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Lo que no se pierde

A veces me han preguntado por qué no empecé con la escritura de relatos antes de lanzarme a mi primera novela, El último de Cuba (2016). Además de no creer demasiado en la división de géneros (también he publicado poesía), lo cierto es que sí tenía fragmentos de relatos compuestos mucho tiempo antes, aunque no pensase entonces en su publicación.

Desde 1992 (por indicar una fecha convencional y ya tópica en la reciente historia española), efectué una transición entre lo científico y lo literario, de modo que, al concluir la publicación de mi Trilogía del medio siglo en 2019 me volví, de forma natural pero también impulsado por el confinamiento, hacia borradores e ideas de entonces. Una labor dolorosa por lo que supone de poda y aún eliminación total de lo ya redactado, pero muy valiosa (en particular en aquel tiempo inmóvil y absurdo) para encender la chispa de nuevos argumentos y modos de expresión. Sin que en ningún caso tomara la pandemia como objeto directo de escritura, me refugié un tanto en el pasado, comenzando por los recuerdos lectores de la infancia y en la autoconsciencia de que saberse lector cambia de forma irreversible la relación con el tiempo (para almacenar recuerdos futuros, como decía el maestro Nabokov) y las cosas.

Desde el principio me propuse tomar lo pequeño, casi insignificante, como material para esta colección de relatos (de ahí «Tamo», «Cenizas», «Astillas»…). Se trataba de un género que no permitía soportar pesadas cargas estructurales de argumento (por usar ahora palabras de Henry James en su introducción a Maisie), ni posar como un personaje fuerte que mirase condescendientemente a su pasado. La complicación de integrar temas y textos nuevos con los rescatados del ayer me indicó la conveniencia de recurrir a un marco: yo me veía como el visitante de un museo («Museo de ascensores» se titula uno de los cuentos) que se para ante algunas escenas y pasea de una a otra obra; para ello tenía en mente Cuadros de una exposición, de Mussorgsky, surgidos de la contemplación de la que se organizó en homenaje a su amigo, muerto prematuramente, el arquitecto y pintor Hartmann.

Esa pieza musical se compuso para piano, y el compositor ruso nunca pensó en orquestarla (aunque en el siglo XX lo hiciera brillantemente Ravel), igual que yo no concebía estos relatos como germen de futuras novelas, sino como textos finales. Por supuesto la presencia entre los cuadros de uno llamado La gran puerta de Kiev refleja la presencia insidiosa de la realidad externa (y terrible en este caso) sobre el escritor en cuanto ciudadano. Además, dicho monumento no existe, jamás se construyó, ni en Moscú ni en Kiev ni en ningún sitio, cuestión muy atractiva.

Y por supuesto las pérdidas, de las esperanzas, de lo que fuimos, del paso de la idea al texto y de este al lector, ¡bendito lector que nos tergiversa creativamente! La función de pérdida de Taguchi que refleja ese alejamiento del ideal de calidad (otro de mis intereses en ese tránsito de los 90), pero también el esfuerzo por conservarlo y transmitirlo. Espero haberlo conseguido dentro de lo posible.

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Autor: José Joaquín Bermúdez Olivares. Título: Función de pérdida. Editorial: La Huerta Grande. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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