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Memoria retrospectiva

Memoria retrospectiva

A Marcel Proust, a quien hoy se recuerda porque se cumplen nada más y nada menos que cien años de su fallecimiento, acaecido en la fría madrugada del 18 de noviembre de 1922, poco se le reconoce, o menciona siquiera, su faceta de poeta. Y de no haber sido por Claude Francis, Fernande Gontier y, sobre todo, por Mauro Armiño, uno de los principales traductores y conocedores de la obra y biografía de Proust, posiblemente se hubiese perdido, o caído en el olvido, la mayor parte de su poesía, lo que habría supuesto una paradoja más o menos significativa teniendo en cuenta el ferviente interés que sentía el autor hacia el tiempo y la memoria. “Todo lo borra el tiempo como las olas borran / los trabajos infantiles sobre la allanada arena. / Habremos de olvidar estas palabras tan precisas, tan vagas, / tras las que el infinito sentimos cada uno / (…) /  Borra como una bruma el olvido los rostros, / los gestos adorados en otro tiempo a lo divino, / por quien locos estuvimos, por quienes fuimos sensatos, / fascinación del error y símbolos de fe. / Todo lo borra el tiempo (…)”, nos dice Proust en Contemplo a menudo el cielo de mi memoria. Una memoria, la suya, por todos conocida, que el hedonista de la alta sociedad burguesa parisina bien se encargó de dejar por escrito, despojándola de su propio ser y depositándola en aquel que lo leía, como un simbionte que no se sabe todavía si es beneficioso o nocivo para el organismo y, aun así, campa a sus anchas en nuestro interior apropiándose, en este caso, de los recuerdos de uno mismo. Y entonces esa memoria retrospectiva, en lugar de ser individual, pasa a ser colectiva. Y caemos en la cuenta de que Proust se equivocaba. El tiempo no lo borra todo. El tiempo no borra la memoria que, intacta y atemporal, fue plasmada en unas páginas que tantas veces han sido editadas y publicadas. Y así, sin quererlo, Marcel Proust se ha acabado convirtiendo en un experto de ese algo que sugirió Tolstoi al afirmar «parecería que uno se acuerda de algo que nunca ocurrió», pues en determinados fraseos y momentos esa es la sensación que tiene el lector cuando se asoma a En busca del tiempo perdido; cuando el autor desactiva unos recuerdos que nunca se tuvieron ni se vivieron. «Como artista, me ha parecido más honrado y más delicado no dejar ver, no anunciar que si salía en busca de algo era de la Verdad, ni en qué consistía para mí. Odio tanto las obras ideológicas en las que todo el tiempo la narración no es más que el fracaso de las intenciones del autor, que he preferido no decir nada. Mi idea no se desvelará hasta el final del libro, una vez se hayan comprendido las enseñanzas de la vida», le reconoció a su querido amigo Jacques Rivière, y continúa: «Si no tuviera creencias intelectuales, si simplemente buscara rememorar y solapar estos recuerdos con los días vividos, no me tomaría, enfermo como estoy, la molestia de escribir».

"Esos primeros poemas parecen representar sutiles bosquejos con los que el escritor visualizó los ladrillos para construir sus ambiciosas catedrales: sus libros"

Si usted empieza por las novelas y después, desgranando los comienzos, acaba leyendo las rimas y los versos que escribió un joven Marcel de apenas quince o diecisiete años en las noches que agravan la falsa presión que ejercen las paredes de una oscura habitación, y en las que el joven poeta se encontraba con la triste compañía de una lámpara demasiado normal, demasiado usual, apreciará una serie de detalles sobre los que Proust ahondará años más tarde en sus artículos, crónicas y relatos, de modo que esos primeros poemas parecen representar sutiles bosquejos con los que el escritor ideó y visualizó los ladrillos de los que se sirvió para construir sus ambiciosas “catedrales”: sus libros. Obras que, según Proust, debían prepararse minuciosamente «con perpetuos reagrupamientos de fuerzas, como una ofensiva, soportarlo como una fatiga, aceptarlo como una regla, construirlo como una iglesia, seguirlo como un régimen, vencerlo como un obstáculo, conquistarlo como una amistad, sobrealimentarlo como a un niño, crearlo como un mundo, sin dejar de lado esos misterios que probablemente sólo tengan explicación en otros mundos y cuyo presentimiento es lo que más nos conmueve en la vida y en el arte. Y en esos grandes libros hay partes que sólo han tenido tiempo de ser esbozadas y que seguramente nunca serán acabadas, debido al mismo plan del arquitecto. ¡La de grandes catedrales que han quedado inacabadas!». Y quién sabe si estas palabras fueron —o no— escritas bajo la sobreexcitación de los sedantes y las drogas con las que Proust atenuaba su enfermedad y potenciaba su lucidez, pero lo cierto es que denotan una vehemencia que poco se corresponde con el carácter del escritor asmático que pasó la mayor parte de su vida encerrado y postrado por culpa de la enfermedad que no hacía más que debilitarlo y que, finalmente, acabó matándolo.

"Marcel Proust pocas veces escribió para sí, más bien lo hizo para ese otro. Para su madre, para quien fuese su amante, su amigo, su jefe, su editor o su lector desconocido"

Y lo cierto también es que Marcel Proust pocas veces escribió para sí, más bien lo hizo para ese otro. Para su madre, para quien fuese su amante, su amigo, su jefe, su editor o su lector desconocido. «Sólo a través del arte podemos salir de nosotros mismos y saber lo que otra persona ve» y sólo a través del suyo, que era la escritura, pudo relacionarse con sus semejantes y con el mundo. Cuanto más inhóspito, lejano u hostil le resultaba éste, o la realidad que palpitaba en las paredes vecinas, más se refugiaba en la memoria involuntaria e inventada con la que recreaba lo que pudo ser, y no fue; desterrando de su vida cualquier proyecto que no consistiera en la futura materialización de su gran obra, de su gran concentración de pensamiento, de su Universo, pues como expresó en su día Maurice Rostand, «extraña fraternidad la que une a Leonardo da Vinci con Goethe, a Platón con Nietzsche, a Dostoievski con Shakespeare. Como ellos, Marcel Proust [y su obra son] un universo aparte».

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