Puede que, hasta la fecha, sea uno de los discursos más emocionantes y profundos que los galardonados hayan pronunciado en la entrega de los Premios Príncipe de Asturias, ahora Princesa de Asturias. Leonard Cohen —aquella memorable tarde del 21 de octubre de 2011— no quiso verbalizar un discurso al uso, sino transmitir su experiencia sobre la emoción creativa a través de una parábola sobre el arte y la vida. En ella no faltaban —transidos por la prosodia de su sinceridad elocutiva— algunos de los elementos capaces de determinar o de prefigurar un destino, así como su ambivalente resultado: el triunfo y el fracaso, el olvido y los frutos perdurables, la aleatoriedad y los insondables designios del arte.
En la testimonial alocución de Leonard Cohen subyace la idea proustiana de que en el arte existe la transmisión, como una antorcha que se fuera pasando de mano en mano para iluminar los interiores ahumados del ser humano. En su caso, fueron los seis acordes transmitidos por un gitano español que, por causa desconocida, había naufragado en el frío Montreal. Un gitano que hacía sangrar con sus dedos las cuerdas de la guitarra mientras él se desangraba por dentro, atravesado por el puñal lorquiano de sus negras lunas.
Pero esas no fueron las únicas señales en su parábola —lo que Vladímir Propp llamaría el objeto mágico, capaz de transformar la vida del héroe, del personaje de la historia, en este caso el destino de Leonard Cohen—, ya que si la música, en sus acordes esenciales, se la donó para siempre el desconocido gitano español, la letra, como otro don inspirador, se la donó otro español: Federico García Lorca.
El propio Cohen contó en numerosas ocasiones su fortuito encuentro con un libro de Lorca, en una extrañísima edición en inglés que recogía una compilación de sus poemas. Un único ejemplar perdido en el estante de una librería, tal vez esperando al joven que lo encontró con el objeto de ayudarlo, no a que remedase su arte, sino a que descubriera su propia voz.
El arte tiene estos misterios y estos caminos que a veces parecen inescrutables. Si bien, como refleja el relato vivencial de Leonard Cohen, sus intrincadas huellas no dejan de tener siempre un aleccionador y desabrido significado.
Por ello, no resulta extraño que la historia del gitano suicida español que llevó a Montreal los mágicos acordes que subyacen tras las canciones de Leonard Cohen haya subyugado a Miguel Barrero, encaminándolo —sin saberlo, a lo largo de todos estos años— no solo a esclarecer la desdichada sombra del guitarrista español por Montreal, sino a emprender una búsqueda personal sobre el origen de su propia pasión creativa, de su destino como escritor.
En El guitarrista de Montreal (Galaxia Gutenberg, 2025), Miguel Barrero trasciende las fronteras de los géneros literarios, ya que en su diáfana prosa se entreveran lo biográfico y lo ensayístico, lo testimonial —y, por lo tanto, fáctico— con lo ficcional. Detrás de este escritor mierense se encuentra un erudito, por lo que en todo momento alerta al lector cuando se mueve por el escurridizo terreno de la especulación y de las hipótesis. La exactitud —o la búsqueda de ella— y la hondura caracterizan en todo momento el reflexivo ritmo de su prosa.
Pero no hay que olvidar que el origen de esta indagación personal surge de la emoción, por el impacto —igual que sucede tras la lectura de algún poema— de una historia narrada por un consumado poeta. Y esa emoción es la que impregna las páginas de El guitarrista de Montreal y tanto la acerca a Los papeles de Aspern, de Henry James, donde el nacionalizado escritor británico fabula sobre esa fascinación que a veces se tiene por un autor de culto, lo que lleva a su protagonista a merodear por las calles de Venecia hasta que logra infiltrarse en la casa del escritor admirado, con la ingenua intención de sumergirse en su mundo y de compartir, secretamente, su intimidad. Una emoción que se repite entre los letraheridos a lo largo del tiempo, como la emoción que los admiradores de Proust sentirían al hablar con Céleste Albaret, o que todavía sienten al contemplar alguno de sus manuscritos, o simplemente deambular por la rue Hamelin.
Miguel Barrero deambula por las calles de Montreal, demostrando sus cualidades narrativas. Su descripción de la ciudad, especialmente de la rue Sherbrooke, alcanza en algunas páginas una dimensión expresiva que recuerda al Alfred Döblin de Berlín Alexanderplatz. Montreal resuena como la caja de una guitarra, por cuyas calles Barrero dilucida los esenciales acordes que laten tras las universales canciones de Leonard Cohen.
Hay unos versos de La energía de los esclavos que siempre he considerado como una luminosa poética, que he utilizado en más de una ocasión para explicar —y explicarme— el sentido íntimo y transpersonal de la poesía: «Escribo para alguien como yo / en una tarde como esta». Me imagino —y sobre todo después de haber leído el libro de Barrero— que en estos versos Cohen recoge parte de su experiencia personal, del fortuito encuentro con unos poemas de Lorca que le cambiaron la vida y su visión de la poesía.
Lorca también escribió sus poemas para alguien como él: para el joven que lo lee sentado en la escalera de una biblioteca de Mieres —y que encuentra tras el aliento de sus palabras un latido gemelo—, y para el desgarbado adolescente que transita repitiendo sus versos por las calles de Montreal, en busca de unos acordes que le aguardan en un banco del parque, al lado de su casa.
Miguel Barrero va en busca de los íntimos resortes creativos de Leonard Cohen, de una sombra que se pierde entre los arpegios de sus canciones y de unos poemas vertidos al inglés cuyos fulgores no han dejado de resonar en sus letras; pero, en realidad, su búsqueda es más personal: en ella trata de dilucidar, sobre todo, el origen de su propia vocación como escritor. Una vocación que no se explica por el elocuente encuentro de un libro decisivo, y sí, tal vez, en el silencio de unos acordes enmudecidos por una mano poco piadosa —y emasculadora—, que apagó con crueldad la emoción que emanaba de un teclado que contenía la luz del mundo.
Miguel Barrero indaga, en El guitarrista de Montreal, sobre muchas cuestiones esenciales para un escritor. A la creación se llega por muchos caminos, incluso cuando no hay camino, en cualquier banco de un parque pueden resonar unos ritmos salvadores.
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Autor: Miguel Barrero. Título: El guitarrista de Montreal. Editorial: Galaxia Gutenberg. Venta: Todos tus libros.


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