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El Moby Dick de las praderas

«Llamadme Washington Irving«. Así podría haber empezado este relato. Porque en él se aprecia un aliento épico, bíblico, mitológico, similar al del clásico de Herman Melville. Y porque en él hay también una búsqueda obsesiva y un, después de todo, nunca reconocido fracaso. Contiene asimismo un personaje que podría ser antepasado literario del capitán Ahab, por más que lo fuese muy remoto y apenas intuido, aunque también, a la postre, inevitable, un poco a la manera en que lo fue el vampiro de Polidori del conde Drácula, de Bram Stoker. Hablamos del conde Portualès, uno de los expedicionarios que acompañó a Irving en su exploración más allá del Mississippi, por las praderas del Lejano Oeste. Existía una excusa gubernamental para el viaje —pacificar aquellos territorios llenos de indios levantiscos— cuando, en realidad, toda la expedición, conformada principalmente por rangers, buscaba bisontes para cazar. Si bien, sobre todo, los buscaba el conde Portualès, excitado por los relatos de otros viajeros más experimentados sobre “los bravos indios y las bellas indias, la caza de los bisontes y la captura de los caballos salvajes”.

"Cabe entonces preguntarse cuál sería en este caso la ballena blanca que es preciso eliminar, cuál sería ese enemigo exterior, real, o, demasiadas veces, inventado, que, en la cultura occidental, ha llegado a encarnar como nadie Moby Dick"

Así pues, un día de otoño de 1832 toda la expedición se pone en marcha e Irving nos describe el día a día con precisión de naturalista decimonónico: nos refiere las rutinas, los momentos excepcionales —como cuando toca vadear un río más difícil de lo habitual— y, sobre todo, cada impresión del paisaje, sin poder sustraerse a la comparación con el océano, cada vez que aquél le sobrecoge: “Me encontraba en medio de un inmenso paraje formado por ondulantes lomas de tierra desnuda y uniforme, en la que, a falta de hitos y de puntos de referencia, cualquier hombre inexperto puede desnortarse y perder el rumbo con la misma facilidad con que lo haría en la inmensidad del océano.” Que es lo que le sucede a él hacia el final del libro cuando el propio Irving se aventure a perseguir un bisonte “empujado por la emoción de una persecución arriesgada” para descubrir que tras ella no podía haber más que “un pobre animal que se desangraba a mis pies luchando contra la muerte.”

"Si otra cosa queda también clara en las notas de Irving es la indefensión del bisonte, de los caballos salvajes y hasta de los indios pawnee, por muy amenazadores que los rangers los pinten"

Porque si otra cosa queda también clara en las notas de Irving es la indefensión del bisonte, de los caballos salvajes y hasta de los indios pawnee, por muy amenazadores que los rangers los pinten. Cabe entonces preguntarse cuál sería en este caso la ballena blanca que es preciso eliminar, cuál sería ese enemigo exterior, real, o, demasiadas veces, inventado, que, en la cultura occidental, ha llegado a encarnar como nadie Moby Dick. En este caso, el lector no llega nunca a averiguarlo, probablemente porque, aquí, en estas impresiones de Irving, no aparece encarnado en ningún animal o idea concreta, sino que aparece disperso, personificado en múltiples manifestaciones, en un árbol derribado, en un ciervo abatido, en una tierra esquilmada, de manera que se podría llegar a decir que estas páginas de Irving representan una descripción, de tan pormenorizada difícil de aprehender, de lo que sucede cuando la ballena blanca, el enemigo exterior, es la naturaleza toda.

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Autor: Washington Irving. Título: La frontera salvaje. Editorial: Errata naturae. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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