Un buen día, la protagonista de esta novela empieza a escuchar un zumbido cuyo origen no detecta. Cuando parece que el sonido la va a enloquecer, descubre a otra persona que también lo oye, y luego a otra, y a otra… Así hasta formar una comunidad unidad por la conspiranoia, por la polarización y por el deseo de entender el mundo.
En Zenda reproducimos el arranque de Los que oyen (Capitán Swing), de Jordan Tannahill.
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Es muy probable que en algún momento hayáis visto un meme viral donde aparezco gritando desnuda ante un montón de cámaras de televisión, un momento de puro desenfreno que se ha convertido para siempre en un GIF y se ha añadido a hilos de comentarios y mensajes de texto de todo el mundo. También es muy probable que hayáis visto reportajes sobre los trágicos acontecimientos que tuvieron lugar en Sequoia Crescent. Y lo más probable es que penséis que me han lavado el cerebro en una secta o que me dedico a las teorías de conspiración. No os culparía por creer eso ni cualquiera de las otras historias sensacionalistas que circularon en los días, semanas y meses posteriores al suceso.
En este libro he intentado recrear los acontecimientos con la mayor fidelidad que me permite mi experiencia subjetiva. He sido yo quien ha escrito estas palabras, no he contratado a nadie para que lo haga por mí. No pretendo sacar provecho de cualquier fama menor y temporal que pueda haber adquirido, ni tampoco exonerarme en modo alguno. Lo he escrito para dar sentido a mis circunstancias.
Siempre he recurrido a los libros para eso. Soy una lectora voraz desde mi infancia. Me criaron una madre soltera y la televisión. De pequeña no había libros en nuestro piso, así que sacaba todos los que me permitían de la biblioteca y a veces algunos más que no devolvía. Siempre me han atraído las historias de mujeres al límite, que viven tiempos extraordinarios y soportan grandes dificultades. No me interesan los relatos de personas sumidas en la autocompasión o la autodestrucción, que vagan sin rumbo ni esperanza. Es decir, a quién le importa, ponte las pilas. Y, aunque en esta historia sea mi vida la que se va a la mierda, espero que me creáis cuando digo que luché de verdad cada instante del camino, y que no me veía, y sigo sin verme, como una víctima. En realidad, estoy segura de que para mucha gente soy una villana en esta historia, aunque yo intento no verme así.
En el instituto era una aspirante a ensayista al estilo Joan Didion. En cuanto acabara los estudios, me imaginaba en una vida nómada donde fumaba medio paquete al día y recorría Estados Unidos en coche para imbuirme del espíritu de los tiempos, cuaderno y bolígrafo en mano. Solía llevar una gran chaqueta militar con los bolsillos llenos de ejemplares arrugados de Rimbaud y Pound. Lo único que quería entonces era ver mi nombre impreso. Eso fue antes de quedarme embarazada a los veintidós años, casarme con Paul y matricularme en la Facultad de Magisterio. Nunca me arrepentí. Disfruté siendo una madre joven. Cuando Ashley era pequeña, solíamos terminar las frases de la otra. La gente bromeaba con que teníamos telepatía, y a veces llegaba a creérmelo. Yo tenía sed y ella me traía un vaso de zumo. O me despertaba sabiendo que Ashley sufría una pesadilla y entraba en su habitación antes de que me llamara a gritos.
Con todo esto quiero decir que nunca pensé que acabaría escribiendo un libro después de tantos años, y menos aún en estas circunstancias. Sencillamente, llegó un punto en el que me harté de escuchar las opiniones de otras personas sobre mi historia, a un nuevo experto o entrevistador enjuiciando los sucesos de Sequoia Crescent como si supieran algo al respecto, o ridiculizando la tragedia para arrancar unas risas al público de un programa nocturno. Y, creedme, sé aguantar una broma. Seguro que me reí más que nadie al verme con el pelo alborotado y las tetas caídas en ese meme. Pero si queréis saber toda la verdad, hay que profundizar más de lo que lo hace un chiste fácil.
Lo que todavía me cuesta asimilar es que algo tan pequeño, tan inocuo, precipitase la desintegración absoluta de mi vida. Que toda esa búsqueda espiritual, trascendencia y devastación se ini ciaran con un sonido tenue, apenas perceptible.
—¿Oyes eso?
Estaba acostada al lado de Paul. Él leía The New York Times en su tableta y yo corregía los trabajos de mis alumnos sobre Noche de Reyes.
—¿Oír qué? —preguntó mientras seguía leyendo su artículo.
Dejé el trabajo sobre el edredón.
—Es como un zumbido —dije. Paul levantó la vista y los dos nos quedamos escuchando.
—¿Un zumbido?
—Como un zumbido muy bajo. Paul se encogió de hombros y volvió a su tableta.
—No lo oigo.
Recogí el trabajo e intenté seguir corrigiendo. Un momento después Paul me preguntó si me lo había pasado bien en la cena. Asentí con la cabeza, sin decir más. En teoría, la velada iba a ser una simple reunión mensual de mi club de lectura sobre literatura distópica formado exclusivamente por mujeres, pero se convirtió en una cena en la que preparé un tajín complicadísimo para celebrar el cumpleaños de Nadia y acabé invitando a los maridos. Paul señaló, con razón, que eso era típico de mí. Lo había alistado como ayudante de cocina, pobrecillo. Los nueve habíamos pasado la ma yor parte de la cena hablando de Trump y del informe Mueller, lo que luego derivó en una intensa y amplia discusión sobre ética y fe en la que la mitad de la mesa hablaba animadamente mientras que la otra mitad guardaba silencio.
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Autor: Jordan Tannahill. Título: Los que oyen. Traducción: Magdalena Palmer. Editorial: Capitán Swing. Venta: Todostuslibros.


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