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Los Forsyte no mueren, va contra sus principios

Los Forsyte no mueren, va contra sus principios

Dice Miguel Ángel Aguilar que no hay manera de volver a casa después de cerrar la portada del día siguiente. Por eso los periodistas, como los buzos cuando salen a la cubierta del barco, necesitan una cámara de descomprensión para volver en sí antes de reintegrarse a la vida doméstica. Ese tiempo que transcurre en otros espacios ellos lo consumen en los bares.

No puede estar equivocado alguien que narró los días finales de la dictadura de Salazar, presenció los últimos fusilamientos del régimen y contó el golpe del 23-F desde la tribuna de prensa del Congreso de los Diputados. Conviene escuchar las palabras de Aguilar y considerar su aplicación dentro y fuera de las redacciones, pero, sobre todo, allende sus dominios.

Entre una idea y la siguiente es necesario el aire fresco: abrir las ventanas, sacudir mantas, vaciar ceniceros y espantar la horma que las palabras imprimen en la mente y el teclado. Se resabia la prosa como los cinqueños mansos y cuando un manuscrito está listo —eso incluye galeradas corregidas— normalmente otro ya bulle, se agita y se manifiesta con preguntas, anotaciones y, sobre todo, con lecturas. Sale uno de las novelas con hambre. Con ganas de leer.

"La saga de los Forsyte es una ciclópea obra de cinco libros escritos por el premio Nobel británico John Galsworthy"

Hace ya unos meses peino los depósitos de librerías y saqueo las existencias de Iberlibro buscando novelas familiares canónicas. Volví a la pegajosa y peligrosa El ruido y la furia, de Faulkner; a la nunca lo suficientemente releída Cien años de soledad, de García Márquez; descubrí Los Buddenbrook, de Thomas Mann, y retomé en clave familiar novelas que había interpretado política e históricamente: El gatopardo, de Lampedusa, o La marcha Radeztky, de Joseph Roth.

No hay nada más político que los lazos de sangre. Al leer todas estas historias se abrió ante mí una relación directa entre lo genealógico y lo crepuscular, como si en las familias anidara el germen de la sociedad y el tiempo al que pertenecen: cambian o caducan, acaso se desvencijan o se agrietan con respecto a los cimientos originales, como si de un árbol comido por las termitas se tratara.

Entretanto, como el buzo en la cubierta o el periodista en el bar, estudio esta zona de descomprensión. Incluso debo confesar una profunda necesidad de mudarme una temporada a los siglos XVIII y XIX, incluso el XX, que aún me propone problemas. Se trata de escarbar, como el perro que dice ser James Ellroy cuando busca el hueso de su literatura en la tierra de Los Ángeles. No en vano el asesinato de su madre lo empujó al abismo, y escribir al respecto lo trajo de vuelta del foso.

Llevo mucho tiempo rascando la tierra. Ni siquiera era mayor de edad cuando comencé a arañarla, y puede que no pare de hacerlo. El paso del tiempo no corrige determinadas ausencias. Por eso creo que la lectura, además de descomprimir, tonifica la musculatura para saltar la tapia de lo obvio. Con la ayuda de aventajados lectores, he dado con joyas, algunas de ellas descatalogadas, como Los Malavoglia, de Giovanni Verga —su tragedia atávica me recordó al Stromboli de Rossellini—, otras recuperadas como Las grandes familias, de Maurice Druon, que ha publicado Libros del Asteroide, y más recientemente una saga ciclópea que rescató Reino de Cordelia: La saga de los Forsyte, una ciclópea obra de cinco libros (tres novelas y dos entremeses) escritos por el premio Nobel británico John Galsworthy a comienzos del siglo XX.

"Todas las familias y las novelas que se ocupan de sus árboles florecientes están enfermas desde la primera hoja, desde la primera página"

A través de la figura de Soames Forsyte —a pesar de no ser un aristócrata, en ocasiones recuerda al Thomas Buddenbrook de Mann—, Galsworthy despliega las ambiciones de la clase media británica representadas en este joven abogado, pero, sobre todo, lo hace a través de la familia a la que pertenece. El dinero lo es todo para los Forsyte, la propiedad —de una casa, una bodega, un abono en platea, un tren de servicio— es el nuevo blasón para esa Inglaterra que se forma desde la Reina Victoria hasta la I Guerra Mundial.

Tanto la serie de Galsworthy como las obras de Faulkner, Mann, Tolstoi, Verga o Druon no necesariamente plantean que todo tiempo pasado fue mejor, pero sí dejan claro que el progreso económico no mitiga la desazón, el desamor ni la muerte de los seres humanos. Tampoco redime moralmente, ni mucho menos. En las novelas familiares algo siempre se pierde, es arrasado, quemado o dilapidado. La historia avanza hacia adelante y la de ellos hacia atrás. La narración la narra el que resiste, el malogrado y el desalojado, o acaso el omnisciente capaz de entrar en todos los sarcófagos, paritorios y estancias del alma.

Sí, hay algo crepuscular en las novelas familiares. Y aunque los Forsyte no mueran, porque la muerte se opone a sus principios, y tomen precauciones de “las gentes muy vitales que se molestan ante cualquier usurpación de la propiedad”, ellos tampoco pueden escapar. O al menos no de la forma en que ellos esperan. Todas tan distintas y al mismo tiempo tan similares. Todas las familias y las novelas que se ocupan de sus árboles florecientes están enfermas desde la primera hoja, desde la primera página.

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