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Lo que quisimos borrar

Lo que quisimos borrar

En la clásica mantelería, que solo se saca el día de Navidad, hay un pequeño agujero con los bordes quemados. Tal vez prendió sobre la tela la cera de una de las velas con las que antiguamente se decoraba aquella larga mesa, o fue la ceniza de uno de esos despistados caliqueños que amenizaban, entre humos y licores, la tertulia al final de la noche. No lo recuerdo bien, y, a lo mejor, ni siquiera estaba yo presente cuando sucedió, porque el mantel me sobrepasa en edad. Cada año disimulamos esa leve imperfección colocando estratégicamente una de las copas de vino sobre aquel vacío negro que, sin embargo, lleva impresa una cadena de recuerdos que sobrevienen, lo queramos o no, en estas fechas navideñas.

"Los abuelos estaban allí para contar mil veces la misma historia, mil veces de forma distinta"

Hubo un tiempo que parecía no tener fin, en el que mayores y jóvenes se dejaban llevar por un confeti de alegrías concentradas en cada detalle. El tiempo se dilataba, y no se temía al mañana. Ni se añoraba el pasado. Los abuelos estaban allí para contar mil veces la misma historia, mil veces de forma distinta. Los niños olían la magia, porque esta adquiría un olor concreto. A humedad, a leña, a caldo, a pastel… Los crujidos de la noche despertaban su febril imaginación, porque por una vez al año era posible que unos exóticos Reyes de Oriente entraran, misteriosamente, en todas las casas del mundo.

El pozo de recuerdos que deja ese mantel es como el fruncido del vestido del Niño Jesús que ornamenta el pesebre. Le recuerda a uno que fue la abuela quien lo cosió, y después de tantos años puedes volver a verla a ella, costurando sentadita en ese sofá, concentrada en ese inofensivo y delicado oficio mientras transcurrían las horas plácidamente formando parte de un armonioso conjunto. Un lugar donde se estaba bien, donde había calidez.

"A veces sucede que esas memorias parecen irrumpir del alma misma, amplificando la resonancia de las voces amadas"

No había prisas como ahora, sino un devenir de emociones infantiles mal disimulados. De una niñez perpetua. No era la perfección. Era la imperfección. La felicidad residía en el fruncido que nunca terminó de cerrar y en aquellas manchas que pretendimos tejer o borrar en las canciones desafinadas que convocaban el estruendo de una celebración por la vida misma.

A veces sucede que esas memorias parecen irrumpir del alma misma, amplificando la resonancia de las voces amadas. Cicatrices del tiempo, retazos vivos del ayer que también son el ahora. Lo que pretendimos disimular es, tal vez, lo que más echamos de menos. Quizá estas añoranzas se deban, tan solo, a que me hago mayor. O quizá sea cierto que todo lo que se fue vive siempre en mí.

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