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Mi Cárcel, de Luisa Isabel Álvarez de Toledo y Maura

Mi Cárcel, de Luisa Isabel Álvarez de Toledo y Maura

Foto: Gloria Rodríguez

Este libro tiene su origen en el llamado «incidente de Palomares» de 1966, el desastre que ocurrió cuando Estados Unidos perdió un avión cisterna y un bombardero que llevaba cuatro bombas termonucleares en la localidad almeriense de Palomares. En 1967, doña Luisa Isabel Álvarez de Toledo y Maura lideró una manifestación a petición de los vecinos de la zona para exigir que los gobiernos de España y Estados Unidos hicieran frente al material radioactivo esparcido por la zona. Fue detenida, y la noticia dio la vuelta al mundo. Tras cumplir su condena, publicó una serie de artículos sobre las condiciones de la cárcel. Rápidamente se tradujo al inglés, y la edición norteamericana, My Prison (1972) fue un éxito rotundo. En la presente, Mi Cárcel, con una selección de fotos y documentos también inéditos, los lectores españoles podrán conocer una época importante de la vida de la autora y de la historia de España. Álvarez de Toledo fue pionera en hablar de las presas bajo el franquismo. Se destaca su cercanía, talento narrativo, valentía, y la simpatía que inspira una española de ideas claras. No solo fue una mujer vanguardista de su siglo, sino que lo sigue siendo en el nuestro.

DEL T.O.P. A VENTAS

Ingresé el veintisiete de marzo. Hacía algunos días, había recibido la orden de presentarme. Desde el mes de enero sabía que el Tribunal Supremo había confirmado la sentencia del de Orden Público: un año de cárcel y diez mil pesetas de multa por haber estado junto a los vecinos de Palomares, cuando reclamaban las indemnizaciones correspondientes a las pérdidas que les causó el accidente nuclear de 1966, que aún no han sido satisfechas. Exactamente lo que pedía el fiscal.

Nos reunimos en el bar Supremo. Una última despedida, dejando correr el reloj. «Apenas unos meses». «Con redención y condicional lo más que pueden tenerte son seis». ¡Qué largos me parecieron seis meses!

Por fin iba a la cárcel. Los sucesivos retrasos de la fecha de entrada, provocados por recursos y dudas, me habían hecho desear terminar de una vez. Meterme de cabeza. Que la cárcel dejase de ser lo desconocido y se acabase la angustia irracional ante lo ignorado. Angustia parecida a la que provoca la idea de la muerte. Probablemente, si supiésemos lo que es no la temeríamos en absoluto.

La una. Había llegado la hora. Sonreí aliviada. Sólo quedaba subir las escaleras, cruzar los salones y llegar al último piso. Tribunal de Orden Público, donde tantas veces hube de presentarme. Entramos en el ascensor. Enorme caja anacrónica y lenta adosada al palacio construido por Carlos III para la Justicia, cuando Olavide comparecía ante el Santo Tribunal de la Inquisición, actualizando su sentencia unas prácticas legales caídas en desuso, desde los tiempos de Fernando VI. Frescos. Letras de oro, recordándonos que existe la Ley. Busqué la palabra justicia. No estaba.

Vocearon mi nombre. Punto final. Se acabaron las dudas. La seguridad de muchos. Evidentemente, sería una sorpresa. Según la voz pública, yo no podía ir a la cárcel. Una voz cargada de razón, pues por nacimiento pertenezco a una clase que cuando comete una falta, no suele recibir castigo público. Por otra parte, la costumbre permite a quien carece de antecedentes penales, acogerse a los beneficios de la libertad condicional «a priori», cuando la pena impuesta no excede del año. La costumbre y la ley. Pero se olvidaba un punto. Mi delito, de fronteras adentro, ya que el acto de la manifestación pacífica no está prohibido en otros países, radicaba en el hecho de haberme colocado, públicamente, al lado de los que no tienen privilegios. Es decir, de los que no pertenecen a la oligarquía, sean titulados o no. Lógicamente, esta actitud había de acarrearme una pérdida automática de esos privilegios no escritos, que se adquieren por nacimiento, pues para conservarlos se exige, en principio, permanecer al lado de los que los detentan, no de aquellos que jamás los tuvieron.

El pasillo se alargaba. Blanco. Aún no estaba sola, pero lo estaría muy pronto. Sobre la mesa, un impreso relleno, que repasé con una mirada. Me entregaba a la justicia, a la ley, cumpliendo un deber de ciudadana. Aceptando las reglas del juego. Firmé.

Las últimas despedidas llegaron al borde del pozo. No. Ya no podían abrazarme ni hablarme. Sólo mi abogado. Me había convertido en reclusa. Se acabaron los mármoles, los frescos alegóricos. Una escalera de caracol, con peldaños enladrillados, se hundía hacia abajo. La escalera de los penados. De los que carecen de derechos. Me hundí en ella, girando de prisa. Hasta el fondo. Tenía que llegar hasta el fondo. Así lo exigían.

Me detuve un momento, para mirar a lo alto. La boca se perdía, como una mancha de luz clara. Sol sobre falsas tinieblas eléctricas. Más abajo. De improviso, el gran salón, donde se citan abogados y jueces, donde nos encontramos todos. Tenía que cruzarlo. Una fila de policías nos separaba del público. Pasillo de uniformes, que me pareció tan teatral como innecesario. No pensaba escaparme. No pensaba nada. Sonreí ante la desproporción de fuerzas.

Otra vez la escalera. Ahora desembocamos en un garaje. Sótano cerrado, cruzado por tuberías. Al otro lado estaban los calabozos. Ladrillos encarnados.

Dos filas de rejas se abrían al pasillo central, situadas de manera que los ocupantes de un calabozo no pudiesen ver a los que estaban en los demás, pero de forma que todos estuvieran bajo la mirada del policía. Abracé a mi abogado. Fue un gesto completo. En él quería abrazar a todo mi mundo. El que dejé allá arriba.

Me llamaron. Otro preso político. Un abogado andaluz, que entraba en el mismo día para cumplir idéntica condena. Bromeamos, y nos citamos para la salida. El guardia cortó el diálogo. Iban a colocarme, y lo hicieron, en el primer cuarto, junto a la puerta. Ni siquiera se molestó en cerrar la reja. ¿Para qué? Era evidente que no pensaba huir.

Los hombres se revolvían en silencio. Unos serían puestos en libertad. Otros, trasladados a la cárcel. Oía sus pasos. Sus voces apagadas. Sólo había una mujer. La vi un momento, cuando me acerqué para estrechar la mano de mi compañero. Estaba llorando. Parecía completamente derrotada. También esperaba sola. Como yo.

Examiné el pequeño recinto que me había correspondido. Bancos de ladrillo. Urinario disimulado por medio tabique. Todo perfectamente limpio. La calefacción era buena. Me quité el abrigo y me puse a leer. Cuestión de no pensar. Dejé correr la letra impresa, esforzándome por entender las palabras. Trabajo casi mecánico, destinado a dominar el pensamiento.

Entonces empezó el hambre. Nerviosa e infinita. Realmente molesta. Recordé que me habían prometido un bocadillo. Lo traerían y se lo entregarían al guardia para que me lo diese. Probablemente el hambre era una disculpa. Una defensa. En realidad lo que deseaba era recibir algo de fuera. Algo de la vida que acababa de abandonar.

Me llamaron. No. El bocadillo ya no podía llegar a tiempo. Nos íbamos. Subí a la camioneta gris. Frente a mí estaba la mujer y continuaba llorando. Me pareció muy joven. Demasiado para encontrarse en semejantes complicaciones. El motor se puso en marcha. Salimos hacia la luz. Al cruzar la puerta encontré a mis amigos. Los que habían de atenderme durante todo el tiempo de mi reclusión. Saludé con la mano. Gesto inútil, pues no podían verme. Probablemente ni siquiera sospechaban que yo iba en aquella DKW.

Procuré acomodarme en el banco de madera. En realidad, debía ser un viaje excepcionalmente cómodo. En el vehículo había sitio para muchas personas. Dos se desperdigaban.

—Mujer, no llore. Al fin y al cabo, la cárcel no es tan grave.

La joven levantó los ojos, y siguió hipando.

—Dígame qué le ha pasado.

Empezó a hablar. Frases incoherentes cortadas por sollozos, que no me aclararon absolutamente nada. Sin embargo, parecía que se aliviaba. Por eso fingí comprenderla, prestándole todo mi interés, mientras con el rabillo del ojo seguía las calles, repitiendo sus nombres. Tardaría mucho tiempo en volver a pisarlas.

El paisaje, cortado a cuadritos por la gruesa tela metálica, ganaba una importancia insospechada. Los coches, las personas, adquirían un nuevo valor. Gentes libres, que seguirían siéndolo mañana. Gentes de otro mundo, que, por el momento, había dejado de ser mío.

El vehículo giró bruscamente, empujándome hacia el costado. Me agarré a los hierros para no caer del banco. Ya no había calles ni automóviles. Sólo rejas de tubo, pintadas de verde sobre la fachada. La mujer volvió a llorar. Habló mucho durante el viaje, pero en concreto, no dijo absolutamente nada.

—No llore, por favor. Ya hemos llegado. Nos arreglaremos.

Se abrió la puertezuela. Ante nosotras, las enormes puertas cerradas. No había posibilidad de lanzar una última mirada a la calle. El patio se extendía a lo largo del edificio. Otros coches estaban aparcados.

—Vengan a las oficinas –un despacho de luz y cristal, oficina pública como otra cualquiera. Se procedió a la entrega de la mercancía. Todo en orden. No habían quedado bultos en el camino. Sonaron los dos nombres, y desapareció la policía. Todo en orden.

—¿Llevan dinero?

Entregué lo que traía. Me alargaron un recibo y diez cartones, que en la prisión significaban veinte duros. Dinero interior. El único permitido.

—Para los primeros gastos. Después le darán la libreta. Puede retirar lo que necesite dos veces por semana –la funcionaria sonreía.

Le di las gracias. Otra vez el patio, que parecía una calle, con sus coches aparcados. El edificio se alargaba, tras el primer muro. Cruzamos un pequeño vestíbulo. Y después la puerta de hierro con grueso cerrojo. La última puerta.

Caímos en el centro de la galería, junto a una garita de cristales. Punto de mira. Sin este aditamento sería igual a la del colegio de monjas. Hice un esfuerzo trasladando mi mente al internado. Un nuevo curso con más de treinta años. Ridículo, pero perfectamente real.

En un extremo aparecía la mesa de cacheo, poco mayor que una maleta. También había un banco para esperar. No hizo falta ocuparlo. Casi inmediatamente apareció la funcionaria. Se trataba de una chica joven, cuyo aspecto contrastaba con la severidad del uniforme.

—¿Hace el favor de abrir la maleta?

El registro fue minucioso. Esperé tranquila. No había nada que ocultar entre las mantas. Después llegó el turno a los libros.

—Estos se los daremos cuando los examine el capellán.

Recordé el periodo de aislamiento. Aún no me habían dicho nada, pero sabía que al llegar a la cárcel es reglamentario pasar unos días en celda, absolutamente sola. Necesitaba un libro. Letra impresa que me evitase recordar. Y lo pedí.

Otra funcionaria se había unido a nosotros. Parecía mayor que la primera en edad, y desde luego lo era en tamaño. Repasó los títulos. Entre ellos estaban las Obras de José Antonio. Ojeó las páginas, buscando. No había absolutamente nada.

—Se lo puede llevar…

Agradecí con una sonrisa. Cuando metí el libro en la maleta, sabía que sería el único que entrase sin dificultad.

Llamaron a la mandante, que me ayudó en el traslado del equipaje. Era una mujer de aspecto amable y tímido. Parecía bien educada. Entonces no entré en averiguaciones, por lo que pensé que se trataba de una empleada, o quizá de una misionera. Más tarde sabría que era una reclusa como yo. En la duda, la traté de señorita, como a las funcionarias, por aquello de que en determinadas situaciones, más vale pecar por exceso que por defecto.

Entramos en una nueva galería igual a la primera, separada por una reja; allí empezaba la verdadera cárcel. En el centro, la garita de cristales, dando sobre una puerta. Cruzamos el quicio. Otra reja. A los lados del amplio pasillo, puertecillas verdes, con cerrojos por fuera. Galería primera, de celdas. Ingresos y políticas.

—¿Quieren celda individual o colectiva?

Mi compañera eligió lo segundo. Yo aduje mi calidad de preso político, para reclamar lo primero. No tenía el menor interés en compartir mi sueño con desconocidos.

Nos detuvimos ante el número veinte. La funcionaria descorrió el cerrojo. Una mujer rubia leía tumbada en la cama, bajo un amasijo de mantas pardas. Pelo teñido sobre un rostro macerado por chorretones de rímel. El rojo de los labios había escapado de sus márgenes naturales, desperdigándose. Apenas levantó la cabeza, como si nuestra presencia careciese de importancia.

—¡Levántese! Pase a galería.

Dos piernas tremendamente blancas surgieron de la cama. Los pies secos se enfundaron en unos zapatos de tacón. Después, la figura se desdobló despacio. Sobre el camisón, un abrigo. Sí, se había acostado con abrigo, y lo comprendí perfectamente, pues el frío era tremendo.

Sin decir una palabra ni hacer preguntas, recogió un bolso de mano y algunas prendas de ropa interior, que descansaban a los pies de la cama. Después se alejó galería adelante, como alguien que sabe perfectamente dónde debe ir.

—¿Han comido?

Dije que no, y manifesté mi hambre. El socorro que daban a las recién llegadas, consistente en un huevo duro, una porción de queso y algunas galletas, me parecía absolutamente insuficiente.

—Dieron judías en el almuerzo… Si quieren…

Acepté en nombre de las dos. La funcionaria se alejó, cerrando la puerta por fuera. Mientras las preparaban, podía instalarme en mi celda.

La cárcel empezaba.

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Autora: Luisa Isabel Álvarez de Toledo y Maura. Título: Mi cárcelEdición: Soledad Fox Maura. Editorial: Renacimiento (Biblioteca de la Memoria). Venta: TodostuslibrosAmazon.

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