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‘Los inmortales’: Whisky y espadas

‘Los inmortales’: Whisky y espadas

Me se meta nadie con Los inmortales. Es una película en muchos aspectos ridícula y pasada de vueltas, pero a la vez recordada con afecto por millones de espectadores, precisamente por eso. Es una historia de acción y fantasía en la que, sin mayor explicación que «porque sí», resulta que a nuestro alrededor hay una serie de guerreros inmortales que solo pueden dejar de existir cuando uno de ellos le corta la cabeza a otro en singular combate a espada. Esto lleva como tres mil años ocurriendo, y tras una interminable fase de grupos y eliminatorias a muerte súbita (jeje) la Final Four ocurre, como dijo la profecía, «en una tierra distante» (o sea, Nueva York), en 1985. Menos mal, porque si llegan a esperar un poco más, Queen no le podría haber puesto banda sonora. ¿Cuál es el premio final? Pues nadie lo sabe, pero en esencia será dominar el mundo de alguna manera u otra, que es lo que quiere todo guerrero, ¿no? En el reparto tenemos al escocés Sean Connery haciendo de español (o egipcio), al francés Christopher Lambert haciendo de escocés (el Highlander del título original) y al americano Clancy Brown haciendo de villano ruso, o de lo que hubiera en Rusia en el siglo X antes de Cristo. Si ya la ha visto, nunca está de más verla otra vez, y si no, no sé a qué espera. Téngase en cuenta, sin embargo, que la película es de lo más ochénter que se pueda echar uno a la cara, en gran parte porque está dirigida por el australiano Russell Mulcahy, uno de los responsables de una de las grandes tendencias visuales de la década, el neo-noir urbano, practicado múltiples veces en una buena cantidad de vídeos musicales.

[Aviso de destripes (y descabezamientos) en todo el texto]

Cuatro décadas después de su estreno, quizá lo más interesante que se pueda comentar de esta película es cómo ha ido cambiando su recepción crítica, pasando de casi completamente negativa a bastante afectuosa, aunque sea a regañadientes. Lo básico suele ser que si esperas mucho de ella seguramente te decepcione y viceversa: que si no esperas gran cosa te sorprendas pasándotelo pipa, e incluso emocionándote inesperadamente en momentos como la muerte de Heather, la primera pareja de Connor, que fallece de anciana sin poder explicarse por qué su esposo inmortal no ha envejecido: «Es porque te sigo amando igual que el primer día», intenta consolarla él. Es cierto que la premisa es muy sencilla, y que si parece concebida por un estudiante inexperto, es porque así es: Gregory Widen era un alumno de guionista en la UCLA, y sus dos ideas centrales para esta trama vinieron por un lado de Los duelistas de Ridley Scott (duelos a espada continuados durante diferentes años y circunstancias) y una visita a Escocia y a la Torre de Londres, donde al ver todas las armas medievales que había expuestas pensó cómo sería la historia de alguien que de verdad hubiera usado toda esa parafernalia a través de los siglos. Widen escribió una primera versión, su profesor le recomendó mandarla a un agente, y al poco la había vendido por 200.000 dólares. De esa versión se hicieron luego bastantes cambios en cuanto a los detalles: Ramírez era un castellano de verdad, nacido en 1100, el Kurgan era un caballero que mata a sangre fría pero sin salvajismos, y los inmortales podían tener hijos (Connor, de hecho, había tenido 37 en sus quinientos y pico años de vida). Y no había el concepto del premio final.

Sin embargo, todo este planteamiento simple no significa que no haya un trasfondo más profundo y que vaya más allá de una simple sucesión de duelos a espada. Ahora que tan de moda están las películas de superhéroes, Highlander se puede considerar una de ellas: por un lado hay un gran poder, la inmortalidad, y por el otro una gran responsabilidad, la de la matar a todos los demás inmortales, porque solo puede quedar uno. Además, en el caso de Connor MacLeod y de su maestro Juan Sánchez-Villalobos Ramírez (apellidos colocados al revés en el doblaje español), se añade el hecho de presentarse a sí mismos como alternativa necesaria al favorito para ganar el premio, el cruel Kurgan, cuya victoria traería, según Ramírez, siglos de oscuridad para el ser humano. MacLeod y Ramírez son los que quieren usar el premio para el bien, y de hecho el afecto que se tienen es claro, a pesar de ser futuros rivales en potencia, y también es notoria la amistad que Connor tendrá más adelante con el guerrero africano Sunda Kastagir, pero el Kurgan está hecho de otra pasta. En concreto, su iniquidad viene de algo que hoy en día aparece mucho a la hora de explicar de dónde procede la maldad de una persona (o de un personaje malvado en una trama de ficción): los malos tratos infantiles, en su caso en una tribu cerca del mar Caspio, mil años antes de Cristo, donde se tiraba a los niños a un foso junto a perros hambrientos para hacerlos pelearse por la comida.

Quizá se pueda preguntar por qué en vez de luchar unos contra otros estos inmortales no se unen y aprovechan sus siglos de vida y experiencia para influir positivamente en el desarrollo de la humanidad de la que proceden y con la que conviven, pero ahí precisamente está la metáfora (¡y la masculinidad tóxica, que no se quede sin mencionar!): llegar a líder significa también eliminar al contrario, o al menos apartarlo a un lugar donde pueda influir lo menos posible en el futuro de su pueblo. Simplemente, lo que antes se hacía con guerras, muerte y violencia (la victoria del más fuerte), hoy se hace, por ejemplo, con elecciones. Y es que al fin y al cabo, por mucha democracia, y urnas, y talante respetuoso y participación ciudadana que se quiera, el máximo mandatario de una nación también solo puede ser uno, y para llegar a serlo ¿no ha de enfrentarse a los demás candidatos con las armas propias de cada momento histórico? En esta película fantástica se descabeza al enemigo, mientras que en los parlamentos modernos se lo reduce a una minoría con voz pero sin los votos suficientes, al menos hasta que se celebre el próximo torneo. Y lo mismo puede decirse de quién gana un Oscar, o un Nobel, o una medalla de oro, o un nombramiento para dirigir la Filarmónica de Viena: al final, solo puede quedar uno. Esta es la razón también por la que la película empieza con un combate de lucha (que aunque sea de la «falsa» también da premios y cinturones de campeón a sus participantes) justo antes de que Connor vaya a batirse por su vida una vez más en el aparcamiento subterráneo del recinto. En el guion inicial la idea era empezar con un partido de hockey sobre hielo, pero al ver que la razón era centrarse en la violencia física de algunos partidos de este deporte, la NHL norteamericana no permitió el rodaje. Y bueno, además de todo, estamos en 1985, en plena Guerra Fría, cuando lo de ser el triunfador o el derrotado, por muy fría que fuera la guerra, no era lo mismo ni daba igual, en absoluto, para quien estuviera en cada bloque.

Muchos elementos del guión también pueden verse como una metáfora sobre lo que significa dedicar tu vida a la guerra, como por ejemplo el ver morir, tarde o temprano, a toda la gente que te rodea, y en especial a tus seres queridos. Lo primero que hace Ramírez es recomendar a Connor que abandone a Heather, su mujer, mientras le cuenta lo mucho que le dolió perder a su última pareja en Japón. Puesto en su piel, habría quien haría lo contrario: disfrutar de cada relación al máximo, sabiendo que continuarás en la plenitud de facultades durante siglos, y hacer, quizá, como quien se le muere el perro: tener otro más o menos a renglón seguido. Es crudo y cruel, sí, pero ¿qué vas a hacer con siglos de existencia, si no? ¿No amar para no perder? ¿No gozar a cambio de no sufrir? La otra opción sería acabar como el Kurgan, pidiendo prostitutas por pensiones de mala muerte mientras firmas «Victor Krueger» en el registro. Otra metáfora clara es lo de no poder tener hijos. Siempre se dice que lo peor que le puede pasar a los padres es ver morir a sus hijos, y en este caso estaría garantizado, 37 veces o las que fueran. Además, que cargando con biberones se debe de pelear fatal.

Pero la metáfora definitiva, tanto que casi ni siquiera lo es, es esa sensación de intenso éxtasis que le entra a cada inmortal que mata a otro (y que incluso aparece en el cartel de la película), que puede compararse a un orgasmo. Muchos supervivientes de guerras y batallas describen una sensación al sobrevivir (aparte del horror por la violencia y del miedo ya pasado) de potente euforia, sobre todo si tu experiencia ha sido como combatiente, y además victorioso. Es algo tan poderoso que puede resultar adictivo, y de hecho, cuando en la película le ocurre por segunda vez al Kurgan, la cara de cabreo que se le pone cuando un paranoico exmilitar lo cose a balazos al final de su combate «de semifinales» refleja que, probablemente, más que los agujeros de bala, lo que le ha fastidiado de verdad es no poder sentir ese quickening a gusto. Kurgan es de los guerreros más antiguos en la pelea, si no el que más, junto a Ramírez, y en el canon de esta franquicia (porque esta peli ha producido continuaciones y series de TV y de animación de muy cambiante calidad) ha matado a cientos de inmortales antes de llegar hasta el final.

También puedes morir tú, obviamente, aunque en este caso puede tardar más ese día en llegar, pero si eso ocurre se acabarían todos tus problemas y ya está. No, el castigo que va con tu superpoder es precisamente ese, el de nunca poder dejar de ver muerte y destrucción a tu alrededor, en especial en las épocas de la Historia humana cuando eran ocurrencias cotidianas e incluso deseadas por esos líderes en busca de gloria a costa de las vidas de otros. Sin embargo, está bien que la película haya cambiado su idea inicial y renuncie a hundirse en la negrura existencialista, permitiéndose algunos toques de humor con lo útil que puede resultar la inmortalidad a veces. Así, en el pasado de Connor lo vemos una vez salvando a una niña de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial «haciéndose el muerto», literalmente, y otra vez borracho batiéndose en duelo a muerte en Boston en 1783, mientras su rival no puede explicarse por qué sigue levantándose tras cada estocada mortal que le tira.

Hablando de divertirse, por lo que se ha contado del rodaje, debió este de ser una experiencia apasionante, durante la que a cualquiera se le quitarían de la cabeza las monsergas sobre el valor artístico de lo que estás haciendo. Las batallas entre clanes escoceses se rodaron en la propia Escocia, usando como extras a estudiantes universitarios y, en realidad, a cualquiera que viviera cerca, sobre todo si tenía el pelo largo (cosa no infrecuente en los 80) o un caballo. Según Mulcahy, hizo todo tipo de tiempo extremo, «desde nieve a lluvia horizontal», pero cada día seguía llegando gente a participar, a cambio simplemente de una botella de whisky al final de la jornada, que se pimplaban durante la noche, durmiéndola a la intemperie y presentándose otra vez a la mañana siguiente. Cuando, para recortar gastos, les dijeron a los extras que no les pagaban desayuno, casi tiene que intervenir Connery en persona, y se llegó a quemar en efigie a la primer ministra de entonces, no otra que Margaret Thatcher (cosa que probablemente se habría hecho de todas formas sin rodaje de cine por el medio). ¿Quién no querría tener veintipocos y dormir en una pradera bajo un castillo escocés con los colegas durante unos cuantos días y luego dar espadazos en kilt por la mañana? Hasta el propio Connery, que perdió la apuesta con el director de que no sería capaz de filmar su papel entero en solo una semana (por el que se llevó un millón de dólares, de los trece del presupuesto), también se traía su propia cosecha de scotch casero, que daba a probar a la concurrencia. Con tanto bebercio, se dice que el equipo de urgencias del rodaje estaba bastante atareado.

Sobre por qué quedó un reparto tan revuelto, hay varias razones. La primera es que Connery, de aquella con 55 años de edad, no quiso hacer de Connor ni de Kurgan, sino que era Ramírez el personaje que le molaba. En aquel entonces Connery ya tenía residencias en España, y se dice que intentó aprender un acento español para el personaje, pero no se le nota nada, la verdad. Los escoceses, al contrario que los ingleses, no tienen prroblemas para prronunciarr la erre doble como debe hacerrse, así que con haber acentuado eso ya le habría valido. De hecho, la voz del texto inicial con el que empieza la película está grabada por él en el cuarto de baño de su residencia española, y por eso tiene cierto eco. Lambert fue escogido porque Mulcahy vio en una revista fotos suyas haciendo de Tarzán en Greystoke y le pareció perfecto (antes se había pensado en Marc Singer, el de El Señor de las Bestias y la teleserie V, y en Kurt Russell, a quien de hecho se le ofreció el papel en firme, pero su novia, Goldie Hawn, le dijo que no lo aceptara). Lo que no sabían era que, a pesar de haber nacido en Nueva York, hijo de diplomático francés, Lambert, de nombre original Christophe, no Christopher, no hablaba nada de inglés, y tuvo que ir ensayando sus frases sobre la marcha. Esto se arregla en el guion haciéndole decir en el interrogatorio de la policía que es «de muchos sitios diferentes». El papel de Kurgan, al revés, se hizo más primario y menos complejo de lo que se pensaba en un principio. En la idea original era alguien desensibilizado por la violencia y que si es tan activo matando a otros inmortales es precisamente para acabar esta competición cuanto antes, de tan harto como está ya de ella tras tres mil años. En la película, sin embargo, es básicamente un bárbaro unidimensional y sediento de sangre que si puede viola a las mujeres de sus víctimas. Clancy Brown está absolutamente perfecto en el rol, tanto que algunos miembros del rodaje no se le querían acercar, y su voz en el original es aún mejor que la de su doblador español. Sin embargo, los productores, que a lo que iban era a intentar ahorrar lo más posible, no le pagaron nada en absoluto por su papel, diciéndole que poder rodar con Sean Connery ya era pago suficiente. Para el Kurgan se había pensado en Rutger Hauer, Nick Nolte y hasta Arnold Schwarzenegger, pero ninguno habría costado tan barato, desde luego. Fue él además quien se inventó lo que dice su personaje en la iglesia para mostrar su desprecio a las monjas y el cura, a los que obviamente desdeña como pagano nacido mil años antes que ese Cristo debilucho, mirando con arrogancia a una secta de enclenques que adoran a un dios que se dejó matar: «Es mejor consumirse ardiendo que desvanecerse» («It’s better to burn out than to fade away»), una frase de una canción de Neil Young que luego aparecería… en la nota de suicidio de Kurt Cobain.

Las escenas de lucha con espadas fueron muy bien recibidas en su tiempo, aunque hoy en día quizá no pasarían el corte (jeje). El maestro de esgrima en el rodaje fue el incomparable Bob Anderson, un doble campeón olímpico cuya lista de participaciones en el cine es interminable, desde los tiempos de Errol Flynn hasta El Señor de los Anillos y Alatriste, pasando por Star Wars, varios Bonds, Superman II, Los cañones de Navarone, Los tres mosqueteros (la de Disney del 93, por desgracia), Barry Lyndon, La princesa prometida, El Zorro de Banderas y muchas más. A propósito de las espadas, la «experta» Brenda dice en la película que la espada abandonada por Connor es una «Toledo Salamanca», tontería que la versión española corrige un tanto, transformándolo en «de Toledo o Salamanca».

Pero otra razón más para encariñarse con esta película es la banda sonora, de Michael Kamen en cuanto a lo orquestal, y de los inmortales (de verdad) Queen en las canciones. Mulcahy, como ya se ha dicho, venía de dirigir vídeos musicales para lo más granado de los 80 (Paul McCartney, The Rolling Stones, Elton John, Fleetwood Mac, Rod Stewart, AC/DC, Billy Joel, Spandau Ballet, Duran Duran, The Stranglers, The Human League, Boy George, Bonnie Tyler, etc, además del muy significativo «Video Killed the Radio Star», el primer vídeo emitido en la historia de la MTV, con mensaje no muy oculto precisamente), así que su agenda de contactos era muy extensa. La verdad es que la reputación tanto de este film como de Queen como banda andan un tanto paralelas. Para muchos críticos, Queen dejó de existir como potencia creativa en los 70, y su producción de los 80 se ve como adocenada y demasiado comercial. En 1984 Queen habían levantado un tanto el vuelo con su disco The Works («I Want to Break Free», «Friends Will Be Friends», «Radio Ga Ga», «It’s a Hard Life»), luego habían tocado el cielo con su famosa actuación de veinte minutos en Live Aid, y cuando salió su siguiente disco, A Kind of Magic, mucha gente se quedó confusa, ya que parecía ser más bien la banda sonora no oficial de Highlander, con seis de sus nueve canciones apereciendo en la película más otras tres de acompañamiento. La prensa del ramo no lo puntuó nada bien, pero se vendió mejor que ningún otro disco suyo, incluyendo los más aclamados del pasado. La revista Rolling Stone lo llamó «heavy plastic» en vez de «heavy metal» y el Times se preguntaba, totalmente extrañado, por qué era «el disco más espectaculamente exitoso del año sin extenderse tal atractivo a los que recibimos discos para reseñar». Al igual que ocurrió con la película, esas primeras impresiones se han ido corrigiendo con el tiempo, a lo que quizá ayudó la trágica muerte de Freddie Mercury cinco años más tarde. Inicialmente, Queen solo iban a escribir un tema central para la película, pero tras verla, todos y cada uno de sus componentes escribieron al menos una canción más, cuya conexión se demuestra en algunos casos porque contienen frases sacadas del guion, con lo cual le van como anillo al dedo, y además el dramático postureo de toda la película en general es muy Freddie Mercury (en uno de los videclips para este disco aparece incluso «luchando» a espada con Lambert / MacLeod). El bajista John Deacon compuso «One Year of Love», que suena en el bar donde se conocen Connor y Brenda, el guitarrista Brian May escribió «Who Wants to Live Forever», la balada «rockmántica» para Connor y Heather, y «Gimme the Prize» como tema de rock duro para acompañar al Kurgan, y el batería Roger Taylor compuso «A Kind of Magic» (frase de Connor y tema para los créditos finales) y «Don’t Lose Your Head», que en la película se acaba mezclando con una prometedora versión del «New York, New York» hecho famoso por Frank Sinatra, que es una pena que nunca se haya grabado propiamente dicho con la voz de Freddie Mercury. Y Freddie fue precisamente quien compuso «Princes of the Universe», la canción con la que se abre la película. ¿Cómo habría resultado la banda sonora con David Bowie, Marillion, Duran Duran o Sting (en quien también se pensó para hacer de Connor, y que fue quien sugirió a Brown para hacer del Kurgan)? Quién sabe.

Y al final del todo, ¿cuál era el premio? Pues ni más ni menos que poder saber qué piensa cualquier persona. Se supone que quien tenga ese poder puede usarlo sobre influyentes políticos o líderes de opinión y así tomar medidas sobre lo que vayan a hacer. En un mundo donde la gente se levantaba cada mañana pensando si alguien tendría planes para apretar un botón nuclear, para enviar a millones de soldados a invadir otro país, para desplegar una flota de submarinos en tus playas o para iniciar una campaña orquestada de mentiras en los medios de comunicación, se puede comprender por qué se consideraría esto un superpoder decisivo. De hecho, quizá ahora mismo volvamos a estar en ese tipo de mundo otra vez.

(La lista de todas las reseñas de este blog, por orden cronológico, puede encontrarse aquí)

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