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Maribel Medina: «Somos una especie de barraca lorquiana 2.0»

Maribel Medina: «Somos una especie de barraca lorquiana 2.0»

Lorca, Jorge Manrique, La Barraca y un tesoro

Hace cosa de un mes sonó mi teléfono móvil y una voz desconocida de mujer se presentó, educada, pidiéndome unos minutos para contarme, dijo, la historia increíble de un hallazgo.

Ojalá aquella conversación, transformada aquí en una suerte de entrevista con la escritora Maribel Medina, el alma de esta historia, logre reavivar algunas cosas, pues es verdad que el olvido —como me decía una gran escritora hace unos días— nunca es para siempre.

Como todas las buenas historias, comienza en el pasado. Seis siglos atrás, un guerrero recibía una mala lanzada a los pies del cercano castillo de Garcimuñoz. Como era señor y noble, lo atendieron como correspondía a su rango, trasladándolo a una hermosa casa de Santa María del Campo Rus. Al quitarle la armadura al moribundo descubrieron que bajo ésta guardaba un trozo de papel con unos versos escritos la noche antes de la batalla:

Oh, mundo,
pues que me matas
fuera la vida que distes
toda vida,
mas según acá nos tratas
lo mejor y menos triste
es la partida.

El guerrero poeta era Jorge Manrique y se desangró en aquel pueblo pocos años después de haber escrito las Coplas por la muerte de su padre, que le dieron la inmortalidad. Fue enterrado con todos los honores en el monasterio de Uclés, cabeza de la orden de Santiago, a los pies de la sepultura de su progenitor.

Aquel reguero de sangre marcó un triángulo literario en La Mancha conocido como Triángulo Manriqueño: el Castillo de Garcimuñoz la herida, Santa María del Campo Rus la muerte, y el Monasterio de Uclés el entierro y la eternidad.

Seiscientos años pasaron hasta que un actor de Santa María del Campo Rus llamado Cristian Casares decidió recordar su memoria, llevando los versos del poeta por esos pueblos a bordo de una carroza de cómicos inspirada en La Barraca lorquiana. Y ahí comienza esta maravillosa historia de lazos que unen, por encima de los siglos, a Jorge Manrique, Lorca y la poesía y el teatro.

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—El descubrimiento de este tesoro tiene su origen, claro está, en los libros y en una iniciativa relacionada con ello, “Mi pueblo lee”.

"Han pasado por Almoradiel Lee nombres tan significativos de la cultura española actual como Almudena Grandes, Rosa Montero, Lorenzo Silva..."

—Así es. “Mi pueblo lee” es hoy una organización sin ánimo de lucro cuyo objetivo es llevar la lectura y los libros a las zonas rurales, pero nació en el año 2016, cuando esta servidora (Maribel Medina) acudió como escritora invitada al I. E. S. Aldonza Lorenzo y al club de lectura de la biblioteca de un pueblecito precioso de Toledo llamado La Puebla de Almoradiel. Para mi sorpresa, el lleno fue absoluto, y después del encuentro nos fuimos a celebrarlo por el pueblo. Mi felicidad se transformó en un trago agridulce cuando Pilar Pérez, la bibliotecaria, me contó que los lectores, o aquellos que sentían inquietud por la cultura y los libros, debían desplazarse a la ciudad si querían asistir a un evento de relevancia. Esta injusticia, en pleno siglo XXI, me llevó a comentarlo con mi amiga y socia, el otro gran pilar de esta historia, Mónica Cillán, y ambas decidimos organizar un evento de libros y escritores en ese mismo pueblo. Así nació el festival Almoradiel Lee. La idea era poder traer hasta aquí a personalidades de relevancia dentro del mundo de las letras. El mensaje entusiasmó a los escritores, y podemos decir orgullosas que después de cuatro ediciones han pasado por Almoradiel Lee nombres tan significativos de la cultura española actual como Almudena Grandes, Rosa Montero, Alberto Vázquez Figueroa, Lorenzo Silva, Javier Sierra, Juan Gómez-Jurado, Marta Sanz, Care Santos, Fernando Marías… por nombrarte solo unos pocos.

—Y entonces os hicisteis la gran pregunta.

—¡Exacto! El éxito y el gran apoyo de los escritores nos envalentonó para peguntarnos: “Si este proyecto ha sido un éxito rotundo, ¿por qué no exportarlo a otros pueblos?”. Y así lo hicimos. La pandemia nos sirvió, además, para reflexionar y demostrar una vez más que no nos podíamos rendir, así que en cuanto pudimos salir comenzamos a organizar un modelo itinerante, una gran red de festivales literarios a nivel nacional con el mismo espíritu: fomentar la lectura en los pueblos, devolverles lo que merecen, pues al fin y al cabo la cultura española y su literatura le deben mucho al ingenio, el lenguaje y las costumbres de sus pueblos.

—De alguna manera, la vuestra es una iniciativa que no se hacía con ese amor desinteresado por la cultura desde los tiempos de La Barraca de Federico García Lorca.

"A veces, al llegar a un pueblo, contamos a los chicos lo que fue La Barraca, aquel grupo de teatro universitario de carácter ambulante dirigido por Ubarte y García Lorca"

—Nosotras siempre decimos que, de alguna manera, queremos ser las continuadoras de ese espíritu. Muchas veces, al llegar a un pueblo, contamos a los chicos lo que fue La Barraca, aquel grupo de teatro universitario de carácter ambulante dirigido por Ubarte y García Lorca, cuyo objetivo era representar en los pueblos el teatro clásico español: Lope de Rueda, Juan del Enzina, Cervantes, Lope de Vega, Calderón, Tirso de Molina… Una iniciativa por amor a la cultura que llegó a reunir a lo más granado de las letras hispánicas, poetas, dramaturgos, escenógrafos y actores: Federico García Lorca, Manuel Altolaguirre, Miguel Hernández, Norah Borges, Ramón Gaya, Manuel Ángeles Ortiz, Benjamín Palencia… Al igual que nosotras, llegaban a los pueblos descargando entusiasmo, color y memoria. El equipo técnico se transportaba en camiones y las tareas de cargar, descargar, montar y desmontar escenarios la realizaban los propios actores. De hecho, La Barraca, Lorca y esa manera romántica y revolucionaria a la vez de construir una cultura itinerante tienen mucho que ver con esta historia y este tesoro encontrado.

—En 2020 tu trabajo como organizadora de esa cultura itinerante te lleva hasta un pueblo muy especial, Santa María del Campo Rus, en la provincia de Cuenca.

—Exacto. Nos llamaron y allí nos fuimos o, mejor dicho, esa vez iba yo sola, porque Mónica, que vive en un pueblecito de Extremadura, no pudo acompañarme. Yo venía del mío, en el valle del Baztán, que es un viaje largo: de mi pueblo a Pamplona, de allí a Atocha, en Madrid, y de la capital a Cuenca, donde me esperaba un taxi para llevarme a Santa María del Campo Rus. Acostumbro siempre a hablar con los taxistas porque me parece una primera aproximación privilegiada al corazón del pueblo donde voy a pasar un par de días, o los que sean, trabajando. En este caso, como en otros, el hombre era un digno embajador de su pueblo, y durante el camino me fue contando las maravillas de iglesias, conventos, castillos, de la zona… Por comentarle algo, le expliqué que nosotras éramos como una especie de Barraca lorquiana 2.0, y entonces me dice el buen hombre: “¡Sí, la de los teatros! Pues yo de pequeño recuerdo un carro muy bonito como de teatro que iba por mi pueblo y por otros pueblos vecinos con títeres. Y fíjese que ese carro, que es muy antiguo, todavía está guardado en una nave aquí mismo”. Intuición o como quieras llamarlo, pero desde que entramos en el pueblo yo no tenía otra idea que la de poder ver ese misterioso carro antiguo de teatro.

—¿Y lo conseguiste?

"Finalmente conseguí que me acompañasen hasta la nave que guardaba aquel misterioso carro"

—Vaya si lo conseguí, aunque no fue nada fácil. Añádele la de cosas que tienes que hacer para organizar un festival. Recuerdo que a éste venían de invitados Espido Freire y Fernando Marías. El caso es que, empeñada, me voy a hablar con el alcalde, que me presenta al señor que tiene la llave de la nave. Pero claro, la nave no era de su propiedad, sino de una persona que vive en Madrid y que no estaba allí en ese momento… y que luego supe que es nada más y nada menos que don José Manuel Ortega, uno de los mayores investigadores de la vida y la obra de Manrique. Pero eso lo contaremos después. Total, que como mi empeño era mayor que cualquier negativa, finalmente conseguí que me acompañasen hasta la nave que guardaba aquel misterioso carro.

—El carro, por fin.

—Sí, por fin. Aquel amable vecino me abre y se va a unos quehaceres. De repente, en un espacio de almacenaje enorme, y prácticamente vacío, veo, muy al fondo, una mancha roja. Se me eriza la piel, como si alguien hubiese puesto una campana sobre mí y me aislasen del mundo. De verdad, fue una sensación muy extraña. Todo estaba en silencio, solo mis pasos y las palomas arrullando en un hueco del tejado, y al acercarme compruebo que no se trata de un carro, sino de un carromato o pequeña carroza, y que en uno de sus laterales, y a pesar del polvo de veinte años, se podía distinguir la forma dibujada de un libro abierto escrito a mano. Retiro el polvo y me salta a la vista una frase: “el poeta Federico García Lorca”.

—¡Qué casualidad!

—Yo quiero creer que las casualidades no existen. Debía haber alguna razón oculta del azar para todo aquello. El caso es que, emocionada, trato de rodear el enorme objeto que está aparcado en un rincón, como un dragón rojo dormido, protegido de la humedad de la pared por un monte de cestas vacías, de esas que se utilizan para la recogida del ajo (tan cervantino y tan español) y tan de esta comarca cercana a Las Pedroñeras. Daba vueltas alrededor de aquello sin saber muy bien qué hacer; me sentía como si hubiese caído en el agujero de Alicia en el País de las Maravillas.

—¿Qué hiciste entonces?

"Vítín se convirtió en el escenógrafo de Lorca"

—Comencé a investigar, pues el libro dibujado en la madera del carruaje ofrecía algunas pistas, claro. Allí se nombraba a dos personajes: Víctor Cortezo y Cristian Casares. Ambos eran la clave de este tesoro. Víctor Cortezo, conocido como Vitín, era un muchacho de una familia perteneciente a la alta sociedad de Madrid. De la misma edad que los poetas de la generación del 27, publicó en El Heraldo algunos poemas y dibujos que no le dieron la fama, pero lograron acercarlo al círculo de la Residencia, donde en ese momento estaban todos: Lorca, Altolaguirre, Cernuda… Vítín se convirtió en el escenógrafo de Lorca; era, como diríamos hoy, su creativo, y justo en el momento de creación de La Barraca. Trabajó en los figurines de Así que pasen cinco años, pero la amenaza de la guerra lo decidió a viajar por Europa. Al término de la contienda, de vuelta en España, realizaría la escenografía de Mariana Pineda, dirigida por Altolaguirre con la actuación de Cernuda.

—¿Pero qué relación tiene Vitín con el carromato?

—Para explicártelo tenemos que hablar primero del otro personaje, el verdadero dueño del carromato, Cristian Casares, poeta y actor de Cuenca, enamorado de Jorge Manrique, que a finales de los años 70 decide dar a conocer al personaje y su obra, aportando su granito de arena para que la memoria del gran escritor español no se perdiera, tratando de paso de reavivar a base de cultura, dignidad y libros aquellos pueblos conquenses vinculados con la vida y la muerte de Jorge Manrique.

—¿El Triángulo Manriqueño?

"El Castillo de Garcimuñoz la herida, Santa María del Campo Rus la muerte, y el Monasterio de Uclés la eternidad"

—Exacto: el Castillo de Garcimuñoz la herida, Santa María del Campo Rus la muerte, y el Monasterio de Uclés la eternidad. Esto lo cuenta muy bien el escritor y autor de la guía del Triángulo Manriqueño, Antonio Lázaro. El caso es que el actor conquense Cristian Casares fundó en 1979 una compañía de teatro llamada “Los cómicos del carro”, que se dedicaba a recorrer toda la provincia emulando aquella barraca lorquiana. Y de repente se le ocurre una idea. Emocionado, el actor contacta con el escenógrafo de Lorca, Vitín, que por entonces ya era octogenario.

—¿Cómo lo encuentra?

—Pues también por azares y extraños lazos de amistad: Cristian tenía un buen amigo llamado Víctor de la Vega Almagro, conocido como Vitejo, que era biznieto de Juan Jiménez de Aguilar, un aristócrata duramente represaliado tras la guerra, dueño de la finca Casablanca, centro cultural donde se reunían Ramón y Cajal, Lorca y todos los intelectuales de aquellos años, incluido el escenógrafo y amigo íntimo del poeta, Víctor Cortezo, Vitín, quien, ya anciano, mantenía el contacto con aquel biznieto.

—Entonces se produce el encuentro que da lugar a este carromato.

—Exacto. Los hilos del tiempo unen, por extraños azares, a los poetas españoles Jorge Manrique y Federico García Lorca a través del encuentro entre el actor Casares y el escenógrafo Vitín. Aquel le pide un gran favor: un último diseño lorquiano para una nueva Barraca manriqueña. Realmente, aquella fue una de sus últimas obras. Una de las ilustraciones de ese carro de cómicos se conserva en el Museo Nacional del Teatro, fechada en 1975.

—¿Qué va a pasar hoy con esa carreta?

"Ahora estamos pensando, junto al ayuntamiento y las gentes del pueblo en organizar un crowdfunding para restaurar el carro"

—El dueño de la nave y del carro, como te decía al principio, es José Manuel Ortega Zézar, ingeniero de minas, bibliófilo, investigador y especialista en Jorge Manrique, todo un personaje que llegó a ser íntimo amigo de amigo de Bioy Casares. El caso es que, por supuesto, fui a hablar con él y le convencí para que donara el carro al pueblo, porque es a ellos a quien pertenece y donde debe ser puesto en valor de nuevo.  Accedió encantado, y ahora estamos pensando, junto al ayuntamiento y las gentes del pueblo, en organizar un crowdfunding para restaurar el carro. ¿Sabes? Ellos, con su joven y entusiasta alcalde a la cabeza, creen que el pueblo puede volver a la vida gracias a la memoria, el teatro y la poesía. Creen, y no seré yo quien les lleve la contraria, que la cultura todavía puede ser, como dijo otro poeta español, Gabriel Celaya, “un arma cargada de futuro”: Es lo más necesario / lo que no tiene nombre…

—“…Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos”. Ojalá sirvan esos gritos y esos actos. Gracias, Maribel, por la ilusión recobrada.

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