herencias familiares rurales versa también «Fantasma», de José Ovejero. Una enigmática y ambigua voz nos acompaña por sus líneas, rememorando la intrahistoria de sus antecesores, de los que él representa un último estertor. Por último, «Punto limpio», de Miguel Garrido de Vega, fusiona dos tramas en una, a cada cual más inquietante. Por una parte, la sordidez que pueden alcanzar algunos ambientes rurales se encarna en un punto limpio y en la masificación turística veraniega que asalta algunos puntos de nuestra geografía. Junto a ello, de nuevo —no puede ser casualidad—, se manifiesta otra rémora familiar con el autorretrato de una bisabuela que pervive a través de las guedejas con las que fue confeccionado. La ambigüedad que pespuntea la narración se cierra de forma brillante con la confluencia de las dos líneas argumentales.
Un volumen memorable, con el que sin duda disfrutar horrorizándose a través de las múltiples inserciones en un ámbito, como el rural, tan lastrado por prejuicios. Como ya hemos venido repitiendo, uno de sus grandes logros no es el intentar refutarlos con un discurso contrario, beligerante, sino que, retomando los estigmas consabidos, se conforma una idiosincrásica argamasa de variopintos componentes. Lo más relevante, de nuevo, es cómo consigue poner en la palestra la ruralidad, entendida como una entidad con tantas y tan sugerentes aristas como puede poseer el mundo urbano. Cuestión aparte es si esta categoría literaria cristalizará en el futuro a través de otras ficciones que recojan el relevo. Por el momento, las expectativas parecen buenas. Casi de forma simultánea a la aparición de Agrohorror han salido a la luz otros dos volúmenes que, en muchos aspectos, colindan con los intereses manifiestos en este. Se trata de la compilación de relatos Ratones en la despensa (Pez de Plata, 2025), de Raquel Presumido, y de la novela Calabobos (Reservoir Books, 2025), de Luis Mario. El cine nacional tampoco parece ajeno a la tendencia, y contamos ya con magistrales ejemplos como la singular Bodegón con fantasmas (2024), de Enrique Buleo, un particular «surrealismo naturalista» (Sabadú, El País) contextualizado en el agro castellanomanchego.
Agrohorror: Cuentos de lo insólito rural, como ya es clásico en la colección Las Puertas de lo Posible de la editorial Eolas, culmina con una portada de lo más original: una fotografía a modo de bodegón, obra de Rosa Aguilera García, que aglutina elementos campesinos tópicos y objetos aparentemente desubicados que subrayan —como todo el volumen en su conjunto— la singular y sorpresiva heterogeneidad del mundo rural.
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Autores: Ana Martínez Castillo y David Roas (Eds.). Título: Agrohorror: Cuentos de lo insólito rural. Editorial: Eolas. Venta: Todos tus libros
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