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Lo que está por venir

Lo que está por venir

La cuestión del público

Me recomienda Ignacio del Valle que haga de la necesidad virtud y aproveche los estragos de estos tiempos pandémicos para visitar el Museo del Prado. «No te imaginas lo que es pasar un rato solo en la sala de Las Meninas». Al hilo de ese comentario, recuerdo que hace bastantes meses, antes de la irrupción del coronavirus, se publicaba en una cabecera que no viene al caso un editorial cuyo anónimo autor daba a entender que el éxito o el fracaso de una institución museística se basaba única y exclusivamente en el número de visitantes que registraran sus dependencias. No me sorprendió esa conclusión, aunque sí ratificó mi tristeza: hace demasiado tiempo que lo cuantitativo se ha antepuesto a lo cualitativo en cualquier valoración, y nos hemos acostumbrado a que tanto la prensa como las propias entidades organizadoras —esto es, en verdad, lo preocupante— evalúen la validez de las propuestas culturales en función no de su excelencia, sino de la cantidad de personas que se sienten atraídas por la convocatoria. No deja de ser una manifestación más de ese dogma contemporáneo por el cual la pertinencia de cualquier cosa se supedita a su rentabilidad. Quienes lo defienden no deben de haber leído nunca aquello que dijo Quevedo y que popularizaría Antonio Machado: es de necios confundir valor y precio. Siempre que leo o escucho a alguien pregonar ese tipo de mensajes, me pregunto si quien lo esgrime sería partidario de retirar de las librerías y las bibliotecas El Quijote —dado que, siempre según su criterio, el número de ejemplares que se venden o se retiran en préstamo no justifican en ningún caso su permanencia en los anaqueles—, o de sacar del Louvre todos los cuadros que no sean La Gioconda —puesto que es éste el principal atractivo (para muchos turistas, casi el único) de la pinacoteca parisina—, o de dejar de estudiar e interpretar determinados repertorios si éstos pierden el favor de una audiencia masiva. La cuestión conduce a otra que, por volver a la anécdota inicial y llevarla a un caso concreto, podríamos formular así: ¿deben conservarse Las Meninas porque atraen al Museo del Prado a una ingente cantidad de personas —y, por lo tanto, constituyen una importantísima fuente de ingresos— o deben conservarse por el mero hecho de que son Las Meninas y constituyen un valor en sí mismo que debemos proteger y custodiar, independientemente de la cantidad de papel que su exhibición despache en la taquilla? Pienso que la respuesta correcta es la segunda, pero no estoy seguro de que la mía sea la opinión más extendida ni sé si llegará a serlo algún día. Sí creo que es necesario incidir en que la principal función de eso que comúnmente denominamos cultura —término con el que abarcamos las manifestaciones artísticas o intelectuales que han surcado la historia para contextualizar sus distintas épocas, explicarlas y dejar memoria de las obsesiones o los interrogantes que las definieron— radica fundamentalmente en eso: en mantener a salvo la memoria de la humanidad, de sus luces y sus sombras, de sus anhelos y frustraciones. Por consiguiente, la labor de las instituciones es, o debería ser, defender y cuidar ese legado, y a sus custodios, con independencia del reflejo que todo eso obtenga en los balances contables. Cuando The Velvet Underground publicó su famoso disco de la banana, el álbum apenas hizo acto de presencia en las listas de ventas, pero al cabo del tiempo se convertiría en uno de los elepés más influyentes de toda la historia del rock. Cuando, unas décadas después, le preguntaron a Lou Reed por aquel derrumbe comercial, él respondió: «Puede que aquel elepé lo compraran cincuenta personas, ¿pero sabes qué? Esas cincuenta personas, tras escucharlo, decidieron montar su propio grupo». Quién sabe si alguno de los niños o los adolescentes errabundos que en estos días se están acercando al Prado no siente de pronto, ante las obras de Velázquez o de Goya o de cualquier otro, el impulso de lanzarse a plasmar por sí mismos su visión del mundo y encuentra, por lo tanto, la vocación de explicarse y explicarnos; también puede que algún anciano solitario, en esa misma tesitura, encuentre en la mirada de la infanta Margarita un aliento o un consuelo para afrontar lo que aún le queda por delante. En cualquiera de las dos circunstancias, habrá valido la pena.

Los libros decisivos

"¿Deben conservarse Las Meninas porque atraen al Museo del Prado a una ingente cantidad de personas o deben conservarse por el mero hecho de que son Las Meninas?"

«En realidad, basta con una novela». Lo dice Juan Tallón tras un largo debate que se inició con un comentario de Gustavo Martín Garzo a propósito de las novelas de Cunqueiro y se ha venido dilatando durante varios minutos en los que nos hemos dedicado a repasar las aportaciones a la historia de la literatura de algunos nombres señeros a los que caracterizó su obra prolífica. ¿Se habría ganado Camilo José Cela el lugar que ocupa en nuestras letras si hubiese colgado la pluma tras publicar La familia de Pascual Duarte o San Camilo 1936? ¿Recordaríamos a Gabriel García Márquez si se hubiese limitado a escribir Cien años de soledad? Si a un escritor le sale un primer libro genial, o consigue dar a imprenta un título inapelable, ¿tiene la obligación moral de plantarse o, por el contrario, debe encontrar razones para intentar algo aún mejor? Alguien trae a colación el ejemplo de Juan Rulfo, que tras deslumbrar con Pedro Páramo no volvió a concluir una novela, pero también hay ocasiones en las que ni siquiera el propio autor es capaz de evaluar el fruto de su talento: Miguel de Cervantes se murió convencido de que su obra maestra, aquélla por la que le recordaría la posteridad, sería el Persiles y no el Quijote; también Gonzalo Torrente Ballester tuvo siempre predilección por su Don Juan, por mucho que la crítica haya encumbrado La saga/fuga de JB y los lectores, en su momento, dejaran patente su inclinación hacia Los gozos y las sombras. Incluso se han dado casos en los que el tiempo ha ido cambiando la percepción de determinados escritos de un mismo autor, y también otros en los que ha sido imposible establecer un veredicto unánime al respecto. El escritor, de todos modos, acostumbra a ser siempre el menos indicado para juzgar su propio trabajo, y tampoco tendría que importarle: la posteridad no es algo que esté en su mano y, cuando ella llegue, él ya se habrá ido.

El murmullo del mundo

"¿Recordaríamos a Gabriel García Márquez si se hubiese limitado a escribir Cien años de soledad?"

Vuelvo a ver, después de bastante tiempo, a Tomás Sánchez Santiago, poeta de largo recorrido y espléndido narrador, y nos preguntamos qué ha pasado para que haya quedado interrumpida la correspondencia que iniciamos al poco de conocernos y que mantuvimos durante varios meses con una puntualidad casi británica. Lo he dicho alguna vez: pocas novelas me han deslumbrado tanto como lo hizo su Calle Feria, que leí por primera vez en la Zamora que inspira sus páginas, cuando era yo el que vivía allí y empleé algún que otro paseo en buscar por la ciudad los rincones que se mencionaban en el libro; hasta llegué a consultarle alguna duda sobre el particular una tarde que nos citamos en una cafetería de la avenida de las Tres Cruces, cuando faltaban ya unos pocos días para que yo abandonara definitivamente aquel imprevisto refugio junto al Duero. Su discreción o su timidez le impidieron decirme entonces que aquella primera novela tendría una continuidad, y por eso la sorpresa fue grande cuando a los pocos meses se publicó Años de mayor cuantía, igual que resultó inmensa la alegría de ver que esa segunda narración suya se hacía con el galón de Tigre Juan. Tomás es hombre de voz profunda y verbo demorado en el que va cobrando relieve un pensamiento que cincelan reflexiones hondas y atinadas. Nunca son gratuitas sus palabras ni cae su conversación en ese vicio tan común de confundir el ingenio con la inteligencia. Son muchos los temas que desfilan durante la cena y aun después, en la larga sobremesa, y entre ellos, no podía ser de otra manera, cobra una relevancia especial las consecuencias que tendrá para nuestras vidas no tanto el odioso virus que nos amenaza como los condicionantes que nos impone la necesidad de frenarlo, empezando por la abolición de los abrazos y siguiendo por los estragos del confinamiento pasado y de los que puedan estar por venir. Me viene a la cabeza, aunque no lo digo, una breve anotación que él mismo hizo en una de sus libretas y de la que dejó constancia en El murmullo del mundo (Trea), una recopilación de los pequeños textos que el paso de los años había ido diseminando en sus cuadernos. Se trataba de la transcripción literal de una pintada con la que se había encontrado años atrás en la playa de Las Canteras, en Canarias, y que viene a dar fe de la desconfianza natural que sentimos hacia la capacidad de nuestra propia especie cuando se trata de extraer lecciones útiles para el futuro a partir de las desgracias del presente: Tratemos este planeta como si fuera a haber otro.

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