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Los guardianes del tesoro

A partir de la desaparición de un libro de la biblioteca de Jorge Luis Borges, el espía argentino Remil —uno de los personajes más emblemáticos de Jorge Fernández Díaz— se adentra en una trama que alcanza hasta la violencia política que sacudió el país en los años 70.

Zenda publica este cuento del autor argentino, originalmente incluido en el libro Homenaje por la celebración del 90° aniversario de la Academia Argentina de Letras.

***

El libro se titula El folletinista de la calle Bonpland y es una novela por entregas que apareció con seudónimo durante tres semanas de 1969 en la sección Policiales del viejo vespertino La Razón. Trata de un periodista que narra como verdaderas las peripecias de un tardío cuchillero de la época del Centenario y luego, en castigo, es acosado por su fantasma. Un año más tarde, corregida y aumentada, se publicó en una editorial desaparecida. En 1973, un profesor de la UBA la rescató para una colección universitaria dedicada a los “géneros populares” y con un extenso estudio preliminar, que reivindicaba el regreso del folletín y que especulaba sobre quién podía ser su autor: hubo, a lo largo de los años, muchas versiones, que fueron desde escritores consagrados hasta frustrados novelistas que terminaron en la crónica roja. Nadie levantó la mano y nunca se supo la verdad. Un ejemplar de esa primera edición duerme en la biblioteca Jorge Luis Borges de la Academia Argentina de Letras, y otras similares, en librerías de usados de Buenos Aires y en Mercado Libre. Más allá del misterio de la autoría, no es un libro especialmente valioso, y muy pocas personas lo pidieron para consultar su contenido a lo largo de todas estas décadas. Sin embargo, un masculino de unos setenta años con traje gris, gabán y sombrero de ala corta abusó del ingreso semipúblico, mostró un DNI falso (su número pertenece a un jubilado que falleció hace tres años) y dijo que era un investigador de la Universidad Nacional de La Plata; pidió siete libros, los revisó y tomó notas, y a las 18 en punto agradeció a los bibliotecarios y ganó la calle. Cuando al día siguiente uno de los encargados acometió la pila y fue devolviendo cada cosa a su sitio, descubrió que el ejemplar de El folletinista de la calle Bonpland no era el mismo que estaba fichado. El hombre del traje gris había hecho un cambiazo, y había dejado en su lugar un ejemplar más castigado por el tiempo, que tiene manchadas las primeras páginas, como si alguna vez hace lustros alguien hubiera derramado sobre ellas una taza de café. El accidente no alcanzó a arruinar el libro ni impide su lectura. Puede tratarse de un perfeccionista o algo por el estilo, pero el uso de un documento de identidad falsificado lo hace todo más intrigante.

—Admito que es un incidente menor, pero en una de esas resulta que el ladrón es el verdadero autor del folletín y por fin podemos resolver el enigma —le dice a Cálgaris uno de los académicos, durante una cena en el restaurante del Jockey Club. Es una sobremesa de cómplices y diletantes, regada con Rutini Malbec. Imaginan lo que significaría narrar en algún suplemento cultural semejante revelación literaria después de tantos años de dudas. El catedrático es un erudito que le dio varios consejos sobre libros antiguos; el coronel se volvió un coleccionista, está sumamente agradecido, le divierten todas estas excentricidades, y a veces se da pequeños gustos personales con los fondos reservados del servicio de Inteligencia. Me llama para ponerme en autos y para ordenarme que active una operación clase D, lo que traducido al castellano quiere decir que desplegaremos una pesquisa de bajo presupuesto y tiempo limitado. Esta decisión cancela la chance de pinchar todos los teléfonos de la Academia y realizar seguimientos. Todo eso no quiere decir, claro está, que nuestros hackers de la Cueva no entren en acción, revisen las redes y llamen uno por uno a los principales libreros de usados para ver si recuerdan la venta reciente de un ejemplar de El folletinista de la calle Bonpland. A lo mejor el intruso no lo tenía en su casa, y tuvo que pagar por un libro idéntico para hacer ese reemplazo inútil.

—Si esto es así, se abre todo un abanico de posibilidades —me dice Cálgaris cargando su pipa—. Significa que el tipo no quería mejorar su colección, sino quedarse específicamente con ese ejemplar. Pero ¿por qué querría hacerlo, si no tiene ningún valor extra?

—Puede ser un cleptómano —le respondo, aburrido—. O un fetichista o un demente.

—O el ensayo de un robo —asiente, pensativo. Luego barre el aire, dándome a entender que mueva el culo.

Visito la escena del crimen y converso un rato con el equipo de bibliotecarios: el sujeto en cuestión pidió libros muy diversos y es difícil armar un rompecabezas de sentido, porque además casi no pronunció una palabra durante toda la incursión. No hay registro de esa tarde, porque las dos cámaras de seguridad no funcionan, solo sirven para la disuasión de los visitantes. Son de la época del VHS, y encima de un armario juntan polvo el reproductor, la videocasetera y el monitor antediluviano. Los empleados son cultos y cuidadosos, y aman su incalculable tesoro: hay primeras ediciones de todo el canon argentino del siglo XIX, ejemplares dedicados de puño y letra por sus célebres autores, libros del 1600 que valdrían mucho en Sotheby’s o en Christie’s. Recuerdan, por ejemplo, que en los años noventa un sujeto aprovechó una distracción y se llevó inexplicablemente un tomo de las Obras Completas de Borges, y que después un conocido ladrón del mercado negro, afecto a láminas y mapas y a ediciones caras, apareció en la biblioteca y fue reconocido por el jefe, que se sentó junto a él durante horas para vigilarle el mínimo movimiento y al final le pidió que no regresara nunca más: el vivillo, que era todo un caballero de la cultura, se retiró en silencio con las manos vacías.

Una secretaria me ofrece una visita guiada por todo el palacio Errázuriz, y recorro arriba y abajo Sánchez de Bustamante intentando detectar cámaras de seguridad pública y privada en esquinas y en distintos edificios. Esa se convierte en la principal y más pesada faena. Me lleva dos días enteros pedir permiso y chequear los archivos grabados de los alrededores. Todo lo hago con una credencial apócrifa de la Policía Federal, y con la connivencia del comisario de la 25: los encargados de edificio y de comercio se allanan a mis amables pedidos, y un funcionario de la Ciudad me facilita los monitoreos de tránsito. La mayoría del material resulta un fiasco, pero al tercer día detecto al hombre de traje gris, gabán y sombrero de ala corta a doscientos metros de la Academia tomando un taxi. Avistamos el número de patente, y encontramos al peón que lo manejaba esa tarde. No tiene buena memoria, a pesar de que parece un poco intimidado, pero al cabo cree recordar al susodicho por el sombrero y porque lo dejó en la estación de Retiro. Uno de los hackers, que sigue la ruta del folletinista, me sugiere una librería de Beccar, y entonces decido unir los puntos: me tomo el tren, me bajo en la estación y camino setenta metros. El desconocido vio su catálogo en internet, llamó para preguntar por El folletinista de la calle Bonpland, pidió que se lo describieran detalladamente y cuando se le ofreció enviarle una foto por WhatsApp dijo que usaba un celular diminuto y anticuado, pero que él mismo se acercaría a la mañana siguiente. Se presentó un día de lluvia, hace tres semanas, y ni siquiera revisó por curiosidad los estantes ni las mesas de saldos. Tampoco hizo comentarios: examinó la fecha de edición, pagó en efectivo y salió rápido. Recuerdan la leve mancha de café de las primeras páginas, pero no saben decirme si el masculino tenía un coche estacionado o lo esperaba alguien en la vereda. Me detengo a tomar un expreso en un boliche con sillas de plástico y requiero a la Cueva una revisión rápida de las llamadas entrantes de ese número. Y aprovecho la pausa para comunicarme con Cálgaris y pasarle las noticias. El coronel carraspea:

—Quiera Dios que no haya usado un teléfono público—. Luego avanza en su razonamiento: —¿Qué tenía el ejemplar robado? ¿Una anotación manuscrita?—. Los bibliotecarios de la Academia no recordaban ni siquiera haberlo abierto, como tantos otros libros que reposan en esos ilustres estantes a la espera de un lector. Siento que Cálgaris se alza de hombros: —Todo esto es una gilada, Remil. Si en veinticuatro horas no lo agarramos, seguimos con otra cosa. Nunca hay que estirar la cuerda con un capricho—. Antes de cortar, me pide que hable con la Cueva y que le ordene a los hackers instalar un circuito de cámaras moderno, en calidad de donación: la Casita correrá con los gastos de la instalación y todo el instrumental. El coronel no quiere que la Academia Argentina de Letras, que acaba de cumplir noventa años, permanezca desprotegida y a merced de cualquier cuervo. Transmito la orden y recibo al instante la ubicación del llamado fatal: no es un teléfono público, sino un bar de Núñez, sobre la avenida Cabildo.

Vuelvo en tren, y camino por Juana Azurduy hasta el café señalado: el patrón me convida con una cerveza, porque piensa que soy un cana, y yo no lo desmiento. Tiene muchos clientes que se apoltronan a leer libros a toda hora, pero recuerda específicamente a uno que usa sombrero de ala corta; suele venir por las tardes y tomar dos capuchinos junto a la ventana. A veces pide el teléfono del mostrador para hacer alguna llamada y luego deja buena propina. Paso por el gimnasio de Saavedra para hacer fierros y guantes, me preparo en el departamento de Belgrano R dos sándwiches de salmón y un vodka con hielo, y me quedo despierto hasta la madrugada repasando las andanzas del periodista y del cuchillero, que primero es de carne y hueso, y más adelante se transforma en un fantasma molesto y maligno. Al mediodía estoy de nuevo en el bar de Cabildo, apostado en una mesa lejana, esperando al caballero. Que esa tarde no se presenta.

—Ya establecimos la trazabilidad, coronel, no me releve ahora —le pido a Cálgaris después de narrarle el primer fracaso.

A regañadientes, ya un poco mosqueado, me da una tarde más. Una sola. Felizmente, el desconocido esta vez no falla. Aparece a las tres en punto, con sombrero y todo, aunque no de traje gris, sino con un pulóver grueso y una campera de gamuza. Carga con un libro antiguo de tapas duras y doradas. Efectivamente, no baja de setenta años. Un individuo poco comunicativo y algo melancólico: distrae a cada rato la lectura y se queda con la mirada perdida. Toma dos capuchinos y un agua sin gas, pasa al baño, paga su deuda y luego camina por Cabildo, gira a la derecha y alcanza la calle Cuba. A doscientos metros ingresa en una casa decrépita de la vereda impar. De pronto la dirección me activa algo en la memoria, y reviso el chat de la Cueva. Qué estúpido —me recrimino—, el jubilado del DNI: se apellida Lazarte y falleció en el 18, pero el último domicilio registrado es esta misma casa descangallada. Creíamos que era un clásico robo de identidad y un documento falsificado por un profesional del yeite. Pero no era, en realidad, más que un documento viejo y real, al que le cambiaron la foto, y a lo mejor ni siquiera eso. Nos creímos inteligentes y somos unos reverendos boludos.

Espero quince minutos más y toco timbre. El ladrón sale a atender y sé por sus ojos que al verme la pinta lo asalta un mal presagio. Coloco un pie estratégico para que no pueda cerrarme la puerta en la cara y le muestro la Glock: retrocede pálido, aunque sin rasgo de sorpresa, al interior oscuro y silencioso, y yo avanzo y cierro a mis espaldas. Es un living comedor largo y descuidado, con muebles de los años cincuenta y dos alfombras manchadas. Hace más frío adentro que afuera. Al fondo se adivina la luz de un patio interno y las puertas de dos dormitorios; también la cocina, adonde nos dirigimos sin despegar los labios. Tiene las hornallas prendidas e incluso un calentador eléctrico, y el libro de tapas duras abierto sobre la mesa de fórmica carcomida. No hace ningún reclamo ni balbucea ninguna protesta: se imagina quién soy y sabe perfectamente por qué lo visito. Con una seña me invita a sentarme en una silla crujiente; él recuesta una nalga en la mesada baja, hace bailar un poco su pierna derecha y esboza una sonrisa triste.

—Usted no escribió El folletinista de la calle Bonpland —adivino.

—No, para nada —niega con una mueca extenuada: tiene una voz tabacal con un acento indefinible—. Lo más interesante que alguna vez fui –se detiene, me pregunta—: Dejé de fumar hace tres años, ¿tiene un cigarrillo?

Le ofrezco uno y se lo enciendo. Aspira el humo como si se tratara de oxígeno vital; le tiembla un poco el pulso.

—Lo más interesante que yo alguna vez fui, y dejé de ser, fue un militante revolucionario —completa. Luego mira con atención la brasa—. A mi viejo lo mató el pucho, ¿sabe? Tuvo un final horrible.

Lo dejo venir. Se oyen gorjeos en el patio y una lejanísima melodía de Pugliese que reconocería en cualquier lugar de la Tierra. Me echa una ojeada evaluativa y decide ir al grano:

—Estuve dos veces exiliado en Italia. La primera vez que volví fue en 1979. Ya se imaginará para qué.

—Sí, me lo imagino.

—La dictadura estaba en crisis y el pueblo, listo para ser conducido a la victoria.

—Veo que tuvo suerte.

—Mucha, mucha —asiente—. Es una larga historia.

—Vamos a concentrarnos en El folletinista de la calle Bonpland.

Se calienta las manos en una hornalla, se las frota. Después arrastra otra silla, la coloca al revés, se sienta como si la cabalgara y apoya los brazos en el respaldo. La Glock sigue a la vista: sabe perfectamente que puedo meterle una bala en el cerebro al más ínfimo gesto. Echa una nueva columna de humo por la nariz.

—Teníamos nuestra retaguardia —dice, nostálgico—. Por lo general, gente de superficie, en el exilio interior, operativos disfrazados de perejiles. En este caso, un profesor de literatura. Él y otros de la Orga tenían la orden de actuar como frente financiero. Había también un joyero de Villa Martelli con buenos contactos.

—¿Un joyero?

—Se atesoraba en oro, para preservar el valor —se ríe—. Ya por entonces este país no tenía moneda.

La música de Pugliese no se termina, pasa de tema a tema, pero ya no hay un solo gorjeo en el patio. Como si todos los gorriones se hubieran callado de repente, o estuvieran muertos.

—Los servicios prendieron la alerta total, y alguien cantó que el profesor era responsable de la logística.

—Y empezaron a seguirlo.

—Conocía la Academia, por su trabajo la frecuentaba —dice, y aplasta los restos del pucho en un platito de té—. Supongo que visitó la biblioteca y que pidió un libro al azar. Estuvo un rato largo leyendo, y lo marcó sin que los empleados se dieran cuenta. Suponemos que hizo esa anotación porque al salir llamó a un compañero y le explicó que dejaba la llave en El folletinista de la calle Bonpland. Así dijo: la llave. Pero sin decir dónde. Dos días después lo mataron en un enfrentamiento.

–Y el compañero zafó.

—No se crea que tanto: lo chuparon y lo dejaron a la miseria. —Ahora el caballero parece por primera vez dolido—. Y no sabemos por qué lo largaron. A lo mejor porque era nadie. Su familia lo puso en un avión y lo mandó con guita a España. A la vuelta de toda esta gira, dos muchachos de la Conducción lo visitaron en Valencia. Estaba en un manicomio, parecía un zombi.

—Zombi y todo les mencionó El folletinista de la calle Bonpland.

—Sí, pero en el aire, como alucinando. Ninguno de sus compañeros salió con vida de la ESMA. Ni siquiera el joyero. Era una ratonera.

—Creyeron que los grupos de tareas se habían quedado con el botín.

—Como tantas veces. ¿Tiene otro cigarrillo?

Le doy el segundo y vuelvo a encendérselo. Sus ojos parecen más oscuros y menos brillantes. La luz de la tarde se está apagando.

—Yo ya tenía decidido abrirme —agrega—. Habíamos sido derrotados, nos habíamos mandado tantas cagadas.

—¿Y entonces?

Se queda unos segundos pensando el mejor modo de explicarse. Al final decide ir por la vía rápida:

—Y entonces me borré. Conseguí un laburo en Milán y traté de olvidarme de la Argentina. Y durante un tiempo lo conseguí, se lo aseguro. Tenía una negación total, una especie de amnesia, y no sabe lo que me costaba llamar a mi viejo para ver cómo seguía. Me costaba un huevo. Pero la vida en Italia tampoco fue un lecho de rosas.

Me mira a fondo por primera vez:

—Nunca pude reivindicar aquella época, ni supe cómo aprovechar mi historia. Simplemente, la saqué del medio y le pegué derecho, como si no hubiera que pagar las facturas.

Tengo un déjà vu; conozco otros amnésicos. De nuevo lo dejo venir.

—El problema es que en su lugar quedó un hueco muy, muy grande —dice contemplándose la sombra que se quiebra en el piso y sube por la heladera. Observo sus zapatos gastados.

—¿Volvió para acompañar a su padre o porque ya no le quedaba más plata? —le pregunto.

Se ríe francamente, vuelve a dar una pitada.

—Por las dos cosas.

—Heredó un buen terreno y la casa puede reciclarse —digo echando un vistazo en redondo.

—Hipotecada —me corta, achicando los ojos—. ¿Qué sabe de los ludópatas, comisario?

—Que la plata nunca alcanza —repongo—. Comenzó a pensar en el oro.

—La desesperación agudiza los sentidos —asiente, rascándose una ceja—. Pero, mire, todo fue una casualidad. Me encontré por el centro a la hermana del profesor. Estaba en una marcha por los derechos humanos, o alguna de esas huevadas. Estuve en la casa de sus viejos, que todavía viven.

—Ellos le hablaron de la Academia.

—Iba muy seguido a estudiar en ese silencio, rodeado de libros. Le decía a su familia: “Acá hay mucho ruido, me voy al templo”. Esa biblioteca era su templo.

—¿Criptografía básica?

—Básica pero difícil de ubicar —aclara—. Se necesita el libro para buscar el mensaje, que al final consistía en una serie de coordenadas muy bien escondidas, casi invisibles. Lo cambié porque necesitaba examinarlo con atención y sin levantar sospechas. Supuse que nadie se daría cuenta de que no era el mismo ejemplar; por eso no me preocupé demasiado por el DNI de mi viejo. Que dicho sea paso, era bastante parecido a mí. Vea.

Veo que extrae de un bolsillo interior, con sumo cuidado y con dos dedos, el documento. El viejo Lazarte era una versión más hundida y menos elegante, pero con un innegable parecido: a golpe de vista uno y otro son la misma persona. Se lo devuelvo.

—¿El paquete seguía donde lo enterró? —quiero saber—. ¿O construyeron encima un edificio?

—Nada de eso —niega con una nueva sonrisa, un poco más animada o tal vez más sardónica—. Una cámara subterránea, en el nicho de su propia familia. En un pequeño cementerio de una ciudad de la provincia de Santa Fe. Cerca del límite norte.

—Convenció a la hermana.

—No, no muestra las palmas—. Bastó con darle unos mangos a un encargado. No se imagina la excitación, tenía taquicardia.

Nos envuelve el silencio; el sol pareció retirarse y la sombra empieza a encogerse. En el patio unos gorriones retomaron la rutina.

—No vengo por el oro, vengo por el libro —le aviso.

Mueve la cabeza y respira profundo. Ya no necesita cigarrillos, ni conversación. Se levanta y lo imito. Pasamos a un salón con escritorio y estantes llenos. El folletinista de la calle Bonpland está a la vista, inocente de todo. Me lo entrega sin ceremonias. Lo cargo como si fuera un explosivo.

—Un enigma dentro de otro enigma: leí mucho sobre ese folletín en Internet —dice, ahora con vivo interés—. ¿Quiere ver el paquete?

—No podría resistirme.

Me señala un pasillo, que deriva en el patio. Pugliese se sigue colando por la medianera. Hay una pajarera enorme y vacía; muchos malvones, paredes con manchas de humedad, baldosas cuarteadas. Al fondo, una puerta de vidrio y de hierro da a un taller de trastos y herramientas. Dejo, prudentemente, que Lazarte ingrese primero y mantengo mi Glock desenfundada. Pero no se trata de una emboscada, sino de una ironía. Una ironía del destino. Me acerco con cuidado a la mesa que me señala. La maleta permanece abierta, y tiene el cuero deteriorado y descolorido, pero los fajos parecen intactos y los billetes no han perdido legibilidad. Pesos argentinos, sin lesiones y sin moho. Sacados de circulación hace décadas, y víctimas de incontables devaluaciones.

—¿Cuánto calcula que me darán en el Mercado de Pulgas, comisario?

—No llegó a convertirlos —pienso en voz alta—. La quimera del oro.

—Usted lo ha dicho.

Nos quedamos mudos un rato, contemplando el tesoro evaporado y perdido. Luego le pido un fajo y me lo guardo en el bolsillo de la campera. Es un souvenir para Leandro Cálgaris. Enfundo también la Glock y me hago acompañar hasta la salida. En la vereda nos damos la mano sin reproches. Mientras camino hasta Cabildo pienso cuántos ahorros y chucherías le quedarán a Lazarte antes de levantarse la tapa de los sesos.

Ese mismo jueves, a las 16.30 en punto, participamos del clásico té de camaradería de los académicos, y el coronel les relata pormenorizadamente el extraño viaje de El folletinista de la calle Bonpland. Dedican media hora más a intercambiar nuevas especulaciones acerca de su autoría literaria, y acuerdan no ventilar el robo ante los medios de prensa por obvias razones. Poco antes de la apertura de sesión, nos dirigimos a la biblioteca y Cálgaris le entrega a su director y a sus ayudantes el ejemplar que sacó Lazarte del palacio Errázuriz. Los verdaderos guardianes del tesoro lo reciben como si fuera una pieza única y lo devuelven amorosamente a su lugar. Están emocionados.

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Este cuento integra una publicación de la Academia Nacional de Letras por su 90° aniversario, celebrado en 2021, con textos de sus académicos.

El texto fue originalmente publicado en el diario La Nación.

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Vicente
Vicente
2 años hace

Aquí, algo de implicación tiene Don, aunque sin soltar tacos; me huelo.