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El medievalista que citaba a Nabokov

El medievalista que citaba a Nabokov

Perfil del catedrático José Enrique Ruiz-Doménec, autor de El Gran Capitán y Europa. Las claves de su historia. La UAB recupera sus innovadores y heterodoxos cursos de los años 70, que rompían con el economicismo imperante. 

 

“El día de Navidad del año 800, un blanco manto de nieve cubría el corazón de Europa…”.

Con esta breve y solemne frase (o una muy parecida), cargada de elementos de mágica resonancia —nieve, Navidad, Europa—, muy lentamente entonada, el joven profesor José Enrique Ruiz-Domènec había conseguido captar la atención de sus alumnos de Historia Medieval.

Y a continuación, se puso a describir los detalles de la coronación de Carlomagno.

El nuevo curso prometía ser interesante.

"A la mayoría de mis profesores lo que les interesaba era la historia económica de cuño marxista y el movimiento obrero. Fuera de eso había poco margen de actuación"

Para el estudiante de dieciocho años que yo era, aquella primera clase representó una bocanada de oxígeno. Al iniciar el segundo año de la carrera de Historia en la Universitat Autònoma de Barcelona no podía estar menos motivado. El curso anterior, 1974-1975, había sido un caos. La agitación política que impregnaba la facultad en aquel periodo agónico del franquismo, y que resultaba bastante estimulante, se había visto acompañada por una revuelta de carácter sindical que no lo fue nada. Los entonces llamados profesores no numerarios —PNN— forzaron una huelga en apoyo de sus reivindicaciones salariales que duró varios meses. Y al final de curso, todos los alumnos recibimos un aprobado pelado sin necesidad —y en general sin posibilidad, salvo alguna honrosa excepción— de examinarnos. Se trataba del famoso “aprobado general político”. Con las papeletas de las asignaturas en el bolsillo, mi perplejidad y desencanto eran oceánicos.

Además, en las contadas semanas durante las que tuvimos clase en aquel primer curso constaté otra cuestión preocupante: a la mayoría de mis profesores lo que les interesaba era la historia económica de cuño marxista y el movimiento obrero. Fuera de eso había poco margen de actuación. En nuestra introducción a la historiografía los libros que nos recomendaban con mayor interés no eran los de Jenofonte o Herodoto, sino compendios del tipo Sobre el desarrollo desigual de las formaciones sociales (de Samir Amin), o Los conceptos elementales del materialismo histórico (de Martha Harnecker).

Alusiones y enigmas

Fue aquella una época muy politizada, y el materialismo histórico se había convertido, para muchos de nuestros enseñantes, en dogma de fe. A mí aquella enseñanza de la historia tan economicista me parecía tremendamente aburrida, además de poco veraz.

"Escucharle constituía una delicia y una sacudida, porque en su discurso dejaba caer siempre alusiones que no cerraba"

Cuento todo esto para señalar que las clases de Ruiz-Domènec, tan british en su atuendo formal y encorbatado, con su teatralidad y su gran variedad de referencias en distintos idiomas, ofrecían realmente otra cosa. Para explicar la sociedad medieval podía referirse a historiadores punteros como Karl Bosl, acudir a la antropología de cara a esclarecer la noción de “don” en las comunidades arcaicas, citar a Eugen Fink o Samuel Beckett, servirse de Vladimir Nabokov y su Sebastian Knight para ilustrar el sentido de la caballería, o citarnos en un cine para ver el Aguirre, la cólera de Dios de Werner Herzog con vistas al posterior debate. El humanismo y la gran cultura europea, tan ausentes en aulas cercanas que privilegiaban el análisis del precio del maíz sobre cualquier otra consideración, gravitaban permanentemente sobre sus explicaciones. Escucharle constituía una delicia y una sacudida, porque en su discurso dejaba caer siempre alusiones que no cerraba, y enhebraba una sucesión de preguntas que intrigaban y estimulaban a los estudiantes.

Nacido en Granada en 1947, nuestro profesor se había iniciado como medievalista bajo la tutela de Federico Udina Martorell en la Barcelona de los primeros 70 con una serie de estudios sobre la Cataluña medieval, en los que prestó atención a personajes como Ramon Berenguer II, cap d’estopes, y a cuestiones de historia urbana. Pero en la época en que yo le conocí había virado hacia la “nouvelle histoire”. El primer puesto en su olimpo lo ocupaba (y ha seguido haciéndolo) Georges Duby. Se refería a él con devoción sacral, ahuecando la voz y enfatizando (“como dice el eminente Geooorges Duby, del Colllleeege de France”), una representación que a los alumnos nos gustaba imitar.

"La visión de Duby, transmitida a través de Ruiz-Domènec, representaba la posibilidad de reconciliarse con una historia narrativa y humanizada, además de bien escrita"

Duby (1919-1996) era por aquel entonces el historiador francés más innovador, con sus estudios sobre la estructura de lo imaginario, la sexualidad, el arte del medioevo o la vida privada, que habían impreso un giro copernicano a su trayectoria, arrancada en un marxismo más o menos ortodoxo caro a la escuela de los Annales. Su aportación recogía los grandes cambios culturales de la Francia de los años 60 y 70 y los aplicaba al terreno de la historiografía, lo que le había ganado fama de heterodoxo.

La visión de Duby, transmitida a través de Ruiz-Domènec, representaba la posibilidad de reconciliarse con una historia narrativa y humanizada, además de bien escrita —para Duby el estilo era el hombre—, y a la vez de conectar con los signos de una modernidad como la que encontrábamos en el suplemento de libros de Le Monde y Libération o en las páginas de Le Nouvel Observateur, que podíamos leer en la biblioteca del Instituto Francés.

Pasión intelectual

Aquellos fueron años intensos, en que la pasión intelectual dominaba nuestras vidas. Ruiz Domènec contribuyó a agitarlos: sus seminarios de segundo ciclo derivaron en un laboratorio de especulación cultural. Y para colmo consiguió editar las transcripciones de los apuntes, con lo que la autoestima de los participantes se multiplicó lo indecible: habíamos pasado a ser notas a pie de página de una bibliografía real. Publicó el dedicado a El origen de la obra feudal, del curso 1977-1978, una lectura en profundidad del San Bernardo de Duby; y el de 1978-1979, El juego del amor como representación del mundo en Andrés el Capellán, en torno al tratado De Amore. También la mesa redonda La técnica como juego y la técnica como función en el Renacimiento, que hizo famosa una filosófica frase del maestro (“¿Qué-es-aquello-del-Renacimiento?”).

De los alumnos que entonces nos reuníamos en torno a Ruiz-Domènec, varios han desarrollado después una brillante carrera académica (Victoria Cirlot, Blanca Garí, Juan Francisco Fuentes, Raimon Arola); otros emprendieron caminos diferentes: Pedro Secorún y Olga Palet, en televisión; Alicia Fernández, en el campo del diseño; Amadeu Solà, como traductor en organismos internacionales. A algunos, claro, les perdí la pista. Han pasado ya cuarenta años…

Historia cultural, historia narrativa

Desde el periodismo, y por mi relación con el mundo editorial —y luego por amistad personal—, he tenido la oportunidad de seguir de cerca la trayectoria de nuestro profesor, con sus primeros libros sobre la mentalidad de las élites medievales, como La caballería o la imagen cortesana del mundo (1984) o La memoria de los feudales, del mismo año, centrado en los recuerdos familiares de la aristocracia catalana y del sur de Francia.

Trabajó en el campo de la historia de las mujeres, de la que se convierte en figura clave en nuestro país a partir de La mujer que mira (1986), un análisis de “la figura, comportamiento, sexualidad e ilusiones femeninas, según fue pensada en el periodo histórico en que la mujer apareció como «ser diferente», el siglo XII, en el interior de esa eclosión imaginaria que conocemos como la cultura cortés”. Siguieron Mujeres ante la identidad (1986), Set dones per a Tirant (1991), o El despertar de las mujeres. La mirada femenina en la Edad Media (1999), fascinante friso con personalidades como Ana Comneno, Berenguela de Barcelona, Constanza de Bretaña, Blanca de Castilla, Christine de Pizan o Juana de Arco. Entre tanto había ganado la cátedra de Historia Medieval de la UAB.

"Ruiz-Domènec piensa que un historiador tiene la obligación de producir libros originales, además de bien escritos y amenos"

Al igual que el británico Simon Schama, otra de sus referencias, Ruiz-Domènec piensa que un historiador tiene la obligación de producir libros originales, además de bien escritos y amenos. En Ricard Guillem o el somni de Barcelona (2001) reconstruye, a partir de la documentación hallada en el Archivo de la Corona de Aragón, la figura de un hombre de negocios y viajero catalán del siglo XI. Pero su biografía más extensa y panorámica es El Gran Capitán (2002), en torno a la figura de Gonzalo Fernández de Cordoba, granadino como él mismo, y donde la novedad viene dada no sólo por la vívida reconstrucción del entorno renacentista, sino también por el estudio de la recepción de la figura del Gran Capitán y su reflejo en la cultura española y europea desde el siglo XVI hasta nuestros días.

Trabajos breves y transversales como La herencia mediterránea de la cultura europea y Cruzando los Pirineos en la Edad Media (1996 y 1997) preparan uno de los mejores trabajos del autor, por su intensidad y perspicacia: El Mediterráneo. Historia y cultura (2004), donde las estampas históricas del Levante, la Grecia clásica, las repúblicas italianas o la Barcelona navegante componen un retrato del mar de Homero como espacio de creatividad y debate, también de sangre y destrucción.

José Enrique Ruiz-Domènec es un agudo lector de sus colegas, y en sus clases de la Autònoma de los años 70 hacía nuestras delicias con el relato de los congresos históricos a los que asistía y el informe intencionado de las intervenciones y batallitas de los grandes popes de la disciplina. Por eso le sugerí que escribiera Rostros de la historia (2000), donde traza los perfiles de 21 historiadores comprometidos con la renovación cualitativa de la disciplina, de Said y Furet a Blumenberg, Jacqueline de Romilly, Caro Baroja o su admirado Martí de Riquer, una delicia expositiva que le sirve para explicitar su propio compromiso profesional. En El reto del historiador (2006) abogó por una historia que proporcione «una perspectiva renovada al estudio de las humanidades, al tiempo que fomente nuevos procedimientos intelectuales para adaptarlos a las necesidades del siglo XXI».

"Aquella promesa que atisbamos en las clases de la Autònoma de los años 70, en seminarios inflamados de curiosidad y fuerza intelectual, dio paso a una de las obras históricas y ensayísticas más sugestivas de la España actual"

Con todo este bagaje Ruiz-Domènec ha encarado sus grandes libros de madurez, los más definitivamente panorámicos: España, una nueva historia (2009, nueva edición ampliada en 2017) y Europa, las claves de su historia (2009), a los que aplica su enfoque de historia cultural y de las mentalidades, superpuestas a la humana y política, para  exponer e interpretar la evolución de nuestro país y nuestro continente. Trabajos de creación y síntesis de gran aliento, a los que volver una y otra vez, y a los que ha añadido un complemento, La trama de la historia (2014), en la línea de Stefan Zweig, sobre el sentido oculto de los acontecimientos del pasado.

Aquella promesa que atisbamos en las clases de la Autònoma de los años 70, en seminarios inflamados de curiosidad y fuerza intelectual, con aquella síntesis metodológica tan fresca y tan innovadora, y una extraordinaria ambición de saber, ha dado efectivamente paso a una de las obras históricas y ensayísticas más sugestivas de la España actual.

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Epílogo a Sentir el arte. Lectura de San Bernardo, el arte cisterciense, de J.E. Ruiz-Domènec. Las Publicaciones de la Universitat Autònoma de Barcelona recuperan las transcripciones del seminario impartido por este historiador durante el curso 1977-1978.

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