Todas piensan en vosotros mientras planean en el cielo. Especialmente las mayores, las que graznan como cuervos: las águilas imperiales. Todas tratan de fijaros en sus pupilas como la diana en la flecha, pues se trata de que las uñas atraviesen el pelaje y se hagan unidad con vuestra carne, enseguida desgarrada y devorada. Es el ciclo ordenado por el cielo y por la tierra.
Os veo sobre todo al anochecer y al amanecer, pero cualquier momento es bueno para confundiros con el polvo del camino. Sois tierra seca puesta a vivir. Sois maleza avivada, bullicio en la paradoja de la extrema quietud y de la imprevista huida.
Se diría que no sabéis del tiempo y apenas del espacio, si no es para horadarlo en comunidades, o para defecarlo también en comunidad. Me asombro a menudo en los caminos cuando en mi coche os ilumino con los faros y no sabéis tomar la escapatoria más fácil, por mucho que yo frene y os facilite el paso.
Hacéis un zigzag casi robótico, aprendido a lo largo de innumerables generaciones depredadas, que no tiene más sentido que el de una última desesperación por esquivar las fauces, pero que no entiende de la lógica del peligro, pues os volvéis a poner delante del coche en cuanto avanzo un centímetro.
Me pregunto si ese requiebro será suficiente para todos aquellos que os buscan en la noche: el olfato del zorro o la garduña o la mirada del búho real. Me pregunto si ese zigzag será suficiente para que las afiladas uñas que relumbran con la luna no se fijen en vosotros.
También os quieren los cazadores humanos cuando se abre la veda. Entonces, muy temprano, suenan los disparos que destripan el silencio del valle y yo, sin querer abrir los ojos todavía, os veo dentro de ese sonido desmesurado y hueco, experto en vacíos.
Qué hacer cuando me encuentro a alguno de vosotros moribundo. No por un disparo, sino por el paso de un coche que perfirió atropellarte.
Todo roto en el interior. El exterior intacto. El suave cuerpo en mis manos. Indefenso y amado, aunque esas manos sean inútiles para curar. En los ojos el latido centelleante que se pregunta por el fragmento de existencia que le tocaba y que está a punto de apagarse otra vez. De pasar a otro cuerpo, mínimo, que ahora mismo está comenzando a latir en el interior de una galería.
Cierro los ojos mientras todavía te siento. Si los abro, no he muerto. Si todavía respiro, sigo al servicio de la vida.


Belleza, simpleza, melancolía y dolor. Todo junto. El castigo-premio por ser hipersensible en un mundo indiferente. No se puede evitar cerrar los ojos al terminar este artículo, ya sea para asimilar o soltar una lágrima. Tal vez sea lo mismo. Un abrazo desde Argentina.