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Memento Mori

“Hay un viejo dicho, dijo, que afirma que un periodista extranjero que viaja a Oriente Medio y se queda allí una semana, luego vuelve a su casa y escribe un libro en que da una solución sencilla a todos los problemas. Si se quedase un mes, escribiría un artículo para un periódico o una revista lleno de «si», «pero» y «por otro lado». Si se quedase un año, no escribiría nada de nada” (—Lisa Halliday, Asimetría)

Partir, pese a todo (Santiago de Chile)

Llevamos viviendo casi seis meses de miedo.

A mediados de octubre del año pasado, hubo un levantamiento en Chile. Comenzó una semana de masivas evasiones en el metro de la ciudad y acabó en multitudinarias protestas duramente reprimidas hasta un nivel que nunca imaginamos podía volver a escupirnos el pasado. Al fin, habíamos logrado promover formas de desobediencia civil. Henry D. Thoreau quiso comprender la desobediencia como un modo de participación política donde, a través de la violación de la ley, se denunciara lo injusta que esta puede llegar a ser. Léase: nuestra Constitución de 1980, la misma que hoy expone a miles de chilenos a la máxima precariedad en un contexto pandémico tan complejo. Porque la legalidad, ya sabemos, no es equivalente a esa vaga noción que tenemos sobre lo justo. “La única obligación que tengo derecho a asumir es la de hacer en cada momento lo que crea justo”, nos dice el desobediente.

Cuando estábamos casi en la mitad del miedo, hicimos un viaje a Asia con Gabriel. Habíamos comprado los pasajes en septiembre, en pleno festejo dieciochero. Ahorramos el gasto festivo tan propio de las fiestas patrióticas, y con la ayuda de una tarjeta de crédito más unos cuantos ahorros, nos lanzamos a la página de líneas aéreas convencidos de que este era el verano preciso para tomar un vuelo largo. Nunca había ido a ese lugar del mundo. Lo más cerca que había estado de allí fue en los confines del Bósforo, preciado de ser la frontera entre el continente europeo y el asiático. Para Gabriel, en cambio, era un lugar familiar. Sus padres migraron al norte de Vietnam cuando él y su hermano eran adolescentes, a mediados de los 90 e inicios de los 2000. Sus padres trabajarían en proyectos ambientales coordinados entre ONGs y el gobierno, mientras los dos hermanos aprenderían bastante más de lo que les enseñaban en la Escuela Internacional. De toda Asia, ese era un lugar donde la escritura podía ser comprensible desde nuestro origen latino. Llamaban “fideos” a esos curiosos ideogramas del chino, el coreano, el tailandés o el camboyano. Y es que los vietnamitas modificaron su alfabeto basándose en el alfabeto latino inventado por un misionero francés. Vietnam estuvo bajo ese influjo durante casi medio siglo, mientras duró la Indochina francesa. Gabriel y su familia fueron a darse cuenta de que los conquistadores tienen bastante más que aprender de sus conquistados de lo que alcanzan siquiera a intuir. Partíamos a la Cochinchina, a aquel lugar lejano que nos voló la cabeza y nos increpó el espíritu.

"El gobierno no pudo soportar este enmascaramiento y, cómo no, acudieron a las leyes. La ley anticapucha, en palabras del mismo presidente Sebastián Piñera"

Mientras Gabriel estaba fumándose sus primeros pitillos por las calles de Hanoi, recorriendo la ciudad en una moto maltrecha y hacía pelear a unos peces de cola escandalosa, yo vivía en Chile y solo había escuchado de allá por algún libro mal traducido de Margarite Duras o esa canción de Víctor Jara donde hablaba de la guerra. La guerra que EE.UU. perdió tras inundar el territorio de un agente naranja cuya condena ha traspasado generaciones. “Las guerras no se terminan nunca, solamente se van a dormir”, leí en un libro que me llevé al viaje. La canción de Víctor Jara es “El derecho de vivir en paz”, y desde octubre del año pasado que en Chile no nos hemos cansado de volver a escucharla. La estuvimos convocando cuando la poníamos a volumen alto desde los balcones a la hora del toque de queda. Porque, efectivamente, hay guerras que parecen no terminar nunca.

Recuerdo el día que partimos de viaje a Asia a fines de enero con mucha ilusión, pero también con mucha culpa. Culpa cristiana, culpa de clase, culpa asociada a cada una de las estructuras que en Chile supuestamente habían estallado. Irse de viaje en medio de la crisis resultaba casi indolente. “Los pasajes estaban comprados desde antes, qué le vamos a hacer. No tenemos más vacaciones en el año y este es un viaje largo que no puede hacerse en menos de un mes”, me decía a mí misma frente a un tribunal invisible.

Capucha mascarilla (en todas partes)

Llevábamos un tiempo acostumbrados a ver caras que solo dejaban al descubierto la mirada. Así fue desde octubre en adelante. Ojos estallados. Ojos atentos. Ojos de quienes siempre nos echaron una mano cuando atravesábamos el parque y terminábamos llorando por el olor a las lacrimógenas. Un rociado de agua con bicarbonato se convirtió en el gesto más amable que nos podíamos dar mientras ardía todo a nuestro alrededor.

El gobierno no pudo soportar este enmascaramiento y, cómo no, acudieron a las leyes. La ley anticapucha, en palabras del mismo presidente Sebastián Piñera, a quien llamamos desde siempre “el payaso mefistofélico”, busca sancionar con mayor rigor el delito de desorden público cuando quien lo comete lo haga ocultando su rostro detrás de una capucha o cualquier otro instrumento para no permitir que se conozca su identidad.

En Asia nos volvimos a acostumbrar a ver caras enmascaradas. Desde que aterrizamos en el aeropuerto de Bangkok, luego de pasar dos días completos de vuelos y escalas entre São Paulo y Adís Abeba, la “capucha” se volvió una costumbre. Volvimos a Chile y, pasado un tiempo, llevar “capucha” también se transformó en una obligación. La pandemia global, el COVID-19, nos conmina a cubrirnos.

"Hoy la capucha-mascarilla es necesaria, porque sin ella podemos contagiar al otro. La OMS finalmente terminó por admitirlo y unos días después vimos al ministro de sanidad en la TV con el rostro cubierto"

El liberalismo apuesta por la libertad pero condena la capucha. Así como en los países occidentales se toman los atributos de prohibir el uso de la burka a las mujeres árabes —condenándolas a una doble sumisión: la de cargar el peso de su cultura y, a su vez, el peso de tener que ver reprimida la expresión de ese valor cultural—, se prohíbe el uso de una indumentaria asociada al delito y su impunidad. La capucha, como la burka, no permite identificar al individuo que está detrás de sus acciones. Y en una sociedad liberal, los individuos deben hacerse cargo de cada una de sus acciones. Solo así se puede garantizar el más alto nivel de prosperidad potencial junto al mayor grado de libertad posible, en el seno de una sociedad que ha pretendido reducir al mínimo los inevitables conflictos. El liberalismo no respeta lo diferente, sino solo lo tolera. Basado en la fuerza de la razón, apuesta por su curiosa fórmula de orden y libertad.

Hoy la capucha-mascarilla es necesaria, porque sin ella podemos contagiar al otro. La OMS finalmente terminó por admitirlo, y unos días después vimos al ministro de sanidad chileno en la TV con el rostro cubierto. La enfermedad y su amenaza te obligan a mirar al otro, a reconocerlo, aunque sea por la posibilidad del contagio. La enfermedad te hace entender que ir con la cara al descubierto no es necesariamente signo de transparencia y civismo. Es solamente la posibilidad de seguir siendo un individuo que va enajenado en un carro del metro camino al trabajo y, rodeado de miles de personas, cree sentirse libre. Gregario y acompañado, no cree realmente en ese colectivo del cual forma parte. En Asia esa conciencia del otro sí existe. Podrán ser igual de egoístas, como dice Byung Chul Han, pero sin duda tienen mayor conciencia de quien va al lado. El individualismo liberal propio de Occidente escapa a sus paradigmas.

¿Dónde queda ahora nuestra supuesto liberalismo occidental? ¿No se puede controlar el avance de un virus porque implicaría meterse en la vida de las personas? ¿Y es que acaso los estados soberanos no han basado su fuerza en esas formas de control?

Primera semana (Bangkok)

Bangkok. En Kaosan Road vemos a miles de turistas peleándose migas de la ciudad. Pasar la noche en un alojamiento ubicado en esa calle es imposible. Las paredes del hotel vibran con una música cuyos decibeles extralimitaron cualquier máximo posible. Unas cuadras más allá, atravesando una avenida, encontramos un sitio más tranquilo. Estar frente a un templo budista nos asegura un silencio pactado sagradamente. Al hotel del ruido lo llamamos A y al del templo, B. Bangkok es una ciudad intensa, hiperestimulante y descontrolada. A y B la representan por metonimia. A es la fiesta sin fin, el chico que vende pastillas de colores en la esquina como si fuesen remedios para la fiebre, el barrio rojo, la prostitución que comenzó con la llegada de los soldados americanos a la Guerra de Vietnam. A es también la ciudad moderna y palaciega. B es la mística de los templos, son los monjes sacándose selfies con los budas, son rincones perdidos donde nos sentimos realmente intrusos.

Algo de B. Una de las vistas que más me impresionó, y casi me produjo el síndrome de Stendhal, llamado así porque el escritor estuvo a pasos de sufrir un patatús maravillado ante la belleza de una iglesia florentina, fue en el templo de Wat Phra Kaew. En sus paredes estaba dibujado el Ramakien, versión tailandesa del Ramayana indio. Rama vence a los demonios del mal pero, en lugar de condenarlos para siempre, los bendice para que en la próxima vida no vuelvan a reencarnarse en lo nefasto. Esa forma de ver la lucha entre el bien y el mal, tan tajante en otras culturas, me hace sentir que acá puede haber algo distinto.

"Contra toda nuestra teoría conspiranoica barata, él fue una suerte de Nostradamus que nos advirtió mucho de lo que hoy día está pasando"

Algo de A. El barrio de Patpong, el distrito rojo de Bangkok. Pasó de ser una zona bananera ubicada a las afueras de la ciudad a convertirse en el centro de las operaciones de la CIA. Vamos por curiosidad y también por algo de morbo. En los 60, los gringos pasaron por aquí a distraerse antes de atacar a las vecinas Laos y Vietnam. Días después y en plena crisis del COVID-19, nos enteramos de que el rey de Tailandia, Rama X, a quien llamábamos durante el viaje “el orejón”, armó una orgía junto a 20 concubinas en los Alpes alemanes: vaya formas de pasar el aislamiento. “La puta del Asia”, le dice despectivamente Gabriel a este país, pues es casi inevitable confrontar un país contra otro: la grandeza vietnamita versus el oportunismo thai. Y yo me enojo, porque más vale ser puta que ser el putero que viene a invadir un país con una guerra estúpida y fallida.

Segunda semana (Saigón y Da Nang)

Desde el sur, Saigón (renombrada Hochiminh por el tío Ho), vamos subiendo al centro. Pasamos por la playa de Danang y, al final de todo, el norte que casi hace frontera con China: Hanoi. El lugar de la República, el pasado de Gabriel.

Nos encontramos con un amigo mendocino que ha pasado el último tiempo viviendo entre Hong Kong y Danang. Primero le tocó ver otro estallido social: hongkoneses que daban cátedra sobre cómo organizar movimientos subversivos a través de un modelo horizontal y colaborativo de coordinación flexible (código abierto). Y luego le tocó ver venir el avance del virus antes que nosotros, antes que nos pareciera realmente grave. Contra toda nuestra teoría conspiranoica barata, él fue una suerte de Nostradamus que nos advirtió mucho de lo que hoy día está pasando.

La guía de viaje que llevamos habla de espacios cacofónicos: es el ruido de la letra. Gritos de mercado que a mí se me pierden entre los tantos otros estímulos de estas ciudades incesantes. Gabriel se empeña en traducir, en entender. A mí este mundo me abisma y no me alcanzan los días para poder comprenderlo. Me siento la espectadora de una película donde tanto los personajes como quien los contempla deben llevar un velo que los aleja, los mantiene a distancia. A modo de consuelo, leo un libro sobre la Guerra de Vietnam que tomé prestado de la Biblioteca de Santiago. Se llama El simpatizante. Su autor, Viet Thanh Nguyen, tras la caída de Saigón, partió como refugiado a vivir a Estados Unidos y allí forjó su carrera de escritor. El narrador del libro tiene una historia similar, es un infiltrado que el Vietcong manda a las tropas del sur. En su trabajo como guionista de una película hollywoodiense sobre la guerra, se empeña en revelarse contra la caricaturización de su gente. ¿Por qué los ponen como una utilería de fondo mientras el héroe yanqui hace de las suyas? ¿Por qué esos personajes que son parte del decorado de la película ni siquiera hablan? No tienen voz. Son una cacofonía. El periodista de la revista de viajes dio con la palabra: cacofonía de sonidos sin voz. “Nuestro destino no era meramente estar callados, era que nos quitaran la capacidad de hablar”, dice Nguyen.

Tercera semana (Hanoi)

Se equivoca Susan Sontag en su juicio sobre los vietnamitas. Ella, cual Neruda que viene a hablar por bocas muertas, es financiada por el ejército del Vietcong a fines de los 60. El plan: hacerla pasar una temporada en el país para que asimilara con su pluma la complejidad de tal entorno bélico. Como si fuera posible. No hace falta reducir al otro a un buen salvaje puro e inocente, alejado del puritanismo y la culpa, para llegar a la convicción de que un lugar puede darte tranquilidad y confianza. Vietnam nos hizo sentir bien, y no porque sus habitantes fuesen expresión de benevolencia y amabilidad. Los viet son solo una de las sesenta y tantas etnias que dieron paso a los ciudadanos de Vietnam. No son tímidos ni vergonzosos, como dijera Sontag. Tampoco tan avasalladores como los turistas que copamos sus tierras. Son lo que son, sin pretensiones ni ofensivas. Ganaron unas cuantas guerras pero no les llamaría guerreros, ni mucho menos violentos. No sienten la necesidad de explicarse a sí mismos, pero nosotros sí a ellos. No lo lograremos: ni el comunismo ni la patada americana, ni la curiosidad del turista, ni la bienaventurada ayuda humanitaria, ni la interculturalidad europea, ni la solidaridad latinoamericana ni el colonialismo francés.  Ni mucho menos yo.

Cuarta semana (Phi Phi Island)

La cuarta semana retornamos a Tailandia. Esta vez arrancamos al sur, a un pequeño paréntesis isleño antes de volver. Phi phi island: conocida por ser un lugar paradisiaco, por la película donde Leonardo Di Caprio aparece como un nuevo conquistador, por la sobreexplotación de corales que vino después de la visita del rubio y por un tsunami en el Índico que arrasó con cuanta palmera y hotel había. Últimos días de asueto veraniego antes de volver a Chile: a la ética del trabajo, a la revuelta, a los juicios y lo imposible.

"La alarma no se prende cuando un virus afecta a un grupo de países que resultan tan ajenos, es una enfermedad tan otra que nos sentimos inmunes"

Al volver a Chile nadie nos toma la fiebre ni nos pregunta por nuestro itinerario. Veníamos preparados para todo, pero no pasó nada. ¿Qué podíamos hacer? ¿Autocuarentena? Lo sugerí con timidez, pero parecía algo absurdo. No podía faltar al trabajo. Fui: tomé metros y compartí con mis compañeras de oficina. Pasaron los 14 días y, por suerte, no tuve corona. La alarma no se prende cuando un virus afecta a un grupo de países que resultan tan ajenos, es una enfermedad tan otra que nos sentimos inmunes. La alarma se prende cuando un virus afecta a un grupo de países en los que pretendemos convertirnos aspiracionalmente. Cuando el virus llega a Europa y a EE.UU. parece que realmente el fin del mundo fuera probable. Antes no.

Cuarentena (Santiago de Chile)

Se suponía que volvíamos al estallido. Pasaron unos tres viernes de protestas, alcancé a ver a algunos amigos, a la familia y repartir souvenires del viaje. Fui a la infinita marcha de mujeres del 8-M. Y, de pronto, todo se congeló. Cuarentena, teletrabajo y medidas absurdas anunciadas por cadena nacional. Fue como si detuvieran el tiempo. El cuartel de carabineros vecino a nuestro edificio, que se había convertido en el sitio de nuestras más perversas sospechas, quedaba vacío. Hace unos meses atrás nos imaginábamos que allí traían a las mujeres secuestradas de la calle y las violaban impunemente. Los veíamos salir en sus motos o disfrazados de civil para “resguardar el orden público”. Durante estas semanas, cuando escasea el alimento y los homeless son los verdaderos perros de la protesta, la cara increpadora de la miseria, solo vimos a los pacos del cuartel una vez: el día que hicieron una suerte de mudanza con los rostros cubiertos igual que sus supuestos enemigos. En el barrio solo quedan sombras y carteles desteñidos.

Para el teletrabajo no hay límites de horarios. “No te puedes quejar, al menos tienes trabajo más o menos garantizado”, me digo a mí misma. En el ínterin, llegan correos sin fórmulas de saludo ni despedida. En tiempos de crisis, se pierde algo más que la cortesía y la amabilidad. Somos mando medio entre la empresa y las personas que trabajan para nuestra unidad académica. Me repito como un mantra cínico e irónico las palabras de Corinne Maier en su libro Buenos días, pereza: “El asalariado es la figura moderna de la esclavitud. Recuerda que la empresa no es el lugar donde desarrollar tu potencial, porque ya lo habrías hecho. Trabajas por lo que cobras a fin de mes, «y punto», como se suele decir en las empresas (…). Durará un tiempo y terminará por desmoronarse. Ya lo dijo Stalin: al final, la que gana es siempre la muerte. El problema es saber cuándo”.

"Por un momento, pensé que habíamos cambiado. Sin embargo, llevo semanas de desconsuelo. Creo que el tiempo de Occidente ya pasó"

No creo que la cuarentena nos dé una pausa de introspección capaz de hacernos conectar con una especie de verdad interior, mientras la naturaleza se libera tomándose su espacio. No creo en esas lecturas místicas y new age sobre un fenómeno biológico de consecuencias nefastas por incompetencia humana. No, la cuarentena no da paz interior ni recogimiento reflexivo. Muy por el contrario, nos expone el doble, nos exige el triple. La inmediatez y rapidez de las conexiones no dan respiro alguno. Cuánto lees, cuánto produces, cuántas actividades y servicios puedes ofrecer a la comunidad virtual, cuántas reuniones al día, cuántos proyectos, cuántas publicaciones, cuántos grupos de WhatsApp, cuánta neurosis.

Por un momento, pensé que habíamos cambiado. Sin embargo, llevo semanas de desconsuelo. Creo que el tiempo de Occidente ya pasó. Los filósofos tratan de dar una respuesta. Tras la pelea entre Agamben y Nancy, vino Han a desmentir el arranque de optimismo que tuvo Žižek al apostar por el fin del capitalismo. Judith Butler y Naomi Klein, sin pretender lanzar sentencias absolutas, fueron bastante más sensatas. Ahora bien, todas y todos lanzan más preguntas que respuestas, porque ni ellos ni nadie poseen certeza alguna. Dudo que esto nos vuelva mejores personas, dudo que esto sea el fin de una época. Al contrario, creo que radicaliza lo peor de este tiempo: las desconfianzas, la falta de empatía, la mezquindad, la desviación de nuestra responsabilidad a través de la impugnación al otro, la necesidad de completar las pausas con la lógica del “hacer” (tan cuantificable). El virus no nos modificará: eso sería atribuirle una responsabilidad muy grande. Como dice H. D. Thoreau, “las cosas no cambian, cambiamos nosotros”.

La enfermedad siempre es de otro. Y esa tendencia a maldecir a ese otro (al chino, al murciélago, al pangolín) ya no tiene cura ni vacuna en este tiempo. Acá necesitamos un Shiva destructor. Es imposible que con lo que hay pueda surgir algo nuevo, algo bueno. Debe de ser por eso que “la que gana es siempre la muerte”. Danzas de la muerte, tal como en plena Edad Media, seguirán arrasando con todo.

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