Inicio > Libros > Adelantos editoriales > Los dos cónsules, de Diego Carcedo

Los dos cónsules, de Diego Carcedo

Los dos cónsules, de Diego Carcedo

El periodista Diego Carcedo, premio Espasa de Ensayo por Entre Bestias y Héroes, ahonda en la heroica peripecia de dos diplomáticos, el español Eduardo Propper de Callejón y el portugués Aristides de Sousa Mendes, ambos cónsules en Burdeos durante la II Guerra Mundial.

Zenda reproduce las primeras páginas de Los dos cónsules.

*******

PRIMERA PARTE

I

Estaba quedándome dormido con los codos apoyados a los lados de la máquina de escribir cuando las campanitas del teletipo anunciando una noticia importante me devolvieron a la realidad de la redacción vacía. Me había tocado estar de guardia en el periódico y la edición estaba cerrada y a punto de comenzar a imprimirse.

Cuando levanté la cabeza, medio somnoliento, contemplé una vez más las fotografías de Franco con uniforme de campaña y José Antonio con camisa azul que presidían la redacción. Serían las dos de la madrugada y el calor estival de ese 14 de junio de 1940 empezaba a agobiar.

La luz era escasa en el cuarto donde estaban los teletipos y de entrada tuve que abrir mucho los ojos para leer el scoop que anticipaba la agencia Efe. Entre admiraciones pude leer que los tanques de la Wehrmacht estaban entrando en París. El repiqueteo de la máquina cesó unos instantes, como para dejar tiempo a digerir la noticia, y enseguida la repetía con algún detalle complementario que me cuesta recordar. Habrá que cambiar la primera página, pensé instintivamente.

Arranqué la copia y camino del despacho del director mil lucubraciones se me agolpaban en la cabeza. Soy nieto de francesa y había sido educado con un sentimiento, poco frecuente a la sazón, de admiración hacia Francia. Aún estaba muy reciente el final de la Guerra Civil y el recuerdo de los bombardeos de la Legión Cóndor sobre Guernica volvieron a sobrecogerme.

Cuando me acerqué al despacho del director escuché carcajadas y golpes en la mesa. La secretaria cogió el papel que le tendí y, sin mirarlo, me advirtió que el momento no era bueno para interrumpir: los jefes y unos amigos estaban jugando una partida de póker. «Ful de reyes», fue lo único que escuché durante la breve espera en la secretaría con la puerta entreabierta. Luego se hizo un silencio sepulcral mientras el director leía con énfasis la noticia.

—¡Heil Hitler! ¡Con dos cojones! —se escuchó en medio de la euforia que despertaron sus palabras—. Ya era hora de que los «franchutes» se enteren.

Y enseguida comenzó el tintineo de los vasos brindando por el nuevo éxito del III Reich. En medio del jolgorio que llegaba hasta los pasillos, pensé en entrar y preguntar qué debía hacer con aquella noticia. Me sacó de la duda el redactor jefe en mangas de camisa.

—Baja corriendo al taller y dile al regente que pare la rotativa. Y que nadie se marche, que hoy toca trasnochar. Tú espera en la redacción porque hay que cambiar la portada. Mejor dicho, pasa por el archivo y busca fotografías de París. Una en la que se vea la Torre Eiffel, que esa la conocen todos, antes de que los tanques del Führer la conviertan en chatarra.

Cuando regresé a la redacción, el propio director estaba en el cuarto de los teletipos leyendo con avidez los detalles que iban saliendo. Al verme acercarme, exclamó:

—¡Esto es sensacional! Bélgica, Luxemburgo, Noruega, Holanda… Faltaba Francia. ¡Europa entera será nacionalsocialista!

—¡Qué grande es este hombre! —apostilló el redactor jefe, quien acababa de acercarse con una copia del titular en gruesos caracteres que abriría la primera página—. Vamos a llegar muy tarde a los quioscos —lamentó—, pero que se jodan. ¡La «alegría» que van a llevarse los rojos huidos a Francia cuando los vean!

—¡Que se jodan! —remató el director sin levantar la vista del teletipo—. Las SS ya darán cuenta de ellos.

Volví a mi escritorio cabizbajo, reflexionando sobre cuanto había visto y escuchado. Enseguida comenzaron a subir los linotipistas y cajistas que compartían la misma alegría que los superiores, y alguien sacó una botella de cazalla que tenía escondida para beber a morro y brindar entre eructos.

De fondo empezó a escucharse el zumbido de la rotativa y, unos minutos más tarde, un aprendiz con un mandilón marrón apareció con varios ejemplares del diario debajo del brazo. Todos los que pululábamos por allí nos abalanzamos a coger uno. El director le echó un primer vistazo y le indicó con un gesto al redactor jefe que le acompañase al despacho.

Realmente no me atrevía a preguntar si podía marcharme ya. Al día siguiente tenía que madrugar para reunirme con el fotógrafo y entrevistar a un matrimonio del barrio de Vallecas que acababa de tener su decimoséptimo hijo e iba a ser recibido en El Pardo por el Generalísimo para felicitarlos.

Seguí leyendo con desgana el ejemplar del periódico recién impreso, que se abría con un gran titular a toda página: «Las tropas alemanas entran en París». Debajo, junto a una fotografía del Arco del Triunfo, el subtítulo a cuatro columnas anticipaba: «Ha empezado la persecución del enemigo hasta su aniquilación total». Y en la quinta, de salida, una efigie de Franco ilustraba el editorial: «Vibración de la nueva España». En el centro de la portada, un recuadro destacaba una nota oficiosa anunciando: «El Gobierno español garantiza la neutralidad de la zona y la ciudad de Tánger». Pasé la página y cuando quise darme cuenta tenía las manos pringadas de tinta. Camino del lavabo me salió al paso la secretaria para decirme que el director quería hablar conmigo.

—No te demores. No sabe esperar. Ya le conoces.

El director estaba repantigado en su butaca hablando por teléfono. Cuando me asomé a la puerta me paró con la mano abierta. Debía de tener a alguien importante al otro lado de la línea. Apenas tuve tiempo de escuchar la despedida: «A tus órdenes siempre, camarada. Espero seguir dándote buenas noticias».

Cuando me indicó que me acercase, el redactor jefe entró impulsivamente con una copia del teletipo en la mano.

—París estaba desierto —comentó con voz de triunfo—. Miles de personas colapsan las salidas. ¡Huyen como conejos!

—Hay que desengañarse —respondió el director—. Los franceses son cobardes por naturaleza. ¿Recuerdas lo que pasó en Madrid el Dos de Mayo? Ahora se van a enterar.

—¡Que se jodan! —apostilló el redactor jefe de nuevo—. Ya se encargará la Gestapo de ajustarles las cuentas. El director asentía en silencio, echó una ojeada a los papeles que le entregó el redactor jefe, recogió las cartas de la baraja que aún estaban desparramadas por la mesa y las guardó en el cajón.

—¿Tú sabes hablar francés? —me preguntó mirándome por vez primera a la cara.

La pregunta me cogió de sorpresa y estuve a punto de contestarle que me había enseñado mi abuela de pequeño. Iba a decirle con orgullo que mi ascendencia materna era francesa, pero recordé la opinión que tenían de los franceses y me contuve.

—Sí. Lo hablo desde pequeño. Lo que no hago muy bien es escribirlo. Cometo muchas faltas de sintaxis y ortografía.

—Eso no importa. Te vas a ir a Burdeos, que es donde está ahora la noticia humana, y nos cuentas desde allí lo que ocurre. ¿Te atreves?

—Sí, sí —respondí con voz temblorosa.

—Pues mañana pasa por administración para que te den dinero para los gastos, que tendrás que justificar al regreso, y coge el primer tren que vaya para allá. ¿Has estado en Burdeos alguna vez?

—No. Solo en Marsella y París.

—Es una buena ciudad. Lo mejor son sus vinos, nada que ver con nuestros riojas, pero no están mal. ¿A ti te gusta el vino?

—No mucho —dudé.

—Pues vaya periodista de los cojones si no te gusta el vino. Allí a lo mejor lo descubres. Así que ¡hala!, sin perder tiempo, que el tiempo en este oficio es oro. Esperamos una crónica pasado mañana por la noche. Y ya sabes, vas a encontrar a muchos judíos mendigando que escapan de los nazis. Son mala gente, así que cuando escribas, a los judíos ni agua.

Hizo una breve pausa y añadió:

—La secretaria te va a preparar una credencial. Muéstrala a las autoridades alemanas cuando te la pidan. Y preséntate en el consulado de España. Es lo primero que tienes que hacer. Que te registren por si te ocurre algo, y que el cónsul te oriente. Es nuestra autoridad allí y debes escuchar sus observaciones o recomendaciones. Temprano por la mañana pasé por administración y me entregaron un sobre con billetes. Un empleado estampó un sello con el yugo y las flechas sobre el carné que había rellenado la secretaria. Cuando ya salía, me crucé con el administrador, una persona mal encarada y de actitudes atrabiliarias. Me espetó:

—¿Qué vas a hacer en Burdeos? Acabo de escuchar en el parte que está rebosando de refugiados. Estará todo muy caro, así que tú ya sabes, a una pensión barata y nada de comilonas ni francachelas, que a los periodistas se os da muy bien despilfarrar. Y trae recibos de todo, sin recibos no podrás justificar ningún gasto.

*******

BIOGRAFÍA  

Diego Carcedo es periodista e historiador. Se inició como reportero en La Nueva España. De allí pasó a trabajar en la agencia Pyresa y, en 1974, en TVE. En el ente público, formó parte del equipo del programa Los reporteros y ejerció de corresponsal en Lisboa y en Nueva York. Fue también director de los Servicios Informativos de TVE y director de Radio Nacional de España. Entre 1996 y 2007 fue miembro del consejo de administración de RTVE y en 2018 presidió el comité de expertos que evaluó las candidaturas al mismo organismo. Es presidente de la Asociación de Periodistas Europeos, columnista de las cabeceras de Vocento, colaborador esporádico de numerosos medios y conferenciante habitual. Es, además, autor de Fusiles y claveles (1999); Entre bestias y héroes (2011), que ganó el Premio Espasa de Ensayo, y Un español frente al Holocausto (2013), entre otros.

—————————————

Autor: Diego Carcedo. Título: Los dos cónsules. Editorial: Espasa. Venta: Todostuslibros

2.5/5 (2 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios