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Lo que hayas amado quedará, el resto sólo serán cenizas

Lo que hayas amado quedará, el resto sólo serán cenizas

En El príncipe y la muerte, Dani Vázquez Sallés celebra la vida de su hijo Marc, que falleció a los diez años tras luchar contra una larga enfermedad. Tras su fallecimiento, el autor se aisló en una minúscula isla griega, donde escribió, con tanta ternura como crudeza, la historia del niño que se enfrentó a la muerte con la misma entereza con la que un príncipe observa su reinado desde la alameda más alta del castillo.

En este making of, Vázquez Sallés narra su estancia en la isla griega donde se refugió para escribir El príncipe y la muerte.

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La isla tiene una superficie de 5,77 km cuadrados. En época no estival, los ciudadanos censados son 364 y los muertos, pocos, descansan en un pequeño cementerio con vistas al mar y a las costas de Kato Koufonisia, la hermana pequeña de una isla minúscula. Sin el turismo que desembarca cuando el sol comienza a tostar las pieles sedientas de frescor de aguas transparentes, Koufonisia, la isla de mi destierro sentimental, estaría condenada a convertirse en un escollo deshabitado del Egeo como Keros, un cayo cuya única gloria es haber sido el santuario más antiguo de las Cícladas. En ese islote ahora abandonado, entre los años 2750 y 2550 a.C. residió una populosa comunidad de la que solo se conservan pequeñas figuras de ídolos cicládicos y fragmentos de cerámica.

Koufonisia no existiría sin la nutriente Naxos, la hermana mayor del archipiélago que mejor combina el azur del mar y el blanco de sus casas encaladas. Desde Koufonisia, Naxos tiene cuerpo de continente y sus montes parecen ciclópeos comparados con las lomas de una isla a la que llegué el uno de febrero de 2022 y abandoné a finales de junio del mismo año cuando el ruido del turismo empezaba a envenenar el silencio.

"La cotidianidad o la aceptas o te mata de melancolía con tu imagen reflejada en el espejo, y decidí aplazar hasta el infinito mi autodestierro a una isla de Grecia"

Soy hijo único de una familia politizada desde los tiempos en los que la buena política era clandestina. El miedo a la patada en la puerta y a una detención con nocturnidad y alevosía me convirtió desde niño en un amante de los viajes. Una vez cruzada la frontera perdía el miedo a que me alejaran furtivamente de mis padres, y en una de estas placenteras huidas recalé en Grecia. Desde ese primer viaje al país de Theodorakis, convertí Grecia en el paraíso de mi infancia, mi Rosebud, al que siempre quería volver cuando mi mente adictiva estaba en guerra: la nostalgia contra la memoria, la realidad contra el deseo.

Soy hijo de los sesenta y escuchaba la música de Leonard Cohen soñando en convertirme en un náufrago como lo fue el poeta canadiense cuando se instaló en la isla de Hydra. Allí conoció a Marianne y empezó a convertir la vida en acordes.

Y con el sueño de vivir un tiempo en uno de los cayos que formaban parte del país de mi infancia, crecí, me hice adulto, saboreé el éxito marchito y traté de digerir las derrotas perennes con la mayor dignidad posible. La cotidianidad o la aceptas o te mata de melancolía con tu imagen reflejada en el espejo, y decidí aplazar hasta el infinito mi autodestierro a una isla de Grecia.

La muerte de mi hijo Marc a los diez años me dejó sin puntos cardinales a los que aferrarme. Me sentía un náufrago abrumado por un dolor que nacía de mis entrañas y me sumergía en un mar sin fondo. Por suerte, cada persona tiene sus luces y sus sombras de supervivencia, y las formas de lamerse las heridas son personales e intransferibles. Con el recuerdo de mi hijo como única compañía, decidí abandonar mis lugares de confort y encontrar un lugar en el que la soledad y el dolor no pudieran ser disfrazados.

En mi primer verano sin Marc, me subí a la moto y recorrí 5000 kilómetros por las carreteras italianas, y en un encuentro con mi “hermano” Marcello surgió el nombre de Carlo, cuando le confesé mi deseo de irme a una isla griega para escribir un libro sobre Marc, el niño luminoso que, cuando le preguntabas cómo estaba, te contestaba con una frase tan lúcida como “estoy bien, papá, estoy vivo”.

"De las huidas nunca se vuelve con respuestas, pero regresé a Barcelona más fortalecido para mantener vivo a Marc en una dimensión en la que la muerte es una promesa de reencuentro"

Carlo era un viajero empedernido y, cuando lo llamé, me dijo que la isla perfecta para mi duelo era Koufonisia. Me dio el teléfono de un tal Florian y tras varias burocracias, con la tercera vacuna del covid inyectada en mi organismo, llegué a Koufonisia con la única misión de escribir El Príncipe y la muerte. Mi hijo era un príncipe de la existencia y un principito con la sabia inocencia del personaje de Saint-Exupéry. Marc nació con dos de las llamadas «enfermedades raras», y desde el primer día se agarró a la vida con una fuerza que desarmó a todos los que le amaban y amó. Lamentablemente, murió cuando la muerte parecía una lejana amenaza y como consecuencia de una bacteria hospitalaria llamada Clostridium Difficile, que se agarró a sus intestinos hasta provocarle una septicemia incurable. Marc había vivido situaciones complejas, pero la primera vez que le oí decir que se encontraba muy mal fue cuatro días antes de su muerte.

En Koufonisia me instalé en un bungaló y fui el único cliente hasta finales de mayo. En esa isla la gente es áspera como la tierra por la que pastan los rebaños, pero me sentí cuidado con una sabia serenidad por Antoni, Florian y Dorina, el dueño y los gestores del Gitonia Tis Irinis, un complejo de color azulado que en cristiano significa «el barrio de la paz». El sosiego y la distancia convirtieron la isla en una de las protagonistas de mi libro, y permitieron que Marc conociera un rincón del mundo en el que su padre había sido feliz en su politizada infancia.

En el centro neurálgico que une los bungalós, Antoni había construido una pequeña ermita en la que descansaban las cenizas de sus padres. Era un templete en el que sonaban cantos gregorianos y que visité a diario con la ortodoxa misión de encender una vela a la memoria de un niño que tuvo a una madre coraje, Céline, y a un padre devoto. Los creyentes tienen a su dios, los ateos nos pasamos la vida buscando a un dios.

De las huidas nunca se vuelve con respuestas, pero regresé a Barcelona más fortalecido para mantener vivo a Marc en una dimensión en la que la muerte es una promesa de reencuentro. La última página de El príncipe y la muerte la escribí en el ferry de vuelta a Atenas convencido de haber sido el padre más afortunado del asteroide B 612.

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Autor: Daniel Vázquez Sallés. Título: El Príncipe y la muerte. Editorial: Folch & Folch. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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