La niña, que se llama Margaret, mastica chicle y observa a su abuela en silencio. En la vieja mansión apenas se oye el crujido de alguna puerta que se antoja irreal. Ahora, la muchacha fantasea con escribir un cuento sobre una chiquilla tocada con una caperuza roja que sale al bosque al encuentro de un niño-lobo con el que desde hace semanas mantiene extrañas relaciones. Hace solo diez días que murió el padre de Margaret. La madre desapareció, sin dejar huella, cuando la niña tenía seis años. Ya no le queda más familia que esta abuela testaruda, maniática y besucona. La vieja permanece en su mecedora, absorta. Piensa en lo áspera que está siendo la vida con su nieta y teme, sin atreverse a decirlo en voz alta, que la muchacha, zarandeada por el infortunio, acabe recurriendo a la escritura como método de espantar la soledad.
No se trata de un miedo gratuito. La abuela de Margaret, que se llama Linda, conoce de memoria, por haberlas oído mil veces, las desventuras de su propia abuela, que, en la adolescencia, tras sufrir un doloroso percance amoroso, se entregó a la literatura con una fiebre tan atroz que terminó siendo una autora de best sellers. Hasta ahí la historia pudiera ser ejemplar, lo terrible es el desenlace. La escritora maníaca terminó internada en un manicomio (¿dónde si no?) y prendiendo fuego a la biblioteca del centro. Pereció en el incendio. La mujer tenía apenas treinta años. Desde entonces la escritura ha quedado marcada en esta casa como una enfermedad maldita, y el temor a que alguien pueda contraerla se ha transformado en una obsesión. Un hermano de Linda estuvo a punto de ingresar en el desesperado club de los autores malditos, pero la familia consiguió arrancarle el mal con una eficaz maniobra de despiste, acoso y derribo de la fiebre puñetera. Lo malo es que lo que antaño fue una poblada mansión no tiene ya más vigilante que esta pobre Linda, vieja, castigada por la enfermedad y tocada por la melancolía. Hasta el punto de que en algún instante de invencible locura se le ha pasado por la cabeza transformarse ella en escritora y dar vida a las miserias de esta casa ruinosa y acosada por los fantasmas.
Margaret, la niña, mastica chicle, sigue observando a su abuela en silencio y fantasea con la posibilidad de escribir una historia sobre su amiga díscola y el niño-lobo con el que se soba en el bosque. Pero en ese mismo instante recuerda que en el lecho de muerte, su padre le imploró, llorando, que, por lo más sagrado, si algún respeto tenía a su memoria, no fuese escritora. Puedes ser cualquier cosa, le advirtió el papá, ya casi difunto, si te parece incluso prostituta, o ladrona, o periodista del corazón, pero, por lo que más quieras, no se te ocurra hacerte escritora.
La muchacha coge una pluma, con la misma decisión que quien empuña una navaja barbera. La abuela, que se da cuenta súbitamente de la amenaza, apenas puede ahogar un grito de horror antes de caer como un ovillo sobre sus propias piernas, ya sin conocimiento. La niña, impávida, o no comprende nada o lo ha comprendido todo. Abre la libreta y comienza a escribir como una posesa. Ahora yo me encargaré de susurrarle al oído toda la historia. ¿Mi nombre? Bueno, me llaman inspiración o musa. Y otros, directamente, dicen que soy el diablo. A mí, particularmente, no me gusta darme importancia.


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