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Nadie se va a reír, de Juan Soto Ivars

Nadie se va a reír, de Juan Soto Ivars

En los últimos años, ninguno de los casos judiciales contra la libertad de expresión ha suscitado tan poco apoyo social y político como el de Anónimo García, un extraño personaje que convirtió el engaño a los medios de comunicación en una forma de expresión artística junto a un grupo de compañeros heterodoxos y bohemios. Mientras los supuestos defensores de la creación libre protestaban por la condena al rapero Pablo Hasél, Anónimo también era condenado, despedido de su trabajo y difamado por la prensa amarilla sin que nadie se dignase a explicar la verdad y ofrecer un contexto. ¿El motivo? Anónimo se había atrevido a parodiar el tratamiento sensacionalista del que ha sido, sin lugar a dudas, el episodio mediático más sensible de las últimas décadas en España.

En Nadie se va a reír, Juan Soto Ivars narra las descacharrantes aventuras de Anónimo y su grupo, sus incontables burlas y su particular filosofía, destinada a combatir la autocomplacencia. Ofrece con ello una disección implacable del circo sensacionalista y una inquietante reflexión sobre la epidemia de propaganda, moralismo y literalidad que impide que tanta gente interprete ciertos mensajes complejos y sutiles cuando resultan incómodos para los dogmas de su tribu.

Zenda reproduce las primeras páginas de esta obra.

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Free Ano

«El hombre atraviesa el  presente  con  los  ojos  vendados.  Solo puede intuir y adivinar lo que de verdad está viviendo. Y después, cuando le quitan la venda de los ojos, puede mirar al pasado y comprobar qué es lo que ha vivido y cuál era su sentido».

(Milan Kundera, «Nadie se va a reír», en El libro de los amores ridículos)

Frente a los juzgados de Plaza de Castilla de Madrid se ha congregado un grupo de chicos y chicas que gritan con pancartas en las manos. El retablo que componen este 15 de marzo de 2019, bajo el sol vertical de uno de esos días excitantes y limpios del invierno de Madrid, es el de la horda modernista que revoloteaba alrededor de Max Estrella venida a través de los espejos del callejón del Gato. Quieren atraer la atención de la gente. Bailan en corro como indios que llaman a la lluvia y gritan una consigna extraña: «¡Liberad a nuestro ano!», mientras agitan pancartas ante los peatones para que lean su proclama: «#FREEANO».

Una señora que pasa les desea suerte para ese tal «Fernando». Pero no, ¡señora!, no es Fernando el camarada que declara ante el juez en los intestinos del edificio, y tampoco el esfínter de nadie, por suerte. Ano es Anónimo García, aunque su nombre de guerra se ha quedado fuera, en la calle, junto al diminutivo escatológico que sus amigos usan para referirse a él. En el juzgado solo tiene el nombre de su DNI, que algunos de sus amigos ni siquiera sabrían deletrear.

Aunque trata de conservar su pose irónica, su sonrisa impenetrable y su elocuencia inocentona, sin seudónimo ya no tiene máscara: todo lo demás se descompone. Para alguien habituado al alias, el juzgado ofrece una experiencia de desnudez desapacible. En el banquillo no puede hablar en el idioma retorcido que su grupo bautizó como ultrarracionalismo, y aunque fueron el seudónimo y la ironía los que lo arrastraron ante el juez, no será Anónimo quien pague el pato, sino él, y no lo castigarán por las palabras de su corazón o los actos de su voluntad, sino por una ironía diabólica que Anónimo tejió hasta enredarlo todo.

Hoy el asunto sigue pareciendo una broma, pero su futuro es un laberinto que se construye a cada paso que da. Con las risas y las bromas, Anónimo García ha ocultado a sus camaradas su preocupación. Tal vez se la oculta también a sí mismo, pero lleva unos días durmiendo mal pese a las palabras tranquilizadoras de su abogado. La denuncia es una estupidez, ningún juez le daría bola, lo sabe, pero en su cerebro sigue encendida una alarma desobediente. Un piloto rojo indica que algo va mal. ¿Qué puede ser?

Mientras sus secuaces ultrarracionalistas arman alboroto en la plaza, él trata de estar atento a los detalles del interior del juzgado. El comediante y la víctima de un extraño proceso judicial se escinden en su interior. Una parte de Anónimo tiene tembleque mientras la otra em-pieza a imaginar formas divertidas de contarlo todo cuando salga. Le asombra el desbarajuste que ha encontrado en el interior. Oficinas y almacenes se confunden en pasillos sembrados de puertas con carteles numerados. Solo falta el olor a coliflor recocida y las vecinas vocingleras tendiendo la ropa entre pilas de documentos para completar el escena-rio de El proceso de Kafka.

Tras un rato esperando, una funcionaria les hace pasar a la sala en que se celebrará la vista. Es un diminuto despacho con una mesa en forma de u que acapara el espacio, una televisión en alto y un mueble con un viejo DVD y toneladas de discos esparcidos de cualquier forma a su alrededor. Allí intentan conectar la videoconferencia con el juez, que ya está esperando en Pamplona. Mientras una funcionaria blande el mando a distancia como un sable láser, la otra dice textualmente «sentarsus» y señala una silla demasiado próxima a la pantalla, lo que obligará a Anónimo a doblar el cuello como un pavo. A esa mujer le preguntarán si falta mucho y ella exclamará «yo solo estoy aquí para darle a la palanca».

Su tragedia se construye con ladrillos de comedia absurda.

Primer indicio tranquilizador: el Instituto Navarro de Igualdad, quien ha interpuesto la denuncia, no se presenta a la vista oral. El juez, a quien Anónimo García no puede ver porque la conexión no da más de sí, es una voz aburrida que ventea el asunto desganadamente. Le hace solo tres preguntas. La primera, si él es él. La segunda, si sabe de qué se le acusa. La tercera, si admite que ha sido él quien difundió la web por la que lo han denunciado. «No», responde Anónimo por primera vez, «yo solo la creé, de difundirla se encargaron los medios de comunicación, y lo hicieron de forma excelente junto a anuncios de El Corte Inglés y Audi».

Pero el juez no está para discursitos. Pregunta al abogado si tiene algo que decir y este le hace otras tres preguntas a Anónimo para reforzar su posición. «Esto se va a sobreseer», le confiará cuando salgan. Se equivoca, aunque nada parece indicarlo esta mañana.  Apenas media hora después de haber entrado al edificio, ya lo ven venir sus camaradas con expresión socarrona y aires de haber hecho una trastada memorable. Han sido unos pocos minutos dentro. Una ridiculez. Sin embargo, al final de esta historia nadie se va a reír. El proceso se replicará a sí mismo y se retorcerá con otra denuncia. En otro tribunal más estricto dirán que dijo, dirán que hizo, sospecharán de sus motivaciones y hablarán de las consecuencias de unos actos de Anónimo imposibles de verificar para él. Nada de lo que declare se tomará en serio, pues se está enjuiciando una ficción. ¿Cómo distinguir la verdad de la mentira? ¿Cómo demuestra un loco que está cuerdo si ya ha dado con sus huesos en el manicomio?

Lo cierto es que esta mañana queda mucho para que el proceso se complique. Cuando los ultrarracionalistas ven salir a su Ano sin grilletes, entran en frenesí. Lo abrazan, le dan palmadas en la espalda y lo cubren de besos, y a continuación irán todos a beber a un bar, aunque Anónimo no es bebedor. En torno a una mesa grasienta va a contar a sus camaradas lo que ha visto al otro lado de las paredes herméticas del juzgado de Plaza de Castilla, lo que le han preguntado y qué locura es someter a juicio la ironía. Ha sido todo como de Mortadelo y Filemón, dirá.

Anónimo García es un personaje singular.  Una onda extraviada entre la frecuencia del sarcasmo y la de la ternura, predispuesta al juego peligroso. Su abogado no tuvo dudas de que ese chico desgarbado de metro ochenta, ataviado con un jersey amarillo, chamarra azul de cuadros y una expresión de broma inocente era la persona que lo había contratado. Yo tuve la misma sensación en nuestro primer encuentro. Fue en 2014, en unos billares de la Gran Vía donde había un retrato enmarcado de Franco. Anónimo apareció con un sombrero de cowboy del que salían melenas negras, me dio un paquete y desapareció. En el interior encontré algo que parecía un disco de Manolo Escobar y era un ejemplar de su revista.

Espigado, greñudo, de nariz grande, dientes enormes y un bigote como  de tienda  de  disfraces,  Anónimo  lleva  siempre  en  la  cara  una  expresión  en  la  que  no  es  fácil  distinguir  el  desprecio  del  cariño,  la  arrogancia de la timidez, la sinceridad de la tomadura de pelo. En un mundo caótico y desesperante, tal vez esta máscara ha sido su forma de encontrar una postura para sentarse y decir: aquí me tenéis.

Pero ahora va a ser la ironía, esa ironía particular suya, vuelta en su contra, la que tome las decisiones. Esta mañana de cañas tras la visita al juzgado quedan nueve meses para la sentencia. La ironía será durante todo ese tiempo un fantasma filtrado en los conductos del aire acondicionado, centelleando en los tubos fluorescentes y las pantallas de plasma. Luego aparecerá en el próximo escrito de la acusación, interpretará los hechos y se dejará leer al final, en forma seca y tajante, en la sentencia y la diarrea de noticias que habrán construido el delito por el que se juzga a Anónimo.

El propósito de este libro es desenredar la madeja irónica, separar la mentira de la verdad y ofrecer un contexto adecuado para crear el mapa de interpretación de algo que me parece una injusticia.

Tal vez viste algún titular, aunque lo recuerdes a medias. Tal vez oíste en la tele, mientras dabas cuenta del almuerzo, unas palabras sobre el sinvergüenza que ofrecía cierto servicio morboso relacionado con un caso que conmovió a media España. Quizá pensaste, sin darle muchas vueltas, que semejante desgraciado merecía un castigo.

Si es tu caso, también fuiste una víctima de la ironía. Así que este libro está escrito para ti.

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Autor: Juan Soto Ivars. Título: Nadie se va a reír. Editorial: Debate. Venta: Todostuslibros.

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