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Los libros de la selva, de Rudyard Kipling

Los libros de la selva, de Rudyard Kipling

Maestro del relato y del verso, Rudyard Kipling nos transporta a través de estos Libros de la selva al mundo a la vez maravilloso y despiadado de Mowgli, Bagheera, Baloo, Kaa o Shere Khan.

Desde la India a la Península del Labrador, pasando por Alaska, personajes como Rikki Tikki Tavi, los jóvenes inuit de Quiquern o Kotock, la foca blanca, nos invitan a asomarnos a un universo donde las dificultades se encaran sin ambages y en el que, en realidad, nunca se esta del todo solo.

Autor controvertido, Kipling logra, no obstante, crear aquí una pequeña obra de arte.

Zenda adelanta el primer capítulo de la nueva edición publicada por Navona.

***

Los hermanos de Mowgli

La canción de la noche en la selva

Rann, el Milano, nos trae la noche
que Mang, el Murciélago, libera.
Encerrad los rebaños en establos y refugios,
pues hasta el amanecer andamos acechando.
Es la hora del orgullo y la fuerza,
la garra, el colmillo y la zarpa.
¡Oíd la llamada! ¡Buena caza a todos
los que acatan la Ley de la Selva!

Eran las siete de una tarde muy calurosa en las colinas de Seeonee [1] cuando Padre Lobo despertó de su descanso, se rascó, bostezó y abrió las garras, una a una, para deshacerse de la sensación de sopor de las puntas. Madre Loba estaba echada con su gran hocico gris metido entre los lobeznos, torpes y protestones; la luna iluminaba la boca de la cueva donde vivían.

—¡Grr! —dijo Padre Lobo—. Es hora de salir a cazar otra vez.

Iba a dar un salto colina abajo cuando una sombra pequeña con cola peluda cruzó el umbral y lloriqueó:

—Que la suerte te acompañe, oh, Jefe de los Lobos. Y que la buena suerte acompañe a tus nobles hijos y tengan unos dientes fuertes y blancos, y que nunca olviden a los hambrientos de este mundo.

Era el chacal —Tabaqui, el lamedor de platos—, y los lobos de la India desprecian a Tabaqui porque corre por ahí haciendo travesuras, contando mentiras y comiendo trozos de tela y pedazos de cuero de los montones de basura de las aldeas. Pero también le tienen miedo porque Tabaqui, más que ninguna otra criatura en la jungla, es propenso a la locura, y se olvida de que en algún momento le tuvo miedo a este o aquel, y corre por la selva mordiendo a todo el que se cruce en su camino. Hasta el tigre huye y se esconde cuando el pequeño Tabaqui se vuelve loco, porque la locura es lo más deshonroso que le puede suceder a una criatura salvaje. Nosotros la llamamos hidrofobia, pero ellos la llaman dewanee —la locura— y huyen de ella.

—Entra, pues, y mira —dijo Padre Lobo, con frialdad—, aunque aquí no hay comida.

—Para un lobo puede que no —dijo Tabaqui—, pero para alguien mezquino como yo, un hueso pelado equivale a un buen festín. ¿Acaso los Gidur [2] podemos permitirnos ser tan escrupulosos?

Se escabulló al fondo de la cueva, donde encontró el hueso de un ciervo con algo de carne, y se sentó a romper la punta con alegría.

—Gracias a todos por esta buena comida —dijo, lamiéndose el hocico—. ¡Qué bellos son los nobles cachorros! ¡Qué grandes sus ojos! ¡Y son tan jóvenes! Claro que, sin duda, debería haber recordado que los hijos de reyes son hombres desde el principio.

Desde luego, Tabaqui sabía perfectamente que no hay nada tan desafortunado como elogiar a los pequeños cuando están presentes, y se sintió complacido al ver cómo incomodaba a Madre Loba y Padre Lobo.

Tabaqui siguió sentado, disfrutando de su malicia, y luego dijo, con desdén:

—Shere Khan [3] el Grande ha cambiado de territorio de caza. Durante este ciclo lunar irá en busca de presas por estas colinas. Es lo que me ha dicho.

Shere Khan era el tigre que vivía cerca del río Waingunga, a unos treinta kilómetros de distancia.

—¡No tiene derecho! —empezó a decir enfadado Padre Lobo—. Según la Ley de la Selva, no tiene derecho a cambiar de territorio sin previo aviso. Asustará a toda la caza en quince kilómetros a la redonda y yo… ahora he de matar por dos.

—No por nada su madre lo llamó Lungri [4] —murmuró Madre Loba—. Es cojo de nacimiento. Por eso solo caza ganado. Ahora, los habitantes de las aldeas de Waingunga están enfadados con él y viene aquí a poner furiosos a nuestros aldeanos. Rastrearán la jungla en su busca cuando él ya esté lejos, y nosotros y nuestros hijos tendremos que huir cuando prendan fuego al pasto. Sin duda, tendremos mucho que agradecerle a Shere Khan.

—¿Puedo hacerle llegar tu gratitud? —dijo Tabaqui.

—¡Fuera! —saltó Padre Lobo—. Fuera de aquí y vete a cazar con tu amo. Ya has causado suficiente daño por una noche.

—Me voy —dijo discretamente Tabaqui—. Oigo a Shere Khan entre los matorrales. Podría haberme ahorrado el mensaje.

Padre Lobo prestó atención y, abajo, en el valle que discurre junto al riachuelo, oyó el soniquete del lamento seco, enfadado y amenazador del tigre que no ha cazado nada y al que no le importa que toda la selva lo sepa.

—¡Idiota! —dijo Padre Lobo—. ¡Empezar la noche montando ese escándalo! ¿Acaso cree que nuestros ciervos son como los gordos bueyes de Waingunga?

—Chitón. Esta noche no va en busca ni de bueyes ni de ciervos —dijo Madre Loba—. Caza a un hombre.

El quejido se había transformado en una especie de ronroneo cantarín que parecía venir de todas las direcciones que marca una brújula. Era el sonido que desconcierta a los leñadores y gitanos que duermen al aire libre, y que los hace correr a veces hacia la mismísima boca del tigre.

—¡Un hombre! —dijo Padre Lobo mostrando sus colmillos blancos—. ¡Puaj! ¿Acaso no hay suficientes escarabajos o ranas en los depósitos para que tenga que comerse a un hombre? Y encima en nuestro territorio.

La Ley de la Selva, que nunca ordena nada sin una razón concreta, prohíbe a todos los animales comerse a un hombre excepto cuando este mata para enseñar a su prole a matar, y entonces debe ser cazado fuera del territorio de su manada o tribu. La verdadera razón para esto es que matar a un ser humano significa que, tarde o temprano, el hombre blanco llegará montado en elefantes, acompañado por hombres morenos con gongs, cohetes y antorchas. Entonces, todo el mundo en la selva sufrirá. Entre los animales, la explicación que dan para esta norma es que el hombre es el ser más débil e indefenso, y se considera poco caballeroso tocarlo. También dicen —y es cierto— que los comedores de hombres acaban sarnosos y pierden los dientes.

El ronroneo se hizo más fuerte y acabó en un «aaaarrr» a pleno pulmón cuando el tigre se lanzó sobre su presa.

Entonces se oyó un aullido que no era el típico de un tigre y que fue lanzado por Shere Khan.

—Se le ha escapado —dijo Madre Loba—. ¿Qué ves?

Padre Lobo corrió unos metros y oyó a Shere Khan murmurando salvajemente mientras se revolcaba en los matorrales.

—El idiota ha sido tan estúpido como para lanzarse contra la hoguera de un leñador y se ha quemado las zarpas —dijo Padre Lobo con un gruñido—. Tabaqui está con él.

—Algo está subiendo la colina —dijo Madre Loba torciendo una oreja—. Prepárate.

Los matorrales crujieron un poco y Padre Lobo bajó los cuartos traseros, listo para dar un salto. Entonces, si hubierais estado mirando, habríais visto la cosa más maravillosa del mundo: al lobo corrigiendo su salto en el aire. Padre Lobo había iniciado el salto antes de ver sobre qué se estaba lanzando y después intentó detenerse. El resultado fue que se impulsó hacia arriba un metro o metro y medio, y aterrizó casi en el mismo sitio de su despegue.

—¡Un ser humano! —gritó—. Una cría de hombre. ¡Mira!

Justo frente a él, sosteniéndose en una rama baja, había una pequeña criatura desnuda que apenas caminaba, suave y con hoyuelos, la cosa más diminuta que jamás se había acercado a la cueva de un lobo en plena noche. Levantó la vista para mirarle la cara a Padre Lobo y rio.

—¿Es eso una cría de hombre? —dijo Madre Loba—. Nunca he visto ninguna. Tráela aquí.

Un lobo acostumbrado a transportar a sus propios lobeznos puede, si es necesario, llevar un huevo en la boca sin romperlo, y aunque las mandíbulas de Padre Lobo se cerraron en la espalda del crío, ni un solo diente le había dejado marca alguna cuando lo depositó entre los cachorros.

—¡Qué pequeño! Qué desnudo y… ¡qué valiente! —dijo Madre Loba con ternura. El bebé se abría paso entre los lobeznos para llegar a la piel caliente—. Ajá. Está comiendo con los otros. Así que esto es un Cachorro de Hombre. Dime, ¿puede algún lobo alardear de haber criado un Cachorro de Hombre entre sus propios hijos?

—Alguna vez he oído historias, pero nunca en nuestra manada, ni en mi época —dijo Padre Lobo—. No tiene pelo y lo podría matar apenas rozándolo con mi garra. Pero míralo, levanta la vista y no tiene miedo.

La luz de la luna dejó de llegar al interior de la cueva porque la gran cabeza y los hombros de Shere Khan se habían quedado atrapados en la entrada. Detrás de él, Tabaqui chillaba:

—Mi señor, mi señor; ha entrado ahí.

—Shere Khan nos honra con su visita —dijo Padre Lobo, pero sus ojos indicaban que estaba enfadado—. ¿Qué necesita Shere Khan?

—Mi presa. Un Cachorro de Hombre ha entrado ahí —dijo Shere Khan—. Sus padres han escapado. Dámelo.

Shere Khan se había lanzado sobre la hoguera de un campamento de leñadores, tal como había dicho Padre Lobo, y estaba furioso porque le dolían sus zarpas quemadas. Padre Lobo sabía que la entrada de la cueva era demasiado estrecha para los hombros del tigre y tenía las patas delanteras apiñadas por la falta de espacio, como un hombre que pretende pelear metido dentro de un barril.

—Los Lobos somos un pueblo libre —dijo Padre Lobo—. Estamos a las órdenes del Jefe de la Manada y no de un asesino de ganado. El Cachorro de Hombre es nuestro y podemos matarlo si así lo decidimos.

—¿Que si lo decidís o no? ¿Qué es esto de decidir? ¡Por el buey que maté! ¿Acaso he de quedarme aquí en esta perrera esperando a lo que en justicia me corresponde? Os está hablando Shere Khan.

El rugido del tigre retumbó en la cueva con la intensidad de un trueno. Madre Loba se sacudió los cachorros de encima y dio un salto adelante. Sus ojos, como dos lunas verdes en la oscuridad, se enfrentaron a los ojos de fuego de Shere Khan.

—Y la que te responde soy yo, Raksha, el Demonio. El Cachorro de Hombre es mío, Lungri; mío para hacer lo que yo decida. No se le va a matar. Vivirá para corretear con la Manada y cazar con la Manada. Y, al final, presta atención, cazador de ranitas desnudas, comedor de sapos y asesino de peces, al final será él quien te cazará a ti. Y ahora vete de aquí, o por el sambhur [5] que maté (yo no como ganado hambriento), te mandaré, bestia chamuscada de la selva, de vuelta a tu madre más cojo que cuando llegaste a este mundo. ¡Vete!

Padre Lobo la miró con admiración. Casi había olvidado cuando ganó a Madre Loba en una pelea justa con otros cinco lobos, la época en que ella corría con la Manada y la llamaban el Demonio, y no por galantería. Puede que Shere Khan se hubiera enfrentado a Padre Lobo, pero nunca pelearía con Madre Loba, porque sabía que, donde se encontraba, ella disponía de ventaja y lucharía a muerte. De modo que retrocedió gruñendo, y cuando estuvo a cierta distancia dijo:

—Todos los perros ladran en su propia casa. Ya veremos qué dice la Manada sobre esto de recoger cachorros de hombre. El cachorro es mío, y al final acabará entre mis colmillos. ¡Ladrones de cola peluda!

Jadeando, Madre Loba se echó junto a sus pequeños y Padre Lobo le dijo, serio:

—Shere Khan tiene razón. Hemos de presentar al cachorro ante la Manada. ¿Aún lo quieres, Madre?

—¿Quererlo? —dijo con voz entrecortada—. Ha llegado desnudo, en plena noche, solo y muy hambriento. Y, sin embargo, no tiene miedo. Mira, ya ha empujado a uno de mis pequeños a un lado. Y ese carnicero cojo lo habría matado y se habría largado a Waingunga. Y entonces, los de la aldea habrían venido a cazar a nuestras guaridas para vengarse. ¿Quererlo? Por supuesto que sí. Échate, ranita. Oh, Mowgli…, porque te llamaré Mowgli, la Rana… Llegará un día en que tú perseguirás a Shere Khan como él te ha perseguido a ti.

—Pero ¿qué dirá la Manada? —dijo Padre Lobo.

La Ley de la Selva establece muy claramente que, al casarse, todo lobo tiene permitido alejarse de la Manada a la cual pertenece. Pero en cuanto sus lobeznos han crecido lo suficiente para tenerse en pie, debe llevarlos ante el Consejo de la Manada, que normalmente se reúne una vez al mes con la luna llena, para que así los demás lobos puedan identificarlos. Después de la inspección, los cachorros pueden ir por donde les plazca, y hasta que no hayan cazado a su primer ciervo, ningún lobo adulto miembro de la Manada tiene permitido matar a ninguno de ellos. El castigo para el asesino es la muerte y, bien pensado, es natural que esto sea así.

Padre Lobo esperó hasta que sus cachorros fueron capaces de corretear y entonces, la noche en que la Manada se reunía, los llevó junto a Mowgli y Madre Loba a la Roca del Consejo, la cima de una colina cubierta de rocas y peñascos donde cien lobos podían esconderse. Akela, el Lobo Solitario, grande y gris, que dirigía la Manada gracias a su fuerza y astucia, estaba echado cuan largo era sobre su roca, y más abajo se sentaban unos cuarenta lobos de todos los tamaños y colores, desde los más veteranos, del color de los tejones, capaces de vencer ellos solos a un ciervo, hasta los jóvenes de tres años, de negro pelaje, que se creían capaces de vencer solos a un ciervo. El Lobo Solitario los había dirigido durante un año. En su juventud había caído dos veces en una trampa para lobos y una vez había sido apaleado y dado por muerto. De modo que conocía los usos y costumbres de los hombres. Se hablaba poco en la Roca. Los cachorros estaban jugueteando en el centro del círculo formado por los padres y las madres y, de vez en cuando, un lobo adulto se acercaba silenciosamente a un cachorro, lo miraba con detenimiento y regresaba a su sitio pisando sin hacer ruido. A veces, una madre empujaba a su cachorro hacia la luz de la luna, para asegurarse de que nadie pasara por alto a su pequeño. Akela, desde su roca, gritaba:

—¡Ya conocéis la Ley, ya conocéis la Ley! ¡Mirad bien, Lobos!

Las ansiosas madres repetían la llamada:

—¡Mirad! ¡Mirad bien, Lobos!

Por último —y los pelos del pescuezo de Madre Loba se erizaron cuando llegó el momento—, Padre Lobo empujó a Mowgli, la Rana, pues así es como lo llamaban, al centro del círculo, donde se quedó sentado, riendo y jugando con unos guijarros que brillaban a la luz de la luna.

Akela no levantó la cabeza de entre sus patas, sino que prosiguió con su canto monótono:

—¡Mirad bien!

Un rugido apagado surgió de detrás de las rocas. Era la voz de Shere Khan, que gritó:

—El cachorro es mío. Dádmelo. ¿Qué hace el Pueblo Libre con un Cachorro de Hombre?

Akela ni se molestó en torcer las orejas. Lo único que dijo fue:

—¡Mirad bien, Lobos! El Pueblo Libre no recibe órdenes de nadie que no pertenezca al Pueblo Libre. ¡Mirad bien!

Se alzó un coro de gruñidos graves y un joven lobo en su cuarto año arrojó de vuelta a Akela la pregunta de Shere Khan:

—¿Qué hace el Pueblo Libre con un Cachorro de Hombre? La Ley de la Selva establece que, si hay alguna disputa respecto al derecho de un cachorro a ser aceptado por la Manada, al menos dos miembros de la Manada que no sean su padre o su madre deben interceder por él.

—¿Quién intercede por este cachorro? —preguntó Akela—. ¿Quién entre el Pueblo Libre va a hablar?

No hubo respuesta y Madre Loba se preparó para la que sabía que sería su última pelea, si es que se llegaba a la pelea.

Entonces, la única otra criatura que tiene permitido asistir al Consejo, Baloo —el tranquilo oso pardo que enseña a los cachorros la Ley de la Selva, el viejo Baloo que puede ir y venir como le plazca porque solo come nueces y raíces y miel—, se levantó sobre sus cuartos traseros y gruñó:

—¿El Cachorro de Hombre? ¿El Cachorro de Hombre? —dijo—. Yo intercedo por el Cachorro de Hombre. Un Cachorro de Hombre es inofensivo. No tengo el don de la palabra, pero digo la verdad. Dejadlo que corra con la Manada y que se mezcle con los otros. Yo mismo le enseñaré.

—Aún necesitamos a otro —dijo Akela—. Baloo ha hablado. Es el maestro de nuestros cachorros. ¿Quién hablará además de Baloo?

Una sombra negra descendió sobre el círculo. Era Bagheera, la Pantera Negra, toda ella como la tinta, pero con las marcas de las panteras que aparecen según la luz, como los estampados del muaré. Todo el mundo conocía a Bagheera [6] y nadie osaba cruzarse en su camino, porque era astuto como Tabaqui, valiente como el búfalo salvaje y peligroso como un elefante herido. Pero tenía la voz suave como la miel silvestre que cae del árbol, y el pelaje sedoso como plumón.

—Oh, Akela, y vosotros, el Pueblo Libre —ronroneó—. No tengo ningún derecho en vuestra asamblea, pero la Ley de la Selva dicta que, si surge alguna duda que no sea cuestión de vida o muerte para un nuevo cachorro, la vida de dicho cachorro puede ser adquirida a un precio. Y la Ley no dicta quién debe pagar el precio. ¿Me equivoco?

—¡Bien! ¡Bien! —dijeron los lobos jóvenes, que siempre tienen hambre—. Escuchad a Bagheera. El cachorro puede ser adquirido a un precio. Lo dicta la Ley.

—Sabiendo que no tengo derecho a hablar aquí, os pido permiso.

—Habla entonces —dijeron veinte voces.

—Matar un cachorro es una vergüenza. Además, seguro que cazarlo de adulto sería más divertido. Baloo ha intercedido por él. Yo añadiré a la palabra de Baloo un buey, uno gordo, recién cazado, a menos de ochocientos metros de aquí, si queréis aceptar al Cachorro de Hombre según la Ley. ¿Lo veis difícil?

Se oyó el clamor de una veintena de voces que decían:

—Qué importa. Morirá cuando lleguen las lluvias de invierno. Se abrasará al sol. ¿Qué daño podría hacernos una rana desnuda? Que corra con la Manada. ¿Dónde está el buey, Bagheera? Que sea aceptado.

Entonces se oyó el aullido grave de Akela, que proclamaba:

—¡Mirad bien! ¡Mirad bien, Lobos!

Mowgli seguía interesado en los guijarros y no se dio cuenta de que los lobos se acercaban, uno a uno, y lo miraban con detenimiento. Finalmente, descendieron la colina a por el buey y solo quedaron Akela, Bagheera, Baloo y los lobos de Mowgli. Shere Khan seguía rugiendo en medio de la noche, enfurecido porque no le habían entregado a Mowgli.

—Eso es, sigue rugiendo —dijo Bagheera entre dientes—. Vaticino que llegará el día en que esta cosilla desnuda te hará rugir otra canción, o no sé nada del hombre.

—Bien hecho —dijo Akela—. Los hombres y sus cachorros son muy sabios. Con el tiempo, puede que este nos ayude.

—Es verdad, ayudará en un momento de necesidad. Nadie confía en liderar la Manada para siempre —dijo Bagheera.

Akela no dijo nada. Pensó en el momento que le llega al jefe de toda manada cuando le fallan las fuerzas y se vuelve cada vez más y más débil, hasta que finalmente halla la muerte bajo las garras de sus lobos y surge un nuevo jefe… que a su vez será aniquilado cuando le llegue su hora.

—Llévatelo —le dijo a Padre Lobo—, y prepáralo como a un miembro del Pueblo Libre.

Y así fue como Mowgli fue introducido en la Manada de Lobos de Seeonee por el precio de un buey y la palabra de Baloo.

***

[1] Seoni, localidad y distrito de la India central. (Si no se especifica lo contrario, todas las notas son del editor).

[2] Gidur significa chacal.

[3] Shere Khan significa jefe de los tigres. Shere por tigre, Khan, un título, por jefe.

[4] Lungri significa cojo.

[5] El sambhur, o sambar, es un ciervo de la India de gran tamaño.

[6] Bagheera es una pantera macho y ese será su género a lo largo de todo el libro. Lo mismo ocurrirá con otros personajes como la serpiente Kaa, la mangosta Rikki-tikki-tavi, la foca Kotick o Thuu, la Cobra Blanca. (N. de la T.)

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Autor: Rudyard Kipling. Traductora: Rebeca Bouvier Ballester. Título: Los libros de la selva. Editorial: Navona. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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