Inicio > Actualidad > Entrevistas > Sergio Ramírez: «Me interesa el poder como fenómeno de la condición humana»

Sergio Ramírez: «Me interesa el poder como fenómeno de la condición humana»

Sergio Ramírez: «Me interesa el poder como fenómeno de la condición humana»

El paso de Sergio Ramírez por España ha servido para llamar la atención sobre uno de los regímenes autoritarios más longevos de América Latina, el de Daniel Ortega en Nicaragua, quien desde 2007 está en el poder. En esto le ha echado una mano el propio gobierno de ese país, que el día 10 de septiembre dictó una orden de arresto en su contra, forzándolo al exilio, y que ha prohibido la distribución de su libro más reciente, Tongolele no sabía bailar. La situación ha sido ampliamente reseñada por los medios de comunicación y ha causado la indignación de la opinión pública a lo largo y ancho del territorio iberoamericano. Si aún existía alguien en España o el resto del mundo hispanohablante que no conociera a Ramírez, seguro ya se enteró de quién es, gracias a las acciones de Ortega. Quizá esta situación ayude un poco a la proyección de sus obras. Aunque tampoco esto sea necesario: se trata de una referencia cultural de Nicaragua. En la presentación de la tercera novela protagonizada por el inspector Dolores Morales el día 16 de septiembre en la librería Alberti de Madrid no cabía un alfiler y el video de su conversación con Mario Vargas Llosa el lunes 13 de septiembre lo vieron en apenas cuatro días más de siete mil personas por el canal de YouTube de Casa de América, cifra que convierte a la actividad moderada por el escritor Carlos Granés y la editora Pilar Reyes en una de las más populares en las redes sociales de esa institución.

Ramírez es más que un autor fundamental dentro de la tradición literaria latinoamericana y la figura central de las letras en su país: en los últimos años también se ha convertido en la voz de la oposición al régimen de Ortega. Y pocos con tanta propiedad como él para esta función, porque fue vicepresidente durante el primer mandato de Ortega, entre los años 1985 y 1990, en los tiempos cuando el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) se propuso reestructurar el país después de derrocar en 1979 a Somoza. Pero de aquellos años no le queda sino el interés literario en comprender cómo funcionan los cordeles del poder y la necesidad de explorar el tema de la justicia en sus obras. Después de salir de la política se dedicó de lleno a la literatura y en los últimos treinta años ha publicado más de una veintena de libros. Durante la conversación con Vargas Llosa confesó que temía que sus años en la gestión pública solo sirvieron para retrasar su desarrollo como escritor. Aunque para 1984 ya tenía seis libros publicados entre colecciones de cuentos y novelas, no fue sino hasta los años noventa cuando publicó las primeras obras que lo colocaron en la palestra internacional: Margarita, está linda la mar, libro con el que ganó el Premio Alfaguara en 1998, y Adiós muchachos (1999), sus memorias sobre la revolución sandinista, que han quedado como testamento de esos años.

Además de promover su más reciente publicación, la visita de Ramírez sirvió para darle proyección al Festival Centroamérica Cuenta que entre el 13 y 16 de septiembre se celebró en Madrid, en donde participaron autores de Nicaragua como Carlos F. Fonseca Grigsby y José Adiak Montoya y otros provenientes del resto de la geografía de América Latina, como la chilena Paulina Flores, la argentina Clara Obligado o el peruano Santiago Roncagliolo. La vez anterior que Ramírez estuvo en España fue en 2018 para recoger el Premio Cervantes, el cual dedicó a los nicaragüenses asesinados durante las protestas de abril de ese año. Estas se iniciaron como reacción a las reformas en el sistema de los seguros sociales, pero pronto escalaron hasta la crítica generalizada al gobierno de Ortega, por lo cual fueron brutalmente reprimidas por las fuerzas policiales y dejaron el saldo de 400 personas muertas y cientos de heridos y presos políticos.

En Tongolele no sabía bailar el inspector Morales vuelve del destierro y termina involucrándose con las manifestaciones. La novela completa la trilogía de literatura policial que Ramírez comenzó en 2008 con El cielo llora por mí, a la cual siguió Ya nadie llora por mí, publicada en 2017. Aquí introduce como némesis del inspector al comisionado Anastasio Prado, apodado Tongolele “debido al mechón blanco de su cabello, pues recuerda al de la bailarina de bataclán de las películas mexicanas”. El personaje es miembro de las fuerzas paramilitares fieles a Ortega y a su esposa, Rosario Murillo, la actual vicepresidenta de Nicaragua, y representa junto a su madre y su novia la nueva clase de capitalistas provenientes de las filas del FSLN. La madre de Tongolele, a quien llaman “la profesora Zoraida”, es una poderosa bruja con importantes conexiones en el gobierno y personifica la inclinación al esoterismo de Murillo. Rambo, otro personaje del libro, la describe así: “El porvenir es una minucia para ella (…), lo lee de corrido; y anda suelta por los aires, vagando como libélula, entendiéndose en pláticas con otros hechiceros misteriosos de su misma categoría”.

******

—¿Se puede leer al personaje de Tongolele y al de su madre, la profesora Zoraida, como trasuntos de Ortega y de su esposa, igual que el inspector Morales es una proyección del escritor que lo creó?

"Las novelas no sirven para denunciar situaciones políticas porque para eso hay otros instrumentos"

—En este último caso no hay duda: el inspector Morales es mi alter ego. En el caso de Tongolele y su madre se trata más bien de operadores del poder político y tienen una carga esotérica, porque la profesora Zoraida es una consejera espiritual que transmite a las personas en el poder lo que dice Sai Baba. Ella reina como la consejera áulica, desde el esoterismo, y su hijo Tongolele es el operador que resuelve los asuntos de inteligencia policial. Sin embargo, los dos se convierten personajes trágicos, porque él está asediado por la traición: hay quienes están preparando su caída, a través de una trama. El inspector Morales es un instrumento de esa caída, porque entre tantos operadores policíacos alrededor la pareja presidencial unos le serruchan el piso a los otros, todos luchan por el poder y Tongolele es humillado y derribado a través de una conspiración.

—¿Qué fue lo más difícil de trabajar con hechos que están tan en caliente en la situación de Nicaragua?

—La primera gran dificultad es precisamente la inmediatez de los hechos mismos, porque la tentación es manipularlos, y hay que tener cuidado de no hacer eso. Tampoco se les debe convertir en armas de propaganda política: se deben tomar en cuenta según su relevancia narrativa y por su capacidad de entrar en el cuerpo de una novela de manera natural y no forzada por la necesidad de denunciar lo que está pasando en Nicaragua. Las novelas no sirven para denunciar situaciones políticas, porque para eso hay otros instrumentos: manifiestos, pronunciamientos, ensayos o discursos. Solo si un hecho tiene peso narrativo debe entrar en la novela. La razón por la cual los sucesos de 2018 entraron en Tongolele no sabía bailar es porque correspondían con el desarrollo cronológico del inspector Morales. La historia de este personaje comienza con la revolución en Nicaragua y en determinado momento él llega a las puertas de estos acontecimientos, aunque no regresa del destierro por esos, sino por su amante. 

Como las dos novelas anteriores dedicadas al inspector Dolores Morales, El cielo llora por mí y Ya nadie llora por mí, Tongolele no sabia bailar está escrita en clave policial; sin embargo, también podría leerse desde el arquetipo de la novela del dictador, en el sentido de que muestra los efectos del autoritarismo sobre los ciudadanos. ¿Cómo ha evolucionado este género desde el siglo pasado, cuando se publicaron, por ejemplo, El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias (1946), Yo el Supremo (1974), de Augusto Roa Bastos, o El otoño del patriarca (1975), de Gabriel García Márquez?

"Lo interesante es escribir sobre cómo vive la gente bajo una dictadura y conocer a quienes se hacen instrumentos del poder arbitrario"

—Esta novela la escribí con cuidado de que la pareja de los dictadores de Nicaragua no fueran los protagonistas, porque me interesaba trabajar el entramado de quienes están por debajo de ellos, de aquellos que funcionan como los operadores centrales del poder: los policías y los militares, activos o retirados. Sobre estos personajes hay que tener más cuidado, por eso, las referencias a Murillo son tangenciales e incluso creo que no menciono a Ortega. Me interesa el efecto de la dictadura sobre la gente. Ya se ha escrito mucho sobre el dictador mítico, encerrado en su palacio, y ha sido definido por la literatura clásica que mencionas. Lo interesante es escribir sobre cómo vive la gente bajo una dictadura y conocer a quienes se hacen instrumentos del poder arbitrario.

—Durante el diálogo “Literatura y América Latina” que sostuvo con Mario Vargas Llosa en Casa de América el pasado lunes 13 de septiembre dijo que en lugar de hablar de política prefiere, como tema, hablar sobre el poder. ¿Por qué? ¿Podría profundizar en esta idea?

—La política es un entramado que tiene cosas diversas, por ejemplo las expresiones administrativas que son poco atrayentes, o se habla de los sistemas políticos, o de los alcances políticos de un régimen. También “políticas” son las constituciones o las leyes o las oficinas burocráticas. Pero todas estas instancias también son instrumentos del poder. A mí me interesa el poder como fenómeno de la condición humana, ese poder shakespeariano que se expresa a través de la locura o de los abusos. Se trata de la idea de invulnerabilidad que se crea alrededor de quienes manejan el poder absoluto. O de la necesidad infinita de acumular poder. Por eso, como tema, me interesan más los mecanismos del poder que la política en general, porque la política es una consecuencia del poder. Porque hay sistemas políticos en donde el poder pesa menos como fenómeno: cuando está repartido entre instituciones que se respetan unas a otras, o cuando un presidente no le puede ordenar a un juez cómo dictar una sentencia o cuando un presidente no puede mandar a sacar de la cárcel a un narcotraficante. Lo que pasa es que cuando las diversas instancias del poder son autónomas, la realidad no parece muy “novelable”. Esto sería lo normal, pero no es lo que pasa en Nicaragua. La anormalidad consiste en que el poder de uno pasa por encima de las instituciones y comienza por debilitarlas y destruirlas o crea instituciones que le sean fieles a su proyecto.

—También conoce el poder y la política desde adentro, y lo ha aprovechado en sus obras. ¿Qué diferencia hay entre mirar la realidad de Nicaragua desde la política, como vicepresidente y a finales del siglo XX, y mirarla desde la literatura, ahora a principios del XXI?

"La historia de Nicaragua es una eterna repetición de lo mismo, no importa cuál sea el envoltorio"

—La historia de Nicaragua es una eterna repetición de lo mismo, no importa cuál sea el envoltorio. El discurso de la revolución era muy radical y tomó medias radicales, pero su articulación del poder se parece mucho a todos los demás ejemplos de quienes concentran el poder porque buscan para eso las mismas justificaciones, que es lo que hacía Anastasio Somoza. La historia del país hay que contarla desde la Revolución liberal de [José Santos] Zelaya de 1893 que propuso una constitución, a la que llamaban «la libérrima», y que él mandó a suspender porque no permitía la reelección. El fenómeno que atraviesa nuestra historia es la necesidad de quedarse de los presidentes, procurar la reelección, como lo hace Ortega ahora. Lo más curioso es que Ortega tiende a hablar del somocismo como un bloque. Pero si bien después de Anastasio Somoza le sucedió en la presidencia su hijo, Luis, este prohibió la reelección y apoyó para que le sucediera a un civil. Pero después vino su hermano, que se reeligió varias veces, deteriorando las posibilidades reales de la familia Somoza de seguir mandando, debido a un empecinamiento personal. El fenómeno de Ortega pertenece a esta tendencia de quedarse para siempre, pero también a otro mecanismo. Al principio, cuando Ortega perdió las elecciones en 1990, lo aceptó, pero después se arrepintió y proclamó lo que llamó “gobernar desde abajo”, lo que en la práctica quiso decir que no dejaría gobernar a Violeta Chamorro: levantó barricadas, organizó asonadas e hizo alboroto cada vez que pudo. Cuando en 2006 lo eligieron, gracias a un pacto con Eduardo Alemán, se propuso nunca más salir del poder. Ahora amenaza con echar presa a Cristiana Chamorro porque siente que la precandidatura de ella para las elecciones presidenciales de este año desafía su poder. Chamorro ha comenzado a subir en las encuestas porque es hija de la expresidenta Violeta Chamorro y nieta del periodista José Joaquín Chamorro y tiene el pedigrí para que la gente se entusiasme con ella. Cada nuevo exceso de Ortega es porque siente en peligro su continuidad en el poder.

—¿De qué manera el desgaste del régimen de Ortega es emblemático también de la decadencia de los gobiernos de izquierda en América Latina?

—La izquierda de Nicaragua, Venezuela y Cuba es muy particular, distinta por ejemplo a la de Argentina, por señalar un país sudamericano. El kirchnerismo acaba de perder las elecciones y lo perdieron todo. No creo que ahí vaya a pasar nada, nadie saldrá a decir “no entregamos el poder”, es un sistema distinto. Y en Chile, a la derecha la barrieron de las elecciones de la constituyente y no salió Sebastián Piñera a decir que no reconocían los resultados; al contrario, lo que escuché de su discurso la noche de las elecciones era que habían aprendido una lección, porque la gente les había transmitido una lección. Incluso el caso peruano es diferente. A mí Pedro Castillo me parece un poco estrafalario y gana por unos cinco mil votos, o algo así, pero el sistema reconoce que él es el presidente del Perú. De hecho, me parece que ahora está buscando sus elementos de moderación: anunció que irá a Estados Unidos a reunirse con el presidente Joe Biden. Los casos crónicos de la izquierda trasnochada son los de Nicaragua, Venezuela y Cuba. En los demás países en donde hay o ha habido gobiernos de izquierda —incluso en Bolivia— está la posibilidad de la alternancia del poder, de sustituir a un partido por otro. Y que los poderes se alternen me parece fundamental.

¿De qué manera aquel extenso informe Adiós, muchachos (1999), sus memorias de la revolución sandinista y uno de sus primeros libros publicados después de dejar la política, palpita todavía dentro del resto de su literatura?

"El gran credo sobre Nicaragua es dictadura o democracia; porque las alternativas no están entre la izquierda o la derecha"

—La sensación que tengo es que todo se ha vuelto tan obsoleto que se está perdiendo irremediablemente. Como la pretensión que tuvo la revolución de privilegiar la justicia social por encima de la democracia, entonces se tenía esa justificación: la idea era que el poder revolucionario garantizaba las transformaciones sociales. Todo esto ahora me parece una idea cada vez más débil. El fracaso fue tan rotundo que, al final, el esfuerzo de la cruzada de alfabetización no sirvió para nada porque hemos vuelto al analfabetismo galopante, porque la reforma agraria fue un desastre y toda la tierra que se entregó a miles de campesinos volvió a las manos de los ricos, ahora de los sandinistas ricos. Lo veo todo como una gran burla. Nada de esto estaba en el ideal de la revolución. Yo respeto el ideal de la revolución, pero si tú le preguntas a un joven hoy sobre la revolución te hablará pestes, porque en su cabeza lo que queda es la idea de que la revolución mandaba a matar jóvenes a través de servicios militares. Es cierto que la revolución reclutó gente para ir a combatir a los contras, pero eso no es todo, aunque es lo que está quedando en la memoria de la gente. Para mí lo fundamental hoy, el gran credo sobre Nicaragua es dictadura o democracia; porque las alternativas no están entre la izquierda o la derecha, estas alternativas siempre van a existir, así que esto se resolverá después; lo esencial es que sustituyamos la dictadura por un sistema democrático que, por imperfecto que sea, funcione, en el sentido de que se puedan garantizar las libertades públicas y el respeto a los derechos humanos y que se vuelvan a abrir los medios de comunicación que se cerraron a la fuerza o se mantienen ocupados a la fuerza, como el diario La Prensa. Lo importante es que se le den opciones a la opinión pública. Mi aspiración es que este país que ha sido degradado moralmente recupere su ética.

4.9/5 (21 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios