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La oscuridad es un lugar, un cuento de Ariadna Castellarnau

La oscuridad es un lugar, un cuento de Ariadna Castellarnau

Los protagonistas de estas ocho historias de La oscuridad es un lugar (Destino), de Ariadna Castellarnau (Lleida, 1979), son madres, padres, hermanos, hijos e hijas que se mueven en un territorio incierto. A la autora le gusta llevar a sus personajes al encuentro de lo extraño, no porque pretenda que les ocurra nada maravilloso, sino porque es en ese espejo retorcido donde pueden verse mejor, descubrir quiénes son verdaderamente.

Zenda publica el primero de ellos, que da título al libro.

***

La oscuridad es un lugar

We must not look at goblin men,
We must not buy their fruits:
Who knows upon what soil they fed
Their hungry thirsty roots?

CHRISTINA ROSSETTI

Lucia salta del coche y se aleja corriendo campo a traviesa por el yerbatal, pero no llega muy lejos. A sus espaldas, el coche frena en seco y dos figuras salen tras ella, padre y hermano, y la agarran antes de que le dé tiempo a celebrar su audacia.

—¿Quieres matarte o qué? —le pregunta la madre, sin volverse cuando los dos varones la arrojan de nuevo, jadeante, en la parte trasera. Tiene la mirada dispersa en algún punto lejano de ese paisaje inundado de luz. Su mano derecha cuelga fuera de la ventanilla con un cigarrillo olvidado entre los dedos, y se muerde nerviosa las cutículas de la otra mano. Lleva un batón sin mangas que huele a frito y toda ella reluce como untada en aceite usado.

—Traba la puerta —le dice el padre al hijo—. Que no vuelva a escaparse esta loca.

El coche se pone en marcha y enfila el camino levantando una polvareda roja. El color de esa tierra desconcierta a la niña. ¿Por qué es roja? En alguna parte del mundo está el mar Rojo. Esto lo sabe porque su madre le lee pasajes del Antiguo Testamento en voz alta, solo para demostrarle las maneras ingeniosas con las que Yahvé se dedicó a salvar a los israelitas y el poco interés que demuestra, en cambio, con esta familia de porquería. Pero Lucia duda que el mar Rojo tenga algo que ver. Esa tierra es roja porque sí: para desesperar, para que la sensación de calor y agobio sea mayor. Cuando llueve, cosa que pasa con frecuencia y de manera intempestiva, se forman regueros que parecen sangre.

El padre da un volantazo y coge un desvío. Otro más. Porque el camino por el que iban hasta hace un instante era, a su vez, también un desvío. Hace mucho tiempo que dejaron las rutas principales y viven en los márgenes. Hay días que Lucia tiene la sensación de que están muertos, solo que no lo saben. Enterarse de que están muertos les tomará el tiempo que tarden en salir de ese laberinto de caminos flanqueados por la yerba y descubrir que la carretera principal ya no existe, que ha sido borrada, y que no pueden regresar a ninguna parte.

Están llegando a casa, aunque Lucia se resiste a llamarla así. Solo es un cuchitril de dos habitaciones con un meadero en el exterior en el que se están escondiendo mientras esperan a que las cosas se calmen y puedan cruzar la frontera. El cuchitril es del primo del padre, que también está metido en el asunto. Del asunto ella no sabe casi nada, pero sospecha que ha sido lo bastante grave para que toda la familia deba fugarse del país.

—Baja —dice el padre girando la llave de contacto.

Lucia se demora, hace como que busca algo en el suelo, solo para retrasar un poco más el castigo que seguro le va a caer.

—Date prisa —le dice el hermano, y la saca del coche a empujones.

La culpa de lo que ha pasado es del padre y de esa manía suya de que estén siempre apiñados. No se fía de dejarlos solos, especialmente a su mujer, no sea que le dé por hablar con alguien o llamar a la imbécil de su hermana, en la capital. De modo que regresaban todos juntos del almacén y hacía tanto calor en el coche, olía tanto a transpiración y la madre se ha puesto tan pesada con que si no les parecía que el almacenero los había mirado raro y el padre que no, que son imaginaciones tuyas, de boba, que Lucia no ha tenido más remedio que abrir la puerta del coche y saltar.

La madre saca del maletero las bolsas con las vituallas y las carga hasta la casa. Lleva café, arroz, algo de fruta, harina de mandioca y otras cosas con las que preparará esos asquerosos platos. Lucia corre a su lado para ayudarla. Piensa que, mientras esté cargando con una bolsa, su padre no le hará nada. Nadie castiga a los eficientes. Pero el padre rodea el coche y les corta el paso. Es un hombre alto y enorme. Hermoso desde cualquier perspectiva. Lleva el pelo atado en una coleta; el pelo largo y rubio, de un rubio como de otro país. Lo llaman el Sueco.

—¿Sabes qué nos pasará si alguien se entera de que estamos aquí? —le pregunta.

Ella asiente con la cabeza.

—No, no lo sabes. Yo te lo explicaré. Suelta la bolsa y ven.

—No quiero —murmura ella.

El Sueco la mira sorprendido y furioso.

—¿Cómo?

—No quiero ir contigo.

—¿Y tú quién mierda eres para querer o no querer cosas? Suelta la maldita bolsa y ven.

Entonces oyen el crujido de la grava del camino, lo que indica que un coche está acercándose a la casa. El Sueco muda instantáneamente la expresión: es apenas un aflojarse, la sombra de un pánico que se desvanece rápido, apenas el Land Rover del primo aparece tras la curva.

—Ya hablaremos después —le dice el Sueco antes de alejarse.

Lucia también se afloja y suelta el asa de la bolsa. Media docena de mangos ruedan por la tierra roja.

***

Desde adentro de la casa oye cómo se pelean los dos hombres. El Sueco le reclama al primo unos papeles para que puedan irse de esa covacha inmunda y salir del país; el primo le pide un dinero. Así durante más de veinte minutos. En un momento sale un nombre: el Loco Vilette.

El Loco Vilette es el exjefe del Sueco, un hombre gordo que usa gafas de sol, un anillo en cada dedo y unos zapatos con tacones forrados de metal que repiquetean al andar. Lucia entendió por qué lo llamaban el Loco el día que lo conoció y el hombre se quitó las gafas de sol y bajó su mirada hacia ella. Le pareció entonces que un tiempo interminable transcurría mientras él la estudiaba una y otra vez, con esos ojos que hacían pensar en el hambre, pero no en el hambre de los que no tienen para comer, sino del animal que solo quiere oler la sangre. Muy bonita, muy bonita, le dijo al fin el Loco Vilette acariciándole la cabeza. Pero no dejes que esos hijos de puta te pongan un dedo encima.

Antes de que el Sueco se fuera a trabajar para el Loco Vilette, la familia vivía en una torre de doce plantas de un barrio horrible de las inmediaciones de la capital. En el ascensor solo cabían dos personas y cuando subía, chirriaba como si una mano le estuviera tirando de sus tripas de cables para hundirlo en un infierno de cloacas anegadas de mierda. Las cosas no podían ir peor: de día, el Sueco trabajaba en una fábrica; de noche, bebía. Ambas ocupaciones eran devastadoras, de esas que marcan ojeras en la cara. Además, la fábrica estaba para cerrar, de modo que una vez más la balanza divina se reajustaba en su contra, renegaba la madre. De qué balanza divina hablas, protestaba el Sueco, borracho como una cuba. La balanza que Dios usa para distribuir alegrías y penas, riquezas y deshonras, siempre a favor de los mismos, le replicaba ella con desdén.

Una noche, el Sueco llegó cuando los niños ya estaban cenando sus fideos con manteca y, sin dirigirles la palabra, cruzó el comedor y fue derecho a la habitación de matrimonio. La familia lo siguió hasta el umbral: ahí estaba el hombre, arrodillado en el suelo, las puertas del armario abiertas, la escopeta del abuelo Ezequiel en la mano.

—¿Qué vas a hacer con eso? —preguntó la madre.

Sin contestar, el Sueco vació el estante superior del armario. Cayeron los apolillados suéteres de invierno y unas revistas del corazón que la madre había robado de la peluquería donde limpiaba por horas. En otro momento el Sueco hubiese exigido saber a gritos de dónde había sacado ella esa basura pornográfica, pero ahora estaba demasiado ocupado como para reparar en las revistas.

—¿Qué buscas?

—Los cartuchos.

—No tenemos cartuchos.

—Los tenemos. Yo los puse aquí.

—No hay cartuchos.

—Dame los malditos cartuchos, hija de puta.

La madre se llevó entonces las manos a la cabeza y empezó a gritar que a ver qué se había creído, que si pensaba que era un atracador de bancos para irse por ahí con la escopeta. El Sueco la calló con una bofetada y los niños se escurrieron hasta el sofá de dos plazas y desde allí, encogidos, terminaron de escuchar la pelea. El Sueco estaba fuera de sí: los obreros iban a entrar a tomar la fábrica con lo que tuvieran a mano, con armas, si era necesario. Y lo sería.

—¿Y qué vais a hacer con las armas, desgraciados? —chilló la madre.

—Defender el trabajo.

—¡A tu familia te toca defender!

El Sueco cerró la puerta de la habitación y durante un rato los hermanos solo escucharon más gritos y forcejeos. Lucia estaba convencida de que en cualquier momento iba a sonar un tiro y la cosa iba a terminar con un baño de sangre, como le había sucedido a la familia de la cuarta planta, y estuvo tentada de agarrar a su hermano y decirle: ¡Huyamos al bosque! Pero entonces recordó que allí donde vivían no había ningún bosque; solo cemento y baldíos que acumulaban las piezas que sobraban del desguace de coches robados.

Cuando la cosa se calmó, después de dos días de insoportable tensión, el padre llamó al primo del yerbatal, que siempre tenía una solución para todo, y el primo llamó al Loco Vilette, que siempre tenía un trabajo para un desesperado. Tras esto, la familia terminó mudándose a una casa mejor, con un cuarto para cada niño, aunque en un barrio igual de feo.

Lo que el padre hacía para el Loco Vilette, Lucia nunca lo supo. Solo una vez, cuando aún todo marchaba viento en popa, oyó que la madre le contaba muy orgullosa a su hermana por teléfono:

—… Y Vilette le preguntó si él era un hombre de Dios y mi marido le contestó que claro, que más de Dios que el mismísimo Job. Y entonces el Loco Vilette le dijo que eso estaba muy bien, porque las personas que son de Dios saben que por encima de la justicia de los hombres está la justicia de Dios, y que si no llega una llega la otra, pero alguna llega.

Lucia comprende que si ahora están en el yerbatal, escondidos, es por causa de alguna de las dos justicias o quizá por ambas a la vez. Ya se acercan, cada una montada en un caballo, haciendo sonar sus trompetas, listas para el Apocalipsis.

***

El Sueco y la madre duermen la siesta. Lucia aprovecha para salir a dar una vuelta. Tiene prohibido dejar la casa, pero no soporta estar más tiempo encerrada. Su hermano está afuera, limpiando orgulloso la escopeta del abuelo Ezequiel. El padre le ha dado permiso para que la use porque vienen tiempos jodidos. Lucia se escabulle sin que él la vea.

Hace un calor asfixiante entre los arbustos y el sol flota en lo alto con una inmovilidad deslumbrante. Lucia siente cómo la sangre se detiene en sus venas, aletargada. Hace tanto calor que se marea un poco y su cuerpo se eleva como un globo, en un movimiento mínimo y delicado, solo a unos escasos centímetros por encima de la tierra roja. Levita. Son impresiones falsas, tal vez derivadas de ese silencio construido a la medida del clima, del aire espeso que parece estar saturado de harina caliente. Lucia llega a un claro por el que corre un arroyo. El ambiente es más fresco allí. Al otro lado del agua, crecen los sauces y los ceibos y hay una bonita sombra. Se quita las sandalias y cruza con cautela. Cuando alcanza la otra orilla, se tumba sobre la yerba. Tiene el vestido empapado, así que se lo quita y lo deja colgado de una rama de árbol para que se seque.

Lucia tiene once años y el torso aún de niña. Está orgullosa de todo esto. De sus once años, de no tener pechos y de saber hacer el pino. Si es para parecerse a su madre, prefiere no crecer. Durante un rato permanece inmóvil, en el pleno ardor de la tarde, aturdida por la explosión de insectos que brota de la vegetación. Una hembra de carpincho con sus crías sale del agua y Lucia se queda embobada. La hembra levanta el hocico y la observa, a su vez, con honda placidez.

—Hola —dice una voz a sus espaldas.

Lucia se da la vuelta asustada. Allí, de pie, medio oculta aún por la maleza, hay una figura que enseguida se abre paso y avanza hacia ella. Es un niño, quizá un muchacho. En realidad, resulta difícil determinar su edad. Su cara es la de un niño, pero su cuerpo es demasiado largo y delgado, y sus piernas son también demasiado largas y delgadas, a tal punto que las rodillas se le doblan un poco, como fuelles vencidos. Hay un rastro de deformidad en ese cuerpo y, al mismo tiempo, una gracia insólita.

Lucia trata de cubrirse. El vestido cuelga de la rama, lejos de ella. Lo mira de reojo; sabe que si se levanta para ir a buscarlo, él la verá desnuda.

—¿Quieres el vestido? —pregunta él.

—Sí, por favor.

Pero el chico no se lo devuelve. Lo que hace es sentarse junto a ella, no sin cierta dificultad, como si necesitara una planificación extra para doblar semejantes piernas.

—¿Cómo te llamas?

Ella se abraza las rodillas y encorva sus escuálidos hombros. Tiene un instante de duda. Quizá debería darle un nombre falso, como ha visto hacer en las películas. Pero descarta la idea por ridícula.

—Lucia.

—Lucia —repite él—. A mí me llaman Largo.

Largo lleva una túnica que le llega hasta media pierna. A Lucia se le ocurre que quizá no lleve ropa interior debajo y esto la hace sentir incómoda, sin contar con que ella también está casi desnuda. Durante unos minutos se quedan en silencio, como acostumbrándose a la presencia el uno del otro.

—¿Eres de por aquí? —le pregunta ella al fin.

—Tan de por aquí que ni podrías imaginártelo.

Lucia no comprende cómo alguien puede ser tanto de un lugar. Su familia siempre parece estar a disgusto en todos los lados, como si los obligaran a vivir en el mundo a punta de pistola.

—¿Y dónde vives?

—Allá dentro. —Largo señala allí donde comienza una selva apretada, densa y tan cerrada sobre sí misma como una garra—. ¿Te gustaría ver qué hay?

—No, gracias.

—Es una lástima, porque allí todo es mucho mejor que aquí. Mucho mejor que en cualquier otra parte, en realidad.

—Te creo, pero tengo que volver a casa.

Lucia se pone en pie y se viste todo lo rápido que puede. Su padre seguro que se habrá despertado de la siesta y andará buscándola, piensa.

Largo se levanta también y la toma del brazo con suavidad.

—Si cruzas el arroyo para volver a casa, te mojarás de nuevo. Pero yo conozco otro camino, un camino seco.

De cerca, su cara ya no es la de un niño. Quizá porque sus ojos son demasiado intensos y captan la luz de una manera grave y la devuelven al exterior en forma de destellos que son como premoniciones oscuras.

—¿Por dónde es ese camino? —pregunta ella.

Largo sonríe y se le forman unas arrugas en las comisuras de sus labios.

—Por aquí, no muy lejos.

***

Al poco tiempo de mudarse a la casa de una planta, el Sueco empezó a llevarle regalos raros: Barbies, disfraces de las princesas Disney y una caja rosa que se abría con una llave dorada y que contenía maquillaje. Hasta ese momento, su padre no le había permitido jugar con nada que él considerara poco apropiado (y todo le resultaba poco apropiado), de modo que el cambio resultó al principio muy estimulante y, casi enseguida, sospechoso. La felicidad no era de fiar, le había explicado su madre. La felicidad era traicionera. La felicidad era siempre el preludio de una gran desgracia.

Al fin Lucia llegó a la conclusión de que no era el Sueco quien le compraba estos regalos, sino el Loco Vilette. No podía ser de otra manera. La niña veía la impronta del gordo en cada juguete; una marca que era igual a una baba de caracol, apenas imperceptible, pero que la unía a ese hombre de un modo pegajoso e inmundo. Entonces, si era el loco Vilette quien le compraba los regalos, pero el Sueco quien se los entregaba, significaba que la voluntad de su padre tenía la consistencia de una pluma y que no había nada pero nada de verdad en la vida de Lucia.

Pero entonces llegó el día en que tuvieron que fugarse, porque resultaba que iban a buscarlos, y Lucia tuvo ese momento de felicidad cuando el Sueco entró en su cuarto y, viendo cómo ella metía las Barbies en un bolso, le dijo que dejara toda esa basura, que no iba a permitir que se llevara esas furcias de plástico a ninguna parte. Y ella lo miró con la cara arrobada por la emoción diciéndose: Ha vuelto, por fin ha vuelto, y este pensamiento se apoderó de ella y la acompañó durante un buen rato y su estado de felicidad hizo que atesorara todo lo que sucedió a continuación en un ámbar precioso. La huida precipitada de la casa, las vueltas con el coche para salir de la ciudad, el aire cortante de la autopista, el puerto, los puentes sobre el río contaminado y la fábrica donde había trabajado el Sueco, todos los fragmentos del pasado que iban dejando atrás. Y siguió así, maravillándose de cada instante, hasta que le entraron unas estúpidas ganas de llorar y toda su felicidad se derrumbó de golpe porque en realidad —el descubrimiento le llegó cortante como un rayo— su padre no había vuelto de ninguna parte.

Su padre se estaba dirigiendo a un lugar peor, y ella con él, y todos con él.

***

Las luces de la casa están encendidas. Lucia está dentro de una palangana que han puesto en medio de la cocina. Su madre le ha lavado el cabello y en la superficie del agua flotan hojitas y briznas de yerba. Desde un extremo de la cocina, el Sueco la observa en silencio y fuma.

—¿Qué le has dicho? ¿Qué le has contado de nosotros? —le pregunta el hermano por décima vez.

Lucia no sabe qué más responderle. Hace un rato ya les ha explicado todo: que ha salido a pasear, que se ha perdido y que un niño la ha ayudado a volver a casa dando un rodeo. Los hombres no se han creído lo del niño y ella ha acabado confesando que quizá fuese alguien un poco mayor; un chico, pero en ningún caso un adulto.

—Tu hermano te está hablando, Lucia —dice su padre arrojando volutas de humo al aire de la cocina.

A Lucia le gustaría estar muy lejos de allí. No en el camino, donde el padre y el hermano la han encontrado hace un rato descalza, despeinada, a una hora totalmente imprudente, después de buscarla durante más de seis horas. Le gustaría estar allí donde él la ha llevado, a lo más hondo del yerbatal.

—No le he contado nada —responde.

—¿Y cómo sabemos que es verdad?

—Porque no sé nada, papá.

La madre le lleva un vestido limpio.

—Nos matarás a todos —murmura—. Ya lo has hecho, en realidad.

Lucia está cansada. Quiere irse a dormir, pero sabe que no la dejarán en paz. Y lo peor aún está por venir. Porque su destino no es otro que el de seguir junto a esas personas que son su familia. Dejar que la arrastren hasta quién sabe dónde, sin pedirle nunca su opinión, ligada a ellos por los lazos de la sangre, más indestructibles que los del amor.

—Sal del agua —le dice el Sueco—. Tú y yo vamos a hablar.

—Deja que la vista antes —le pide la madre al Sueco.

—No hace falta.

—No vas a llevártela desnuda por ahí.

—Voy a llevármela adonde me dé la gana. Nuestra hija nos ha perdido.

—Tú nos perdiste antes, por necio. No se muerde la mano que te da de comer.

Empiezan a insultarse. Lucia les pide que bajen la voz, pero no la escuchan. ¿Quién va a escucharla a ella?

—¿Por qué no os calláis de una puta vez? —grita al fin sin poder contenerse.

Todos se quedan en silencio. El Sueco se despega de la pared y emerge a la luz. Roca pura. Se acerca a la palangana y sus pasos son tan firmes, tan sólidos, que parece que van a cuartear el suelo de madera. A Lucia estos segundos se le hacen largos como una vida entera. El Sueco da una calada, pensativo. La casa entera aguanta la respiración. Entonces hace algo. Lentamente, extiende hacia su hija un brazo bronceado, cubierto de vello rubio, surcado por venas abultadas, rematado por una mano acostumbrada a cualquier cosa. Lucia se encoge un poco más. Lo siguiente es desaparecer. Siente los dedos del padre en su espalda. Un dulce cosquilleo. Con delicadeza, él le arranca una hojita de la espalda, la tira al suelo y luego la pisotea con la punta de la bota.

—Vamos —le dice a su hijo—.Vamos a cazar a ese culomierda.

***

Pájaros. Tantos pájaros. Y otros bichos de nombre desconocido para ella.

—Ven, dame la mano. Podrías tropezar con una raíz —dice Largo.

El yerbatal es una verdadera sorpresa. Un sinfín de especies dormitan en esa matriz de verde. Ratones de campo, armadillos, zarigüeyas, monos, comadrejas, hurones, pumas y víboras ponzoñosas.

—¿Hay serpientes? —pregunta ella.

—Claro —dice él ayudándola a pasar por encima de un tronco con un gesto galante, de príncipe de los bosques—. Pero no te harán nada si yo estoy contigo.

—¿Por qué?

—Porque soy su dueño.

Lucia se echa a reír. Eso no es posible. Nadie es dueño de las serpientes ni de los animales. Bueno, él un poco sí, responde Largo riéndose. Y ella quiere saber entonces dónde está su casa y Largo hace un gesto impreciso con la mano. Un gesto que abarca y encierra la tierra que están pisando en ese momento y los arbustos y árboles que los rodean, pero también el cielo con sus pájaros y los efluvios violetas del atardecer.

—Pero ¿dónde vives? —pregunta ella.

—Aquí, justo aquí.

Lucia, por delicadeza, no pregunta más. Supone que Largo tendrá un hogar muy miserable, más miserable aún que el suyo, y que le da vergüenza mostrárselo. O que directamente no tiene casa, que duerme sobre las ramas, y esto la conmueve.

—¿Quieres comer algo? —le propone él.

—¡Me encantaría!

Del hueco de un árbol, Largo saca un tarro lleno de una jalea ambarina y unas frutas.

—¡Tienes miel y guayabas! —grita Lucia.

Las guayabas están deliciosas. Ácidas en su punto justo. Lucia se estremece al sentir cómo el jugo de la fruta le baja por la garganta. Luego mete los dedos en el tarro de miel, los saca chorreando y se los chupa. Cuando ambos están saciados, se tumban en el suelo y la bóveda verde se despliega frente a la mirada encantada de Lucia.

—¿De los pájaros también eres dueño? —pregunta ella.

—De los pájaros y de todo lo que hay aquí. Si te quedaras conmigo, también sería tu dueño.

—Yo no quiero que nadie sea mi dueño.

—Pero alguien tiene que serlo.

—Entonces yo también tendría que ser tu dueña.

—Eres una niña lista, Lucia.

Y después de decir esto, él la besa en la boca, despacio y con delicadeza.

***

El hambre la despierta a medianoche. Sin hacer ruido, se levanta de la cama y va a la cocina. Los hombres aún no han regresado. La madre ronca toda despatarrada en el sofá. Lucia coge unas galletas reblandecidas, un poco de queso y vuelve a su cuarto. Largo está en cuclillas encima del alféizar de la ventana. Regueros oscuros de sangre bajan por la pared como grietas que se abren a la noche.

—¿Qué te han hecho? —pregunta ella.

—Nada.

—No es verdad. Mírate.

Largo niega con la cabeza. El olor de la sangre se esparce por la habitación.

—Están volviendo —dice él—. Y te castigarán.

—Ya lo sé.

—Pero esto no es lo peor. Mañana por la tarde llegarán los otros. El gordo de los anillos. Llegarán mientras tu padre y tu madre duermen la siesta y no habrá perdón para nadie.

—¿Cómo sabes todo esto?

—Te diré que soy capaz de verlo todo y oírlo todo. Hasta el susurro de un farolillo de papel que cae en la yerba.

—No te creo.

—Pero tienes que creerme, Lucia. Hay tanta oscuridad y maldad en este mundo. Yo detestaría que alguien te hiciera daño. No, no lo lamentaría. Me pondría furioso. Así que escucha bien lo que tengo que decirte, porque solo te lo explicaré una vez.

Largo le cuenta entonces lo que va a pasar. Su voz suena ronca, como si su garganta estuviera recubierta de corteza seca. Primero será el ruido de un coche acercándose a la casa. Todo ocurrirá muy rápido, así que no tendrán tiempo de escapar. Su hermano se hará el valiente con la escopeta, pobre imbécil. Él es el primero al que matarán. Luego unas suelas forradas de metal repiquetearán sobre el suelo y el Loco Vilette aparecerá al otro lado de la puerta con una sonrisa espantosa, de hambre pura, dispuesto a cobrarse con ella lo que le debe el Sueco. ¿Le cree ahora?

Lucia no le cree, es imposible que Largo sepa tantas cosas. Pero la perspectiva de encontrarse con el Loco Vilette le parece mucho peor. También la de quedarse con su familia. Así que pregunta:

—¿Cómo vas a ayudarme?

—Tendrías que venir conmigo.

—¿Dónde?

—Qué importa.

—Pero yo quiero saber.

Él toma aire con una respiración profunda.

—Cómo puedo explicarlo —empieza a decir lentamente, como si precisara otras palabras, otra lengua para expresarse—. Es así, para que me entiendas: la luz es un lugar y la oscuridad es otro lugar. ¿Dónde quieres estar, Lucia?

Lucia reflexiona unos instantes. No es tan fácil. Si por lo menos supiera a qué lugar corresponde la luz y a qué otro la oscuridad. Pero no hay tiempo. Él la apremia.

—Tienes que decidirte.

Lucia entiende la grandeza de ese instante. La naturaleza irreversible de su elección. Da un paso hacia la ventana y luego otro. Hasta que ya es demasiado tarde para echarse atrás.

Él la ayuda a salir y juntos avanzan bajo la luna de leche que dura tan poco en el cielo del yerbatal. El Sueco y el hermano ya están volviendo, pero Largo la lleva por un camino distinto, uno que sus pies dibujan en la tierra mientras avanzan. Lucia, de la mano del muchacho. Está tan feliz. Sin dudarlo, deja que él la lleve a través de los campos de yerba y de la tierra dormida. Que la lleve hasta el lugar que está esperándola allí afuera, desde siempre y para siempre.

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Autora: Ariadna Castellarnau. Título: La oscuridad es un lugar. Editorial: Destino. Venta: Todostuslibros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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